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Hágase
en mi según tu palabra
Padre
Pablo Largo Dominguez
El adviento es
como la contemplación de un cuadro. Después de una primera visión
de conjunto, podemos demorarnos en los distintos motivos que lo
componen. Un camino para esta contemplación consiste en ir desde
los personajes o motivos secundarios hasta lo fundamental. Así,
etapa a etapa, nos vamos acercando a su centro, a la figura a que
remiten las otras, la que más poderosamente convoca nuestra mirada
y sin la cual todas las demás quedan como huérfanas, suspendidas
en el aire y sin razón de ser.
El domingo pasado era Juan Bautista, el que ha recibido también el
nombre de precursor, quien se negaba a que nuestra atención se
centrara en él. Era como una pared en que rebotan todas las
preguntas para enderezar la mirada y el pensamiento hacia otro:
hacia alguien que estaba ya en medio del pueblo, pero que aún no se
había manifestado. Y hoy la mirada se posa en otra persona, la de
la madre, la que lo va a dar a luz. Ella es para nosotros el modelo
de la espera. Porque ¿quién puede esperar una criatura como la
espera su madre? Pero María no es para nosotros modelo de la espera
por la mera razón de que ésa (que nadie espera como una madre) sea
la ley común. Es que, además, María concentra en sí la esperanza
de su pueblo y con esta esperanza ofrece espacio a Jesús. Él vino
a los suyos, y los suyos no lo recibieron. Pero sí lo recibió
María, que era la representante del verdadero pueblo de Dios y de
los pobres de Yahwé que anhelaban la venida del Salvador.
Y es la gran figura de la espera porque antes ha sido la mujer del
sí. El relato de la anunciación nos la presenta como modelo de
consentimiento. Y prestemos atención: el encargo que recibe no es
una diligencia que se puede despachar en un breve instante. Si
alguien que está a mi lado me dice que le acerque una silla, o un
folio de papel, o cualquier otra cosa, yo puedo muy bien tener ese
detalle y complacerle en un instante. Y he cumplido. Sólo se me
pedía un favor momentáneo. Pero a María no se le dio un recado
para que lo hiciera en un soplo y pasara a otra cosa. No es lo mismo
un recado que una misión, no es lo mismo un pequeño encargo que
una vocación vitalicia. Porque eso es lo que se confía a María:
una misión de por vida. Ser madre no se acaba nunca.
El sí primero de María, de tanto bulto, de tanta trascendencia
para su vida y para la del hijo, deberá granarse y desgranarse en
tantos síes menudos, o en síes de notable peso dificultad. Con
gozo y con responsabilidad habrá de ir jalonando día a día su
maternidad. Ahora, llevándola adelante, en la fase última de la
gestación; y, más tarde, en lo que la vida reclame. Porque María
no conocía el guión de la vida de Jesús y de la propia como la
palma de la mano y como quien está al cabo de la calle. No sabe lo
que le reserva el futuro. Puede, sí, prever las preocupaciones
normales de la vida cotidiana de una familia, de un pueblo, de un
vecindario que compartía tantas cosas en aquellas aldeas de
Palestina. Pero la incertidumbre es su lote como el de tantas otras
mujeres y madres, como el de toda persona. Deja ese futuro en las
manos de Dios, y afronta cada presente con su llamada concreta y con
una respuesta que detalla el sí inicial, germinal, decisivo dado en
el momento en que acepta la vocación recibida.
Ella es para nosotros un modelo de escucha, de docilidad, de entrega
sin reservas, de coherencia en las distintas circunstancias, en el
gozo y en la preocupación, en el descanso y en los afanes, en la
reflexión y en la acción, en lo bueno y en lo malo. Que ella sea
también en las próximas navidades la que nos estimule a apostar
por la vida, a sumar y multiplicar vida en lugar de restarla o
dividirla, a contemplar el misterio del nacimiento de Jesús. El
Papa Juan Pablo II ha dicho: "Cuando María concibió a Jesús,
lo contempló con los ojos del corazón; cuando lo dio a luz, sus
ojos de carne se posaron con ternura sobre él". También
nosotros, contemplando quizá el belén o el "misterio",
podremos abrir los ojos del corazón para meditar sobre la Natividad
del Señor.
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