"Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron."

Padre Juan Alarcón Cámara, S.J.

 

Lc 11, 27-28

En aquel tiempo, mientras Jesús hablaba a las gentes, una mujer de entre el gentío levantó la voz, diciendo: "Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron." Pero él repuso: "Mejor, dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen." 

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Las bienaventuranzas eran una forma especial de felicitar a quienes recibían la gracia divina. Bienaventurados eran aquellos que habían alcanzado el favor de Dios y lo gozaban en el presente. Una entusiasta mujer del pueblo le dirige a Jesús una bienaventuranza, pues lo consideraba un personaje especial.

Alguna gente se entusiasmó con Jesús y lo felicitaron por su familia, por su procedencia, por la importancia que iba adquiriendo como maestro y profeta. Pero, Jesús sabía perfectamente lo engañoso que resulta el juego de las adulaciones: hoy te elogian, mañana piden tu cabeza. Por eso, le plantea a la mujer una manera diferente de verlo. Pues, él no estaba allí para dar brillo al nombre de su familia, sino para cumplir la voluntad de Dios.

La primera bienaventuranza estaba dirigida a ensalzar al pequeño grupo familiar, un pequeño resto que se salvaría por la acción del profeta. Jesús cambia esta perspectiva con otra bienaventuranza que fija un alcance universal a la salvación de Dios. La salvación ya no es de un grupo, un clan o una raza precisa. La salvación es patrimonio de todos aquellos que realizan el Reino de Dios entre los seres humanos.

De este modo, Jesús antepone la ética a la ascendencia familiar, religiosa o confesional. La bienaventuranza de Dios, su bendición y esperanza permanecen con aquel que practica su palabra. Entonces, la salvación no proviene de pertenecer a determinada familia ni a cierta confesión religiosa. La salvación viene de una actitud justa ante el prójimo y ante Dios.

Fuente: autorescatolicos.org