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Bodas en Caná
Padre Antonio García Moreno
Jn
2, 1-11
1.- "Ya no me llamarán
"abandonada"..." (Is 62, 4) Abandonada, devastada. Tanto, de tal
modo, que esa situación calamitosa viene a dar nombre propio a la
tierra de Israel. Era el estado doloroso en que quedó el pueblo
sumido, después de haberse olvidado de Dios. Momentos de angustia,
momentos de tristeza infinita. Los hombres se alejan por el pecado
de su Creador, y al estar lejos se sumergen en un mar de lágrimas,
en un mundo oscuro y gris.
Esa historia colectiva es figura y paradigma de muchas historias
individuales, de todas las historias de cada uno de los pecadores, y
de una forma u otra todos los somos. Cuando el hombre peca, en
efecto, el alma se queda como tierra baldía, tierra abandonada y
devastada. Aflora el miedo, la sensación de vacío, la tristeza. Es
cierto que en ocasiones el hombre llega a encallecerse y a no sentir
nada ante el pecado, a vivir "tranquilo" sin Dios. Pero en el fondo
late el temor ante lo desconocido, el miedo ante lo que pueda
ocurrir, la incertidumbre ante el más allá de la muerte, la duda que
atormenta.
Pero todo eso tiene fin para los que vuelven, arrepentidos y
pesarosos, sus ojos a Dios, que como un buen padre está siempre
dispuesto al perdón, a la espera del retorno del hijo pródigo, para
correr a su encuentro tan pronto lo vea llegar. Entonces se
iluminarán nuestros sombríos horizontes y un nuevo capítulo gozoso
se iniciará en nuestra historia personal.
“Como un joven se casa con su novia..." (Is 62, 5) Amor de juventud,
primer amor. El despertar de los sentidos al amor, ese sentimiento
tan hondo, tan humano y tan divino. Las palabras quedan inexpresivas
para describir el amor, son un torpe balbuceo que trata inútilmente
de expresarse. Es una realidad que sólo cuando se siente, se
comprende. Podemos decir que es lo que más se asemeja al ser de
Dios.
Quizá por eso sea inefable, tan difícil de describirlo, pues el
Señor rebasa con mucho nuestra capacidad de entendimiento. Si no
fuera porque él mismo se nos ha revelado, poco sabríamos de su
grandeza. Aún así hemos de reconocer que sólo de forma analógica
podemos comprender algo de él. Pero esa aproximación es suficiente
para asombrarnos, para colmarnos de veneración y de ternura hacia
él. A través de Isaías, nos dice hoy el Señor que nos ama como un
adolescente enamorado ama a su primer amor, y que se alegra al
vernos, lo mismo que el esposo cuando ve a su amada. Ojalá que esta
declaración divina de amor, tan inaudita y encendida, nos despierte
y nos empuje a corresponderle, a quererle con toda nuestra alma.
2.- "Contad a todos los pueblos las maravillas del Señor" (Sal 95,
3) Danos luz, Señor, para ver tu grandeza, para comprender la
hondura de tu infinito amor. El salmo nos exhorta a cantar un
cántico nuevo, a bendecir tu nombre. Pero ya ves, a menudo no nos
sale la voz de la garganta, nos domina la apatía y nos olvidamos de
bendecirte. Como si nada hubieras hecho por nosotros, como si nada
significaras en nuestras vidas, como si no nos importaras en
absoluto.
Para esos momentos te pedimos, Señor, esa luz de lo alto que nos
permita ver de tal modo tu intervención prodigiosa en nuestras vidas
que no podamos por menos que bendecirte y cantarte en lo más íntimo
de nuestro ser. Cuando uno, en efecto, contempla la bondad y la
sabiduría divina, aunque sea a medias, entonces se entienden estas
palabras del salmo: Contad a los pueblos su gloria, sus maravillas a
todas las naciones.
"Familias de los pueblos, aclamad al Señor" (Sal 95, 7) Aclamad la
gloria y el poder del Señor, aclamad la gloria del nombre del Señor.
Postraos ante el Señor en el atrio sagrado, temible es su presencia
en toda la tierra. Decid a los pueblos: El Señor es rey, él gobierna
a los pueblos con rectitud... Cada uno ha de ser un heraldo de Dios,
un juglar a lo divino que cante y cuente a los demás las obras
magníficas del Señor. Cada uno ha de ser un portavoz del mensaje de
salvación, un difusor del Evangelio, la Buena Noticia que redime.
Tomemos conciencia de nuestra condición de apóstoles -todos lo somos
desde el bautismo- y cumplamos con fidelidad y empeño tan sagrado
destino. Siempre que podamos, hablemos de Dios sin pudor alguno. Y
cuando no podamos hablar, que sea nuestra conducta la que hable;
actuemos de tal forma que nuestro silencio sea un clamor que
proclame sin palabras, pero con obras, la grandeza de nuestro Dios y
Señor.
Voceros que anuncian la paz y el gozo de la salvación. Es preciso
convencerse de esa obligación. Lo que el Señor nos ha dicho, quizá
en el silencio de la oración, hemos de repetirlo a los cuatro
vientos. Lo que os digo al oído -nos repite Jesús-, decidlo sobre
los terrados. Hay que llenar la tierra entera con el pregón más
formidable que jamás se haya pronunciado.
3.- "Hermanos: Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu" (1
Co 12, 4) También hay diversidad de servicios, pero un mismo Señor,
y hay diversidad de funciones -sigue diciendo san Pablo-, pero un
mismo Dios que obra en todos. Y, efectivamente, es así. Cada uno
tiene su propio modo de ser, sus propias cualidades y sus propios
defectos. Y todos hemos recibido esos dones de un solo Señor, el que
es Dueño absoluto de todo, el Dador generoso de cuanto el hombre
posee.
Este principio supremo debe hacer posible la coexistencia armónica
de esos diferentes modos de ser y de pensar. Exige el respeto y la
consideración, el reconocimiento justo de las cualidades que cada
uno tiene. Si proviene de Dios cuanto de bueno hay en el hombre,
hemos de adoptar una postura respetuosa ante los demás, aunque sólo
sea en consideración al que ha repartido esos dones.
Por otra parte, si queremos que nos respeten, es preciso que
nosotros respetemos a los demás. No sería justo, ni tampoco posible,
aplicar a nuestra vida la ley del embudo. Por lo tanto, evitemos
todo recelo hacia los demás, desechemos cualquier síntoma de
envidia, cualquier menosprecio de las cualidades ajenas.
"En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común" (1 Co 12,
7) Todo cuanto se recibe de Dios ha de estar dirigido al bien común:
he aquí la nota que ha de caracterizar la validez divina del don
poseído. Tanto es así, que si algo va en contra del bien común de
ningún modo se puede considerar como proveniente de Dios. Y por ser
algo nocivo no lleva en sí esa causa suprema que ha de motivar el
reconocimiento, el respeto y la consideración de los demás.
La cuestión, está, pues, en determinar cuándo un don contribuye al
bien común... Pero ¿quién ha de tomar esa determinación, quién ha de
decir que eso proviene de Dios? Ciertamente que el menos indicado
para determinarlo es el propio interesado. En la vida civil sea cual
sea el régimen político, hay siempre una autoridad judicial suprema
que juzga y sentencia. Y los demás, quieran o no, han de someterse a
ese juicio.
En la vida de la Iglesia, por voluntad expresa de Cristo, hay
también una autoridad competente que dictamina lo que es bueno y lo
que no lo es. Dios quiso que en material tan grave como lo
concerniente a nuestra salvación, no tuviéramos dudas ni
vacilaciones. Y así, sólo aquello que contribuye al bien común según
lo que enseña la Iglesia, puede estimarse digno de consideración y
respeto, apto para formar parte del único pluralismo válido para un
creyente.
4.- "Jesús y sus discípulos estaban también invitados a la boda" (Jn
2, 2) La grandeza y divinidad de Jesús no le impedía estar cerca de
las cosas pequeñas de la vida humana de cada día. Esta actitud sería
luego criticada por sus enemigos, le llamarían comilón y bebedor,
simplemente porque participaba en fiestas y celebraciones de sus
amigos. Hoy nos narra el evangelio las bodas que se celebraron en
Caná de Galilea. A ella fueron invitados Jesús con su madre y sus
discípulos. De este modo el Señor santificó con su presencia divina
ese acontecimiento crucial en la vida del hombre, bendice la unión
entre marido y mujer hasta hacer de ella el gran sacramento, el
símbolo vivo de su propia unión con la Iglesia, la esposa de Cristo
sin defecto ni mancha.
San Juan que vivió con María cuando el Señor se marchó a los cielos;
él, que la tomó como madre por encargo de Jesús agonizante en la
cruz; él, que fue el discípulo amado, sólo habla dos veces de la
Virgen en todo su evangelio; aquí en Caná y luego cuando refiere la
crucifixión en el Calvario. Son pocas veces, desde luego, para todo
lo que él habría escuchado de labios de Santa María. Sin embargo,
cuanto dice es más que suficiente para que podamos conocer la
categoría excelsa de Nuestra Señora, la madre de Jesús, como siempre
la llama Juan. Ya con este detalle nos está enseñando que María es
la madre de Dios, un hecho que es el punto de arranque y la base
teológica en donde se apoya toda la grandeza soberana de la Virgen,
privilegio singular del que derivan todos los demás.
Con este milagro, realizado gracias a la intervención de María, se
pone de manifiesto: Por un lado la ternura de su corazón materno, el
desvelo por las necesidades de sus hijos; y por otra parte aparece
su poder de intercesión ante su divino Hijo, que se siente incapaz
de no atender la súplica de su Madre santísima. Con razón, por
tanto, la podemos invocar como Madre de misericordia y como la
Omnipotente suplicante.
Cuánto nos ama el Señor. No sólo muere por nosotros en la cruz y
derrama toda su sangre para redimirnos. Además nos entrega lo que le
era más querido y entrañable, a su propia Madre, para que lo sea
también nuestra. Con razón la llamamos "spes nostra", esperanza
nuestra, y causa de nuestra alegría. Quien confíe en ella no se verá
jamás defraudado, lo mismo que nunca defrauda el amor de una buena
madre al hijo de sus entrañas.
Fuente:
betania.es
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