|
“Haced lo que él os diga”: cosas de madre.
Fray Francisco Javier Martínez Real, op
Jn
2, 1-11
Haced lo que él os diga”: cosas de madre.
Aún a
riesgo de distraer la atención de lo que es, a mi entender, el
meollo del pasaje evangélico de la boda de Caná, no quisiera pasar
por alto la presencia de María, junto a Jesús y los discípulos. Los
evangelistas no dudan en referirnos la presencia de María en todos y
cada uno de los momentos que, como éste, resultan cruciales para la
vida de Jesús. Y es que la primera generación cristiana vio en María
mucho más que a la madre biológica: vio a una mujer estrechamente
asociada a su hijo en la razón de ser de su vida. De ahí que
nosotros la celebremos como figura de la Iglesia, modelo de
discipulado.
El diálogo inicial entre Jesús y María no tiene desperdicio. Resulta
muy sugerente desde varios puntos de vista, entre ellos el de las
relaciones madre-hijo. María acaba por comportarse como la mayor
parte de las madres, que, gracias a Dios, a veces se permiten la
libertad de tomar determinadas iniciativas que resultan, de entrada,
un tanto desconcertantes, pero que finalmente demuestran ser
felices. Ese fue, desde luego, el caso.
El agua de las purificaciones: desde fuera no se salva nada.
El
principal foco de atención de este evangelio, con todo, viene dado
por el agua y por el vino. Se trata, como tantas veces sucede en los
textos bíblicos, de elementos cargados de significado. Es importante
caer en la cuenta de que no estamos ante un agua cualquiera, sino
ante el agua de las purificaciones rituales utilizada por los judíos
en sus comidas. Es un agua que simboliza la religiosidad judía, la
Antigua Alianza. El vino, por su parte, ha tenido siempre en la
tradición bíblica un fuerte sabor mesiánico, estando asociado a la
alegría por el cumplimiento de la promesas divina. Simboliza, por lo
tanto, la salvación definitiva, la Nueva Alianza.
Pues bien, el evangelista nos presenta a Jesús como aquel que
convierte el agua en vino, es decir, que transforma la Antigua en
Nueva Alianza, la antigua relación con Dios en una relación nueva.
En la historia de la Alianza sucede, llegado este momento, que Dios
se relaciona con la humanidad de un modo completamente nuevo: desde
dentro, es decir, asumiendo en Jesús nuestra condición humana.
Y eso resulta radicalmente decisivo porque, como decía San Ireneo
-cito de memoria, y la mía es flaca-, sólo puede salvarse aquello
que se asume. Sólo puede salvarse desde dentro. Desde fuera no se
salva nada. Desde fuera puede jugarse a las marionetas con mayor o
menor destreza o puede colonizarse con mejores o peores resultados,
pero salvar -lo que se dice salvar: liberar, llevar a plenitud,
humanizar, divinizar...- no se salva nada. He ahí la misión de
Jesús: salvar desde dentro, realizar la Nueva Alianza, el nuevo
encuentro, la nueva y definitiva comunión entre Dios y los hombres,
los hombres y Dios.
En una boda: para escándalo de los puritanos.
En
Jesús Dios se relaciona con nosotros desde dentro, desde la entraña
de nuestra humanidad y desde el corazón de nuestra vida. Su
pudiéramos preguntar a un judío contemporáneo de Jesús: “¿Dónde vive
Dios?, ¿dónde se le puede encontrar?”, probablemente él se limitaría
a apuntar con su dedo índice hacia el templo de Jerusalén. Tras
haber celebrado la Navidad, tras haber leído el pasaje de la boda de
Caná, nosotros sabemos que a Dios se le encuentra en la entraña de
nuestra humanidad y en el corazón de nuestra vida, particularmente
en las vidas de quienes se desviven por los demás.
Aquí podría terciar algún obcecado puritano para, a su vez,
preguntarnos: “Oiga, oiga, ¿pero de qué clase de amor se trata?”.
Pues mire, por ejemplo del de una boda, una de esas fiestas en las
que se come, se canta, se bebe y se baila porque dos personas se
entregan mutua e incondicionalmente sus vidas, tal y como Dios se
entrega a la humanidad en la persona de Jesús, tal y como Jesús se
entregó por todos.
Y si nuestro puritano resultara ser obcecado hasta alcanzar el
límite de lo irreductible, entonces todavía podría volver a la carga
en éstos o en semejantes términos: “¡Jesús en una boda, menudo
escándalo! ¿Qué hace ahí donde se come, se canta, se bebe y se
baila? ¿Qué pinta ese chiflado en medio de una situación tan
profana? ¿Acaso no le basta con rezar, predicar y hacer
peregrinaciones a Jerusalén?”. Parece ser que no. Además, cuando de
amor se trata nada es profano y todo es sagrado, porque Dios es
amor. Privilegio de los tiempos mesiánicos, tal y como el viejo
Zacarías entrevió: hasta las ollas y los cascabeles de los caballos
estarían consagrados a Dios (cf. Zac. 14,20-21). Y en Jesús resulta
ser que el profeta tenía razón.
Pues bien, la misión de Jesús va a consistir parcialmente en eso:
advertirnos de que es inútil que intentemos encerrar a Dios en los
templos. Por supuesto que a Dios se encuentra allí, pero es inútil
intentar encerrarle en ellos. Siempre le encontraremos en el corazón
de la vida…y en pocas situaciones la hay en tanta cantidad y con
tanta calidad como en aquella en que dos personas se aman hasta el
punto de querer comprometerse mutuamente y para siempre.
Dios nos ha hecho a su imagen y semejanza: libres, inteligentes,
creativos, capaces de amar... Cuando efectivamente así somos, nos
asemejamos a Él, le significamos. Cuando amamos nos convertimos en
sacramento de Dios. Por lo mismo, cuando Jesús, su madre y sus
discípulos se suman a la celebración del amor de aquella pareja de
Caná de Galilea no están sino celebrando al mismísimo Dios. Cuando
de amor se trata, nada es profano, todo es sagrado.
Fuente:
dominicos.org
|
|