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Las bodas de Caná
Padre Sergio G. Román
Homilia
Jn 2,
1-11
¡Cómo se parece Jesús a nosotros!
La lectura del Evangelio que nos habla de las bodas en Caná de
Galilea nos deja siempre una sensación de agrado.
¡Jesús va a una boda!, exactamente como cuando nosotros vamos a una
boda o a unos quince años. Eso lo acerca a nosotros, nos hace ver
que es como nosotros porque así quiere ser.
Jesús tiene amigos que lo acompañan a la boda. ¿Un invitado convida
a cien? ¡Bueno, el que quiere ser amigo de Jesús sabe que Jesús
nunca anda sólo, siempre viene “en paquete”. Si lo amamos a Él,
tenemos que amar a sus amigos ¡y Él es amigo de todo el mundo!
A Jesús le gustan las bodas. Y no sólo por la ocasión de convivir
con los parientes y amigos, sino también porque el matrimonio fue
instituido por su Padre Dios desde la creación del hombre. Su
asistencia a la boda es ratificar y santificar la unión conyugal
hecha sacramento entre los cristianos.
Y Jesús tiene mamá, como todos nosotros. Y una mamá muy parecida a
la nuestra, que, aunque ya seamos grandes, sigue sintiéndose dueña y
señora de nuestras vidas. Las mamás piensan que sus hijos son
siempre suyos.
Jesús es de María, desde el anuncio del ángel (en su casita de
Nazaret) hasta hoy, que “está sentado a la derecha del Padre”.
Dejando volar la imaginación, que así se hacen los cuentos, podemos
imaginar a Jesús, cuando niño, ir a ver a su mamá y decirle “Mamá,
¿me das permiso de ir a jugar?”. Y ya sin el juego de la
imaginación, recordamos la estampa del Evangelio (Lc 2, 48), cuando
María regaña a Jesús de doce años que se ha perdido: “Hijo, ¿por qué
has hecho esto, no ves que tu padre y yo, angustiados, te
buscábamos?”.
¡Cómo nos parecemos nosotros a María!
Sí, ya sabemos que Jesús es el único intercesor ante el Padre, como
les encanta a nuestros hermanos separados recalcárnoslo cada vez que
mencionamos a la Virgen. Es tan sólo por los méritos de Jesús y por
el amor paternal de Dios que nos salvamos. Ningún humanos,
exceptuando a Jesús, tiene méritos propios. Ni la Virgen, ni los
santos.
Pero nosotros, los católicos, cuando hablamos de la intercesión de
la Virgen y de los santos, no hablamos necesariamente de méritos
iguales a los de Jesús, sino de méritos con Jesús. Unidos a Él lo
podemos todo, hasta darle valor de eternidad a nuestras pobres obras
temporales.
Además, nosotros damos a la Iglesia un valor muy especial: la
Iglesia es una familia con relaciones fraternas de cariño y de
servicio. Nos necesitamos unos a otros y nos salvamos juntos, como
pueblo.
Ya sabemos que no es la Virgen la que hace los milagros, atributo
exclusivo de Dios, ¡pero, qué bien se las arregla para conseguir
esos milagros de su Hijo! Y como ella, los santos, que no son más
que hijos buenos del padre Dios que los ama especialmente por haber
cumplido su voluntad.
A María no le decimos “dame”; a ella le decimos “ruega por nosotros”
y ni eso, ella, madre acomedida y preocupada por cada uno de los
hijos, se da cuenta que ya no tenemos vino y convence a Jesús que
nos convierta nuestra agua en vino, aunque todavía no sea su hora.
Es lógico, es mamá.
Pero no sólo ella tiene ese poder ante Dios, también los santos y
¡también nosotros! ¡Cómo nos parecemos a nuestra Madre!
Somos intercesores
Los cristianos, y aquí entran también los que nos dicen que Jesús es
el único intercesor, oramos unos por otros. También en las asambleas
de los hermanos separados oran por la paz del mundo, por la salud de
los enfermos, por la conversión de los alejados. Ellos son
intercesores ante Dios. ¿Por qué, entonces, negarle ese poder
intercesor a María y a los santos? ¿Nunca han oído hablar de la
comunión de los santos?
Con toda confianza, pues, sigamos rezándole a la Virgen y a los
santos para que ellos oren por nosotros. Dios los escuchará porque
han sabido amarlo.
Y nosotros también, pobres pecadores, oremos unos por otros.
Intercedamos ante Dios por las necesidades de nuestros hermanos.
Movamos el Cielo con nuestras oraciones, ya que Jesús mismo nos
enseñó cómo orar y nos dijo que nuestras peticiones siempre alcanzan
respuesta si pedimos en su nombre.
Vale, de manera especial, la oración encomendada a los niños,
“porque de ellos es el Reino de los cielos”.
Oremos, oremos siempre por nosotros mismos y por nuestros hermanos,
para que nos parezcamos al mismo Jesús y a su Madre, y a sus amigos
los bienaventurados que ya gozan del Reino.
Fuente:
Arquidiocesis Primada de Mexico
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