Como los niños. Lc 1, 26-38

Antonio García Moreno


1.- "Yo te saqué de los apriscos, de andar entre las ovejas, para que fueras jefe de mi pueblo Israel..." (2 S 7, 8) David no era más que un muchacho, el menor de sus hermanos, el zagal que acompañaba a los pastores de los rebaños de su padre. Cuando Samuel recibió la orden de ungir a un nuevo rey, no se pudo imaginar que el elegido sería aquel imberbe, cuya única arma era una honda. El Señor quiso demostrar una vez más que él no mira a las apariencias sino al corazón, al interior del hombre. Por otra parte, con esa elección inesperada nos enseña que en definitiva es él quien vence y triunfa por medio de su elegido, mero instrumento en sus divinas manos.

Por eso Natán, después de muchos años, le recuerda al rey David lo humilde de sus orígenes y que es a Dios a quien debía su poder. Con ello previene al rey de Israel contra el orgullo y la soberbia, le exhorta a no presumir de nada, pues todo lo que tiene lo ha recibido del Señor... Una lección importante que cada uno de nosotros hemos de aprender y practicar. Porque en muchas ocasiones el éxito se nos sube a la cabeza y nos llenamos de vanidad. Presumimos como si el mérito fuera exclusivamente nuestro y, lo que es peor, despreciamos a los demás considerándonos superiores a ellos, olvidando que si Dios nos abandonara estaríamos más bajo que cualquier otro.

"Tu casa y tu reino durarán por siempre en mi presencia..." (2 S 7, 16) David, como todos los reyes de la tierra, sabía que a su muerte el trono que ocupaba podría ser ocupado por cualquiera. Él vio como la dinastía de Saúl desapareció al morir éste. Lo mismo podría ocurrir, tarde o temprano, con su reinado. Pero Dios le había mirado con una predilección particular. Del linaje David, por designio divino, habría de nacer el Rey de Israel por antonomasia, el Ungido de Yahvé, el Mesías, el Redentor y Salvador del mundo.

Estas palabras, con la promesa de la supervivencia de su dinastía, resuenan en el mensaje del arcángel san Gabriel. En efecto, en su embajada a Santa María le anuncia que de sus entrañas nacerá el Hijo del Altísimo, el cual se sentará sobre el trono de su padre David y su reinado durará por siempre. Con ello se cumplen en Jesús las promesas, en él se realiza la más preciosa esperanza de Israel, el anhelo más íntimo y recóndito de los hombres, la salvación de la Humanidad. Al releer estas palabras, la Iglesia se hace caja de resonancia del mensaje divino y nos anuncia la más alegre esperanza: la llegada del Mesías que viene hasta nosotros para culminar nuestra redención.

2.- "Cantaré eternamente las misericordias del Señor..." (Sal 88, 2) A veces tenemos el corazón tan contento que nos pondríamos a cantar sin más. Y esto es lo que el salmista hace bajo la luz del Espíritu Santo: romper a cantar. Ha intuido de tal modo la misericordia infinita del Señor, que se siente pletórico de gozo y de felicidad. Ese amor divino le da tema para una eterna canción, es motivo y causa de una alegría sin fin.

Anunciaré a todos tu fidelidad, dice a continuación el salmo interleccional de hoy. Tu misericordia, Señor, es como un edificio eterno, está más firme que los cielos, jamás se vendrá abajo, nunca se derrumbará... Y ante nuestras miserias de siempre está la capacidad infinita de perdón que Dios tiene. Basta con que le digamos, humildes y arrepentidos, perdóname, Dios mío, para que él nos perdone. Pedir perdón y ser perdonados, es todo una sola cosa. Por otro lado, pedir perdón es manifestar el dolor de haber ofendido al Señor y desear acudir cuanto antes al sacramento de la Penitencia.

"Te fundaré un linaje perpetuo, edificaré tu trono por todas las edades" (Sal 88, 2) Son las palabras de la promesa hecha a David, según la cual llegaría el momento en que un descendiente suyo se sentaría para siempre en su trono, tendría un reinado sin fin. Se le anunciaba a él y a todo el pueblo que el Rey prometido no moriría jamás, y que su soberanía se extendería por todo el universo y por toda la eternidad.

En Jesús de Nazaret se cumple la promesa. Él es el Mesías prometido. Él es el anunciado por los profetas durante siglos y siglos. Él es el deseado de su pueblo, el esperado por todos. Ante su llegada el orbe entero tiembla de gozo, todo vibra de emoción, todo se llena de luz.

También nosotros hemos de avivar en nuestro interior el deseo de su venida, el anhelo de su llegada, la emoción de su cercanía. Y prepararnos íntimamente mediante una auténtica conversión, una purificación honda a través de una buena confesión. Pedir perdón al Señor de nuestras faltas y pecados. Recuerda que sólo los que tengan el traje nupcial, los que vivan en gracia, podrán entrar en el banquete del Rey que ya llega.

3.- "Revelación del misterio mantenido en secreto durante siglos eternos y manifestado ahora..." (Rm 16, 25) Al principio de la Historia, cuando la vida de los hombres apenas si comenzaba sobre la tierra, cuando Adán se rebeló contra los planes de Dios, entonces ya se habló del Misterio de la Salvación: Un descendiente de la mujer nacería sobre la tierra y con fortaleza sobrehumana vencería al temible enemigo de todos los tiempos, la serpiente maligna que sedujo a la desdichada Eva.

Después, el recuerdo de esa promesa seguiría sonando en el mensaje esperanzado de los profetas. En el horizonte de todos los paisajes humanos brillaría siempre, a veces velada por la niebla del pecado, la luz del que había de venir para salvar a todos los hombres. Pero antes muchos siglos de espera, muchos anhelos de que llegara.

Una noche cualquiera, cuando los hombres dormían su primer sueño, cuando el silencio era más hondo, el cielo se abrió y la luz divina llenó con su esplendor el rincón escondido de una gruta de Belén. Había venido el Esperado, había llegado el Rey, había nacido el Salvador. El Misterio se había revelado. De improviso la noche había roto su silencio y las tinieblas habían sido invadidas por la más intensa y fuerte luz. Dios mismo, un niño de pecho, había nacido de una joven Virgen.

"Al Dios, único Sabio, por Jesucristo, la gloria por los siglos de los siglos. Amén" (Rm 16, 27) Cuenta el Evangelio, con la firmeza de un relato verídico y con la sencillez de una narración infantil, que la noche estrellada se llenó de ángeles que cantaban. Toda la creación vibró de emoción ante su nacimiento. El himno más bello que jamás el orbe haya cantado, resonó en el silencio maravilloso de aquella noche inolvidable.

La Madre, Santa María, callada, adoraba transida de temor y de gozo a ese su Niño pequeño que era Dios mismo, humillado y escondido por salvar a los hombres. José de Nazaret, aquel hombre sencillo y bueno, aquel hombre justo, miraba arrobado la grandeza sublime y serena del momento más importante de la Historia.

Luego serían los pastores. Ellos también rompieron el silencio de la noche con sus villancicos de escarcha y romero. Y es que los sencillos, los de alma llana, los humildes de corazón, los pobres de espíritu, sólo ellos pudieron participar de la revelación gozosa del Misterio... También nosotros queremos cantar, como los niños, las alegres coplas de la Navidad.

4.- "A los seis meses, el ángel Gabriel fue enviado por Dios. " (Lc 1, 26) Los hebreos habían imaginado de muchas formas la llegada del Mesías. Algunos pensaron que llegaría de modo apoteósico, descendiendo desde lo alto hasta el atrio del Templo, ante la expectación y el asombro de todo el pueblo allí reunido. Nadie había imaginado que su venida ocurriría en el silencio y en el anonimato. Mucho menos pudieron pensar que nacería de una joven y humilde virgen de Nazaret.

Toda la grandeza y el esplendor de la Encarnación permanecieron velados en el seno inmaculado de María. Desde que ella dijo que sí a la embajada de San Gabriel, el Verbo se hizo carne y comenzó a habitar entre nosotros, para gozo y esperanza de la Humanidad. Fue uno de los momentos cruciales de la Historia, un hecho que constituye una verdad fundamental de nuestra fe.

El nuevo Pueblo de Dios, la gente sencilla y buena ha comprendido la trascendencia de ese momento y lo ha plasmado en una devoción multisecular, que aún hoy sigue vigente entre nosotros: el rezo del Ángelus. Un breve alto en el camino de cada jornada, para recordar y agradecer vivamente que el Hijo de Dios se haya hecho hombre y esté cerca de todos nosotros.

La Virgen se llenó de temor al oír el saludo del arcángel, no comprendía, tanta era su humildad, que la hubiera llamado la llena-de-gracia y bendita, además, entre todas las mujeres, la más agraciada. Pero el mensajero de Dios la tranquiliza y le explica que ha sido elegida para ser madre, sin dejar de ser virgen, del Hijo del Altísimo, al que pondrá por nombre Jesús, que quiere decir Salvador.

Silencio de Nazaret que preludia la noche de Belén. Sencillez y escondimiento de la actuación divina que ha de frenar nuestras ansias de aparentar y de lucir. María y José, dos almas gemelas en la humildad y en la docilidad a los planes de Dios, son los primeros que recibieron la magnífica noticia. Luego serán los pastores de los campos belemnitas. Después los magos de Oriente que seguían con abnegación y tenacidad el rastro de una estrella. Más tarde Simeón y Ana, dos ancianos que son como niños, según diría Jesús de los que entrarán en el Reino.

La Navidad es tiempo propicio para crecer en sencillez y humildad, para hacernos pequeños y dignos del agrado de Dios. Son días de recuerdos y de dulces nostalgias, días para sentirse mejores, más cerca los unos de los otros. Días de paz para nuestro agitado mundo, paz del Cielo para los hombres de la tierra. “¡Oh Rey de las naciones y deseado de los pueblos, piedra angular de la Iglesia, que haces de dos pueblos uno solo, ven y salva al hombre al que formaste del barro de la tierra!”