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Invitaron a Jesús a las bodas
Padre Raniero Cantalamessa OFMCap
Jn 2, 1-12
«El Evangelio del II
Domingo del Tiempo Ordinario es el episodio de las bodas de Caná.
¿Qué ha querido decirnos Jesús aceptando participar en una fiesta
nupcial? Sobre todo, de esta manera honró, de hecho, las bodas entre
el hombre y la mujer, recalcando, implícitamente, que es algo bello,
querido por el Creador y por Él bendecido. Pero quiso enseñarnos
también otra cosa. Con su venida, se realizaba en el mundo ese
desposorio místico entre Dios y la humanidad que había sido
prometido a través de los profetas, bajo el nombre de «nueva y
eterna alianza». En Caná, símbolo y realidad se encuentran: las
bodas humanas de dos jóvenes son la ocasión para hablarnos de otro
desposorio, aquél entre Cristo y la Iglesia que se cumplirá en «su
hora», en la cruz.
Si deseamos descubrir cómo deberían ser, según la Biblia, las
relaciones entre el hombre y la mujer en el matrimonio, debemos
mirar cómo son entre Cristo y la Iglesia. Intentemos hacerlo,
siguiendo el pensamiento de San Pablo sobre el tema, como está
expresado en Efesios, 5, 25-33. En el origen y centro de todo
matrimonio, siguiendo esta perspectiva, debe estar el amor:
«Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se
entregó a sí mismo por ella».
Esta afirmación –que el matrimonio se funda en el amor– parece hoy
darse por descontado. En cambio sólo desde hace poco más de un siglo
se llegó al reconocimiento de ello, y todavía no en todas partes.
Durante siglos y milenios, el matrimonio era una transacción entre
familias, un modo de proveer a la conservación del patrimonio o a la
mano de obra para el trabajo de los jefes, o una obligación social.
Los padres y las familias eran los protagonistas, no los esposos,
quienes frecuentemente se conocían sólo el día de la boda.
Jesús, sigue diciendo Pablo en el texto de los Efesios, se entregó
«a fin de presentarse a sí mismo su Iglesia resplandeciente, sin que
tenga mancha ni arruga ni cosa parecida». ¿Es posible, para un
marido humano, imitar, también en este aspecto, al esposo Cristo?
¿Puede quitar las arrugas a su propia esposa? ¡Claro que puede! Hay
arrugas producidas por el desamor, por haber sido dejados en
soledad. Quien se siente aún importante para el cónyuge no tiene
arrugas, o si las tiene son arrugas distintas, que acrecientan, no
disminuyen la belleza.
Y las esposas, ¿qué pueden aprender de su modelo, que es la Iglesia?
La Iglesia se embellece únicamente para su esposo, no por agradar a
otros. Está orgullosa y es entusiasta de su esposo Cristo y no se
cansa de tejerle alabanzas. Traducido al plano humano, esto recuerda
a las novias y a las esposas que su estima y admiración es algo
importantísimo para el novio o el marido.
A veces, para ellos es lo que más cuenta en el mundo. Sería grave
que les faltara recibir jamás una palabra de aprecio por su trabajo,
por su capacidad organizativa, por su valor, por la dedicación a la
familia; por lo que dice, si es un hombre político; por lo que
escribe, si es un escritor; por lo que crea, si es un artista. El
amor se alimenta de estima y muere sin ella.
Pero existe una cosa que el modelo divino recuerda sobre todo a los
esposos: la fidelidad. Dios es fiel, siempre, a pesar de todo. Hoy,
esto de la fidelidad se ha convertido en un discurso escabroso que
ya nadie se atreve a hacer. Sin embargo el factor principal del
desmembramiento de muchos matrimonios está precisamente aquí, en la
infidelidad. Hay quien lo niega, diciendo que el adulterio es el
efecto, no la causa, de las crisis matrimoniales. Se traiciona, en
otras palabras, porque no existe ya nada con el propio cónyuge.
A veces esto será incluso cierto; pero muy frecuentemente se trata
de un círculo vicioso. Se traiciona porque el matrimonio está
muerto, pero el matrimonio está muerto precisamente porque se ha
empezado a traicionar, tal vez en un primer tiempo sólo con el
corazón. Lo más odioso es que a menudo es el que traiciona quien
hace recaer en el otro la culpa de todo y se hace la víctima.
Pero volvamos al episodio del Evangelio, porque contiene una
esperanza para todos los matrimonios humanos, hasta los mejores.
Sucede en todo matrimonio lo que ocurrió en las bodas de Caná.
Comienza en el entusiasmo y en la alegría (de ello es símbolo el
vino); pero este entusiasmo inicial, como el vino en Caná, con el
paso del tempo se consume y llega a faltar. Entonces se hacen las
cosas ya no por amor y con alegría, sino por costumbre. Cae sobre la
familia, si no se presta atención, como una nube de monotonía y de
tedio. También de estos esposos se debe decir: «¡No les queda
vino!».
El relato del Evangelio indica a los cónyuges una vía para no caer
en esta situación o salir de ella si ya se está dentro: ¡invitar a
Jesús a las propias bodas! Si Él está presente, siempre se le puede
pedir que repita el milagro de Caná: transformar el agua en vino. El
agua del acostumbramiento, de la rutina, de la frialdad, en el vino
de un amor y de una alegría mejor que la inicial, como era el vino
multiplicado en Caná. «Invitar a Jesús a las propias bodas»
significa honrar el Evangelio en la propia casa, orar juntos,
acercarse a los sacramentos, tomar parte en la vida de la Iglesia.
No siempre los dos cónyuges están, en sentido religioso, en la misma
línea. Tal vez uno de los dos es creyente y el otro no, o al menos
no de la misma forma. En este caso, que invite a Jesús a las bodas
aquél de los dos que le conozca, y lo haga de manera –con su
gentileza, el respeto por el otro, el amor y la coherencia de vida-
que se convierta pronto en el amigo de ambos. ¡Un «amigo de
familia»!
Fuente:
fluvium.org
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