Caná

 

Padre Guillermo Juan Morado

 

 

 

Jn 2, 1-12

Una boda celebrada en Caná de Galilea es el escenario donde se sitúa el relato evangélico de San Juan (Juan 2, 1-12). Los protagonistas del relato no son los novios, los nuevos esposos, sino Jesús y su Madre. Jesús, que realiza el milagro, el “signo”, de la conversión del agua en vino, y su Madre, María, que interviene suplicando en favor de aquellos esposos que se habían quedado sin vino en mitad del banquete. 

Con este milagro, Jesús se manifiesta como Mesías. La escena de Caná es la tercera escena de un tríptico inaugurado en la Epifanía y continuado en el Bautismo en el Jordán. 

¿Qué significado tiene el milagro obrado por Jesús? La conversión del agua en vino puede ser interpretada en diversas claves, que nos permite atisbar una pluralidad de sentidos: 

El milagro anticipa la “hora” de Jesús; la “hora” de su glorificación definitiva que tendrá lugar en su Pascua, en su Muerte y Resurrección. 

Preanuncia, asimismo, el banquete del Reino de Dios, en el cual el “vino” es la salvación que viene de lo alto y que Dios ofrece generosamente. 

El milagro de Caná es signo de la Eucaristía, donde, por una admirable conversión, el vino se transforma en la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo. 

El milagro es, igualmente, imagen del amor esponsal de Dios, que ama a su pueblo y a la humanidad toda, como expresa bellamente el profeta Isaías. 

En el IV Evangelio, María es mencionada al principio y al final: en Caná y al pie de la Cruz; es decir, en los dos momentos de glorificación de Jesús: el primero y el último. 

La Virgen muestra su solicitud maternal; su atención a las necesidades del prójimo: “- No tienen vino”. El Evangelio deja constancia de la eficacia de su intercesión ante su Hijo. 

Los católicos veneramos a María. Y esta veneración singular se apoya en el plan redentor de Dios, que ha llamado a María, y ha contado con Ella, para que se realizara la salvación de los hombres. La Virgen es la Madre de Jesús, la Madre de Dios, y sabemos, como ya decía S. Ildefonso de Toledo, que “el honor dado a la Madre redunda a favor de su Hijo”. Esta certeza nos lleva a no ser cicateros en la expresión de amor y de veneración hacia Nuestra Señora. Además, como miembros de la Iglesia, sabemos que, “después de Cristo, Ella ocupa en la Iglesia el lugar más alto y a la vez más próximo a nosotros” (Lumen gentium, 54). 

Fuente: autorescatolicos.org