Su padre y su madre estaban admirados de las cosas que decían de él.

Padre Juan Alarcón Cámara, S.J.

 

Lc 2, 22-35
Cuando se cumplieron los días de la purificación, según la ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén para ofrecerlo al Señor, como está escrito en la ley del Señor: Todo varón primogénito será consagrado al Señor, y para ofrecer el sacrificio según lo ordenado en la ley del Señor: un par de tórtolas o dos pichones. 

Había entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, justo y piadoso, que esperaba la liberación de Israel: El Espíritu Santo estaba en él, y le había anunciado que no moriría sin ver al Mesías del Señor. 

Movido por el Espíritu fue al templo, y, al entrar los padres con el niño Jesús para cumplir lo establecido por la ley acerca de él, lo recibió en sus brazos y bendijo a Dios diciendo: 

"Ahora, Señor, puedes dejar morir en paz a tu siervo, porque tu promesa se ha cumplido: Mis propios ojos han visto al Salvador que has preparado ante todos los pueblos, luz para iluminar a las naciones y gloria de tu pueblo, Israel". 

Su padre y su madre estaban admirados de las cosas que decían de él. 

Simeón los bendijo, y dijo a María, su madre: "Este niño está destinado en Israel para que unos caigan y otros se levanten; será signo de contradicción para que sean descubiertos los pensamientos de todos; y a ti una espada te atravesará el corazón". 

Entre la inmensa muchedumbre que ha acudido al templo, Jesús fue inadvertido. Los sacerdotes, demasiado ocupados con los ritos que debera realizar, no advierten nada especial. María y José se confunden con la gener de tal manera que Dios puede acudir de incógnito a la cita. Pero un anciano y una anciana esperan discretamente en oración; esperan al Mesías, y esperan con la paciencia infinita de las personas ancianas, a las que nada puede desanimar. Por eso sus ojos medio cerrados reconocieron al Señor. Salieron a su encuentro.

Siempre que Cristo acude a un encuentro, a una cita con nosotros, lo hace sin estruendo. Hoy acude pequeñín, como un recién nacido. Mañana acudirá discreto, como un amigo que llama a la puerta. Al atardecer, men~ digará nuestra mirada, cuando lo expongan desnudo en una cruz. Y una vez resucitado, viene de nuevo, se aparece, pero nuestras manos no pueden retenerlo: apenas lo hemos reconocido, y ya ha desaparecido.

Simeón va al encuentro. Movido por el Espíritu, toma en sus brazos a Jesús. No todo es conforme a las normas, pues Simeón no es sacerdote del templo. Pero la religión ha de estar por encima de las normas ya hechas, y el anciano nos da ejemplo. Y es que el Hijo de Dios acude siempre a la cita para que cada cual le tienda los brazos y se funda estrechamente con él; para encontrarse con Dios hay que poner todo el corazón en ello. Y es, sin duda, por haber invitado Jesús a cada hombre a vivir su religión con el corazón, sin rerrútirse a otros, por lo que la irritada multitud pedirá un día su cabeza. Frente a Cristo, apenas hay más que dos actitudes posibles: o entro en el amor hasta morir por él (ése es el «mandamiento nuevo»), o rechazo el amor y pido la muerte de Cristo. Las citas con Cristo ponen siempre los corazones al descubierto, a plena luz.

Evidentemente, nuestra fe es una espada cortante que penetra hasta lo más profundo del corazón. Religión de Jesús, venido a hacer la voluntad del Padre. Religión de María, que medita estas cosas y emprende ya el camino del Calvario. Religión de Simeón, el creyente, que entona su «Nunc dimittis». El anciano lleva al niño en sus brazos, pero es el niño el que guía sus pasos. «Si quieres ser mi discípulo, déjalo todo», dice Jesús.