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La alegría de pensar en los demás
Padre Luis de Moya
Jn 2, 1-11
Vemos a María, a Jesús y a sus discípulos en
medio del mundo, participando en un acontecimiento familiar y social
festivo: se alegran los novios, se alegran las familias y hacen
disfrutar de su alegría a amigos y conocidos; entre ellos la familia
de Jesús. Nos resulta de lo más lógico que la vida con el Señor sea
alegre. La posesión del bien no produce tristeza sino alegría, y
Jesús es el mismo Bien. De ahí que una vida con Dios, por corriente
que sea, incluso con insatisfacciones, como sucede de ordinario de
vez en cuando, es una vida siempre feliz; debe serlo, si
verdaderamente es una vida con Dios.
Contemplando la escena de Caná que relata san Juan, observamos a la
Virgen que ha descubierto que faltará el vino. Lo notaría, quizá sin
querer, por alguna circunstancia que no conocemos. Pero sabiéndolo,
y haciéndose cargo del trastorno que supondría para los novios, no
permanece indiferente. A la Virgen le importan los demás. De alguna
manera, lo de cada uno es también cosa suya: se alegra por lo bueno
y lo alienta para mayor felicidad de sus hijos los hombres; mientras
que por lo malo, por lo negativo que nos hace daño, se apena como
Madre que sólo nos desea lo mejor. Confiemos, por tanto en María.
Pongamos a su cuidado y gobierno nuestras inquietudes, los planes
pequeños de cada día y, cómo no, las grandes empresas, que en
ocasiones promovemos con tanta ilusión como quizás con temor de no
triunfar.
Pero volvamos a Caná: no son obstáculo ni el ruido, ni la fiesta, ni
la mucha gente reunida, para pensar en los demás y agradar a Dios;
para desear prestar un servicio. Es necesario, eso sí, estar
dispuesto a olvidarse de uno mismo y desear de verdad que los otros
sean felices. Todo es tener a Dios en el alma y fomentar un coloquio
–quizá sin palabras– con Él, que lleve a amarle con obras en los
demás. Se necesita olvido de sí; que más que por un propósito
expreso de no pensar en uno mismo, se logra con el intento renovado
de fijarse en los que nos rodean, para captar lo que necesitan; pues
en ellos hay, además, una permanente ocasión de amar a Dios. Ha
querido Dios que seamos cauce de su amor en el mundo. María, pues,
al notar que faltaba el vino, supo descubrir una oportunidad de
agradar a Dios, mientras solucionaba el problema de unos recién
casados.
La actitud de la Virgen fue la que veremos en Jesús durante los años
de su vida pública. En ningún momento decide algo el Señor porque le
interese para sí. Nunca es su gusto el motor de sus decisiones. Son
la gente que le pide, o que sin pedirle está necesitada, como cuando
le siguen muchedumbres durante días y no tienen alimento; o cuando
se pone a enseñarles porque las ve maltratadas y abatidas como
ovejas que no tienen pastor. Así actuó también María, y cada uno
queremos imitar su solicitud por el prójimo, viendo, como Ella, en
cada oportunidad de ayudar a otro, una ocasión para amar a Dios.
En la vida de todos los días –de permanente relación con otros
hombres, semejantes a nosotros y, por tanto, con buenas cualidades
pero también con algunos defectos– encontramos casi siempre, junto a
momentos gratos, otros que nos resultan molestos o más trabajosos,
por los errores y defectos de los demás. ¡Que no sean nunca algo
sólo negativo! Pueden, de hecho, convertirse en espléndidas
ocasiones de superación personal, con las que además procuramos
ayudar. "Esto no es un problema, es un reto", me decía un amigo
optimista. Y es que, también humanamente, es más admirable resolver
dificultades, con la energía y el tesón precisos en cada caso, que
acogotarse por lo que cuesta o porque hay que contar con los otros y
tienen defectos.
La vida del Señor y la de su Madre fueron, por así decir, un
permanente reto ante la miseria humana y el pecado. La maldad de los
hombres es como un estímulo para el amor de Jesucristo y de la
Santísima Virgen, Madre nuestra, que les lleva a entregarse por la
humanidad, para sacarnos del triste destino al que nos llevarían
nuestros pecados. Enfrentarse con el mal, con lo que es defectuoso,
como es la falta de algo necesario: el vino en aquella boda, puede
parecer empresa ardua. Con frecuencia además, lo que hay que mejorar
depende de la libre voluntad e iniciativa del otro, no sólo de la
buena voluntad de quien ayuda. Intentemos, en todo caso, por nuestra
parte, agradar al Señor.
No tienen vino..., y luego: Haced lo que Él os diga. He aquí la
oración y el fundamento de su eficacia: confianza en el Señor, para
manifestarle con toda claridad y sencillez cómo están las cosas; y
más confianza, para llevar a cabo decididamente lo que sabemos que
es su voluntad. Es la Madre de Dios quien nos lo enseña, y los
sirvientes nos demuestran, siendo dóciles, que el poder de Dios
actúa por manos humanas. Aprendamos lo uno y lo otro.
Apoyándonos en el amor de nuestra Madre del Cielo, presentaremos
ante Ella confiados nuestras súplicas. Es Madre nuestra y Madre de
Dios. Y es verdadera Madre. Que necesariamente se desvive por sus
hijos pequeños con toda su fuerza: la que recibe sin cesar de su
Hijo Jesucristo.
Fuente:
fluvium.org
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