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«Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios
mi salvador»
Padre Francesc Perarnau i Cañellas
Lc
1, 46-56
Hoy, el Evangelio de la
Misa nos presenta a nuestra consideración el Magníficat, que María,
llena de alegría, entonó en casa de su pariente Elisabet, madre de
Juan el Bautista. Las palabras de María nos traen reminiscencias de
otros cantos bíblicos que Ella conocía muy bien y que había recitado
y contemplado en tantas ocasiones. Pero ahora, en sus labios,
aquellas mismas palabras tienen un sentido mucho más profundo: el
espíritu de la Madre de Dios se transparenta tras ellas y nos
muestran la pureza de su corazón. Cada día, la Iglesia las hace
suyas en la Liturgia de las Horas cuando, rezando las Vísperas,
dirige hacia el cielo aquel mismo canto con que María se alegraba,
bendecía y daba gracias a Dios por todas sus bondades.
María se ha beneficiado de la gracia más extraordinaria que nunca
ninguna otra mujer ha recibido y recibirá: ha sido elegida por Dios,
entre todas las mujeres de la historia, para ser la Madre de aquel
Mesías Redentor que la Humanidad estaba esperando desde hacía
siglos. Es el honor más alto nunca concedido a una persona humana, y
Ella lo recibe con una total sencillez y humildad, dándose cuenta de
que todo es gracia, regalo, y que Ella es nada ante la inmensidad
del poder y de la grandeza de Dios, que ha obrado maravillas en Ella
(cf. Lc 1,49). Una gran lección de humildad para todos nosotros,
hijos de Adán y herederos de una naturaleza humana marcada
profundamente por aquel pecado original del que, día tras día,
arrastramos las consecuencias.
Estamos llegando ya al final del tiempo de Adviento, un tiempo de
conversión y de purificación. Hoy es María quien nos enseña el mejor
camino. Meditar la oración de nuestra Madre —queriendo hacerla
nuestra— nos ayudará a ser más humildes. Santa María nos ayudará si
se lo pedimos con confianza.
Fuente:
evangeli.net
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