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Fiesta de la Sagrada Familia
Padre Alberto Ramírez Mozqueda
Lucas 2, 41-52
Aún
saboreamos los festejos de Navidad, aún se oyen las voces de
felicitación, aún vivimos la euforia de las compras, los saldos y
las rebajas, aún nos queda el agradable sabor de boca de un recién
nacido acostado en un pesebre, y de pronto, hoy somos invitados a
celebrar la Fiesta de la Sagrada Familia , de Belén y de Nazaret,
para que podamos bajar nuestras miradas a nuestras familias y buscar
caminos para parecernos un poquito al amor, a la unidad y a la paz
que se respiraba en aquella familia singular.
Este año, San Lucas, en el último día del año 2006 nos conecta con
un día especial en la vida de María, José y el que ya era todo un
joven de 12 años aunque la escritura se empeñe en decir que era
todavía un niño. En esas latitudes, por el clima, por la cultura y
por las tradiciones, un muchacho de 12 años ya tenía la mentalidad
de uno de nuestros jóvenes de 16 o 18 años. Y Lucas nos pinta a la
Sagrada Familia , cuando suben para las fiestas de la Pascua, la
principal de las tres fiestas de los judíos, para ir al templo a la
oración y al sacrificio de alabanza. Se nos dice de entrada que
María y José acostumbraban subir cada año para las festividades de
la Pascua. No sabemos si el niño les acompañó en los años
anteriores, pues el viaje era difícil, lleno de peligros, con muchas
incomodidades, pero a partir de ese año y del siguiente, a los trece
años, ya le obligaría a Jesús la subida al Templo y la guarda de los
preceptos de la Ley de su pueblo. Jesús, pueblerino como sus papás,
contemplaba por sus propios ojos la multitud abigarrada de gente que
subía a la oración y a la alabanza al Templo que era la gloria y la
alegría de aquél pueblo. Contemplaría con ojos de judío, a los
romanos que se paseaban orgullosos por entre el pueblo, poniendo
orden y exigiendo a los nacionales los impuestos para Roma. Esto era
una afrenta y una humillación para ellos, quizá de la misma manera
que los irakíes de hoy verán con odio y rencor a lo del “armi” y a
los “marines” de Estados Unidos.
Jesús, acostumbrado a la oración sencilla, familiar, tranquila de la
sinagoga de su pueblo, miró como el sacerdote en el templo de
Jerusalén, en medio de otros sacerdotes y en medio ceremonias bien
estudiadas, tomaba un cordero, imponía sobre él las manos en señal
de transmitir todos los pecados del pueblo, y luego descargaba una
filosa cuchilla sobre la garganta del animal para rociar enseguida
el altar con la sangre del cordero sacrificado. ¿Pensaría Jesús que
siendo él el Cordero de Dios, pasados los años él mismo tendría que
pasar por el trago amargo del dolor, del abandono, de la entrega y
de la muerte?
Lo cierto es que aquel momento dramático y todo lo que contemplaba
en el templo de injusticia, de gentes que subían con mucha
dificultad económica mientras otras gentes subían bien abrigados y
con sirvientes a sus ordenes, la vista de las gentes que se
dedicaban a cambiar el dinero que circulaba normalmente por las
únicas monedas que podía entregarse como ofrenda al templo,
quedándose con una buena comisión, despertaron de pronto en el joven
Jesús una situación completamente nueva para él. Cuando se queda en
el templo la ciudad capital, no lo hace por un capricho de
adolescente, ni por llamar la atención de sus padres, sino por muy
serios motivos.
Los padres de Jesús, entremezclados con miles de gente, se dedicaron
después de la visita al templo, a comprar algunos útiles necesarios
en el taller de José, algunas prendas de vestir para María y para el
niño, y alguna mercancía que no encontrarían en Nazaret, la sal, el
azúcar y algún cedazo para sustituir al que ya tenía hoyos tan
grandes que lo hacían inservible. Pensaron que Jesús estaría con los
otros niños, o con otras familias de su mismo pueblo, pero por la
noche, cuando pudieron verse un poquito más alejados de las grandes
multitudes, se dieron cuenta que el niño no estaba con ellos, y
regresaron de prisa a buscarle. Comenzaron a preguntar donde habían
comprado sus utensilios, los vecinos de la casa de campaña donde
había pernoctado, pero nadie les pudo dar razón. Por fin, al tercer
día, hay que poner mucho cuidado, al tercer día, como después de su
muerte resucitó, lo encontraron en el templo. Y no lo encontraron
correteando con otros muchachos de su edad, o buscando preocupado
también él la comunicación con sus padres.
Lo encontraron en medio de los doctores de la Ley que acostumbraban
sentarse en algunos de los pórticos del templo, enseñando a los que
quisieran acercarse. Entre ellos estaba Jesús, no como lo presentan
las grandes pinturas, sino rodeado de otros curiosos o de gente
atenta que preguntaba sobre cuestiones de la religión. Sí que
destacaba Jesús por su juventud pero también por su destreza y su
grande sensibilidad religiosa. Para María y José, el volverlo a ver,
el tenerlo nuevamente frente a ellos, hizo que sentimientos
encontrados afloraran a borbotones. María recordaría que estaba
frente a un hijo muy singular, porque era el Hijo de Dios, pero al
mismo tiempo sentía que ella era la madre y se sintió con derecho a
reclamarle a Jesús: “Hijo mío, ¿porqué te has portado así con
nosotros? Tu padre y yo te hemos buscado, llenos de angustia”. Y si
la pregunta nos desconcierta, no lo puede hacer menos la respuesta
de Jesús: “¿Porqué me andaban buscando? ¿No sabían que debo de
ocuparme en las cosas de mi Padre?”. Podríamos aventurarnos diciendo
que la respuesta de la de un auténtico adolescente, que se siente
muy gallito, que siente que ya ha dejado de ser un niño y que ya no
quiere ser tratado como niño. Esas fueron las primeras palabras de
Jesús en todo el Evangelio. Pero los adolescentes no se engañen. No
fue una grosería de Jesús, ni un negar la paternidad que todos
conocían de José ni fue distanciarse ni alejarse de su madre, sino
hacer conciencia que por sobre los lazos de la carne y de la sangre
estaba la voluntad de Dios que lo empujaba a la entrega y a la
donación de su vida por la salvación de todos los hombres. Pero tan
es así que la actitud de Jesús no fue de rechazo a sus padres, que
bajó con ellos enseguida a Nazaret y añade Lucas que por otros 18
años estuvo sujeto a su autoridad, mientras “iba creciendo en saber,
en estatura y en el favor de Dios y de los hombres”. Por supuesto
que los padres de Jesús no entendieron en su totalidad la respuesta
y las actitudes de Jesús, y María guardaba todas estas cosas en su
corazón.
El Hijo de Dios obedeciendo a las criaturas, honrando de una manera
exquisita esa institución tan golpeada hoy como es la familia
humana. Su misión sería altísima, pero había que prepararse en el
silencio, en la armonía, en el amor y en la solidaridad que se
respiraba en aquella casita de Nazaret. Había que endurecer sus
manos en el trabajo de cada día y había que ablandar el corazón
viendo a su madre ocupada en los diarios menesteres pero sin
olvidarse de las necesidades de mucha gente que tocaba a su puerta
movidos por el gran amor que destilaba aquella mujer. Fue la lección
que Cristo estaría aprendiendo por muchos años, para llegar a amar a
todos los hombres hasta dar su vida por todos ellos. Hoy pedimos
para que los jóvenes no renieguen de la autoridad de los padres,
pero que los padres amen de tal manera a sus hijos que los hagan
crecer y madurar como hombres y por los caminos que a cada uno de
ellos les vaya marcando el Señor. Y damos gracias a Dios por
habernos llamado a nacer y a vivir en una familia, con fallas
ciertamente pero con la alegría de saber que Dios mismo que es
Familia, supo honrar a la familia humana haciendo que el Hijo de
Dios conociera la intimidad, el calorcito y el amor de una familia
en la tierra.
Fuente:
iglesiaenlarioja.org
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