Vida breve de San Antonio María
Claret
Por
Agustín Cabré Rufatt, cmf.
Un obispo misionero en la evangelización de América
El
arzobispo Claret no es un hombre de muchos años sobre las
espaldas, pero sí lleva sobre ellas el peso de muchos trabajos;
trabajos duros y también persecuciones a causa del Evangelio.
Sin
embargo, como san Pablo en la etapa final de su camino, mantenía
en alto su ilusión misionera como una bandera de lucha. “Pronto
estoy a seguir predicando en nombre del Señor Jesús”, había
respondido Pablo al profeta Agabo que le anunciaba más cárceles
y martirios.
“Si
no fuera por mi salud quebrada, porque estoy viejo ya que cumpliré
pronto 62 años, yo volaría hacia América, que es una viña
joven que producirá mucho fruto”, escribía Claret, desde Roma,
donde asistía al Concilio Vaticano I, en carta al superior
general de su congregación misionera.
La nostalgia de
América
América. El arzobispo no podía olvidar la tierra americana. En
ella no solamente había sembrado la semilla de la Palabra de
Dios, ayudado a levantar de la postración a los débiles y a los
marginados, y purificado la misma comunidad eclesial de la Isla,
sino que había dejado allí el testimonio rojo de su propia
sangre. Y este segundo bautismo lo había consagrado tanto como el
primero, el que recibiera bajo el signo del agua y el óleo, al día
siguiente de nacer, en las navidades de 1807.
Ahora,
a los 62 años y a a pesar de sus achaques, se había alzado en
una de las sesiones del Concilio y había dado su testimonio: “¡Traigo
en mi cuerpo, como se puede ver en mi rostro y en mi brazo, las
heridas y las cicatrices de Nuestro Señor Jesucristo!”
Pero,
más que marcarle el rostro con una cuchilla asesina, América le
había marcado el alma al arzobispo: toda su extensa geografía,
sus pueblos, sus paisajes, su gente, sus problemas, seguían
despertando en su espíritu las ansias apostólicas que siempre
habían orientado su vida. Siete años de experiencia americana,
en las arenas tropicales y las palmeras de Cuba, en donde había
sido un obispo misionero, habían sido la corona de su ministerio
entendido como servicio evangelizador que buscaba la gloria de
Dios a través de la predicación incansable procurando la salvación
integral de las gentes. Integral: es decir, el rescate de su
condición de hija de Dios y la liberación de las opresiones que
le quitaban esa dignidad, aquí en la tierra.
“Mi
espíritu es para todo el mundo”
Desde
el comienzo el mundo, su mundo, le quedaba estrecho a Claret.
Siempre entendió su vocación como un servicio universal y, por
eso, siempre le estorbaban los límites, ya fueran los de un
pueblo, de un oficio, de una parroquia, de un obispado, de un país,
de un continente entero.
“Mi
espíritu es para todo el mundo”, había escrito en respuesta al
Nuncio papal cuando éste le comunicó que estaba elegido como
arzobispo de Santiago de Cuba.
Renunció,
entonces. Pero tuvo que obedecer y no pudo quitarse de encima esa
responsabilidad de pastor que el Papa Pío IX le encomendaba; pero
convirtió su servicio episcopal en una continuada misión
evangelizadora que le hizo recorrer la isla de Cuba repetidas
veces en todas direcciones. Así fue predicando el Reino de Dios,
fortaleciendo a las comunidades humanas y cristianas, denunciando
el abuso de los poderosos, defendiendo a las clases desposeídas,
promoviendo la vida cristiana en las familias, fundando
organizaciones de toda índole, reformando el seminario y la vida
del clero.
La
situación que le tocó vivir en Cuba era delicada. El país era
colonia del rey de España y los nativos padecían las
consecuencias de todo pueblo sometido. La clase trabajadora se
mantenía en una pobreza apática y pasiva; la clase dominadora se
había vuelto egoista e insensible. Las leyes no favorecían el
entendimiento social y estaba prohibido hasta el matrimonio entre
blancos y negras o mulatas.
Claret
no se contentó con denunciar desde el púlpito o los escritos las
situaciones de agobio para el pueblo. Su creatividad apostólica
le hacía buscar medios e inventar soluciones que, en su realidad
y su tiempo, rompían los moldes: así junto con predicar el
Evangelio, escribía libros para popularizar métodos modernos de
agricultura, organizó una “granja-modelo” con el mismo fin,
creó cajas de ahorro popular y las estableció en todas las
parroquias, puso en funcionamiento escuelas y talleres de
aprendizaje, especialmente en las cárceles, favoreció las artes.
Un
nombre a contrapelo
Cuando
todo el mundo se llamaba “Juan Antonio”, a Claret lo habían
llevado a la pila del bautismo y le habían puesto “Antonio
Juan”. Así, como a contrapelo de lo que se consideraba común.
Y fue su marca para toda la vida: salirse de los esquemas
repetidos, buscar nuevas respuestas, poseer un corazón inquieto.
Había
nacido en Sallent, pueblo de Cataluña, en el seno de una familia
cristiana, trabajadora y numerosa. Fue el quinto de once hijos que
Juan Claret y Josefa Clará le dieron a la vida. Su padre era un
pequeño empresario textil. De labios de su madre aprendió las
primeras oraciones, y del ejemplo de los dos empezó a apreciar la
honestidad, la responsabilidad y la piedad.
De
niño había soñado que cuando mayor sería vendedor de golosinas
(¿qué niño en el mundo no lo ha soñado?), maestro, cura,
tejedor. Sí, tejedor en grandes telares.
Muy
joven Antonio Juan se puso a trabajar en los telares de la
familia. Resultó hábil y capaz. A los 17 años sus padres lo
enviaron a la gran ciudad de Barcelona para perfeccionar estudios
en el arte de los tejidos, sus tramas y sus dibujos.
La
ciudad y la juventud lo distrajeron un tanto de su piedad
cristiana campesina, pero no le hizo olvidar los verdaderos
valores. Un día, a los 21 años, se detuvo un momento en el
camino y le pasó revista a su vida para hacer el recuento
necesario: ¿quién era? ¿qué futuro anhelaba? Pensaba en una fábrica
propia, una mujer que lo amase, una vida estable y un futuro
apacible. ¿Qué más podía pedirle a la vida en esos tiempos
confusos de su patria? Porque la nación estaba en una especie de
guerra civil, entre los partidarios de dos pretendientes al trono:
Isabel II, por una parte, y Carlos de Borbón, por otra.
Pero
Antonio Juan tenía su propia guerra; había algo en su corazón
que no lo dejaba tranquilo. Quizá fueran esos sentimientos
religiosos que había vivido en su hogar y que se le habían
anidado en el fondo del pecho como esperando una oportunidad.
La
búsqueda del camino cierto
Dios,
que dice cosas a través de los acontecimientos en el libro
sagrado de la vida, le empezó a hablar al oído y al corazón. Un
día fue estafado por uno que se decía su amigo, con el que había
hecho alianza para jugar juegos de azar; ¿entonces el dinero no
da la seguridad en la vida? En otra ocasión fue acosado por la
esposa infiel de otro amigo de su mismo pueblo; ¿el “amor
eterno” de los enamorados tampoco da absoluta seguridad? Otra
vez se salvó por milagro de morir ahogado en el mar en un paseo a
la playa; ¿la misma vida no se puede asegurar plenamente?
Y
detrás de estas experiencias, empezó a recordar unas palabras
que alguna vez había oído o leído, cuando participaba en una
misa en un templo de Barcelona: ¿de qué le sirve a un hombre
ganar el mundo entero si al final se pierde?
Claret
dio vuelta su historia. A los 21 años ingresó al seminario de la
ciudad de Vic para ser cura de la Iglesia. Seis años después, el
13 de junio de 1834, el obispo de Solsona, don Juan José Tejada,
lo consagra presbítero. Su primer trabajo es el cuidado de su
parroquia natal: Sallent.
La
vocación misionera
Entregado
de lleno a su tarea de cura de Sallent, poco a poco su mente y su
corazón empezaron a descubrir horizontes más amplios: la misión
de la Iglesia es anunciar el reino de Dios a todo el mundo. Guiado
por esa idea, en 1839, poco antes de cumplir 32 años, renunció a
la parroquia y se embarcó para Roma: quería ofrecerse al Papa
para que lo enviara a lugares lejanos y difíciles. Diversas
dificultades le impidieron cumplir su sueño al llegar a Roma.
Pero allí mismo descubre otra posibilidad para su corazón
inquieto: dos meses después de llegar a la Ciudad eterna, ingresa
al noviciado de los jesuitas.
Pero
Dios le tenía preparados otros caminos. Una enfermedad rebelde a
todo tratamiento que le impedía caminar, lo obligó a dejar el
noviciado y volver, a mediados de 1840, a Cataluña. Allí le
dieron otra parroquia, en el pueblo de Viladrau. Y la parroquia le
volvió a quedar estrecha.
Conversó
con su obispo, y en 1841, a los 34 años de edad, renunciaba de
nuevo a ser párroco para convertirse en “misionero apostólico”:
iría como predicador de pueblo en pueblo, allí donde el obispo
lo enviase. Así comenzó a recorrer toda Cataluña, abriendo cada
vez más el círculo de sus actuaciones y ganándose el renombre
de misionero infatigable.
Al
mismo tiempo se dedicaba a escribir. “El libro es un magnífico
predicador- decía- porque siempre está presente y nunca se cansa
de repetir las verdades”.
Un
estilo renovador
Dentro
de los modelos de predicadores de su tiempo, Claret fue un hombre
distinto. No aterrorizaba con su palabra; al contrario, consolaba
e invitaba a la conversión de vida. Jaime Balmes, el filósofo
que fue su compañero de estudios en el seminario, dejó anotado
este testimonio: “El padre Claret, en su predicación, jamás
emprende en contra de teatros, ni de herejías, ni de filosofías
impías. Siempre supone la fe en la gente. Su lema es “suavidad
en todo” y siempre fundamenta su palabra en la Biblia y en la
historia de la Iglesia”.
Una
de las características de Claret como misionero era su
sensibilidad para captar el alma popular, su capacidad de entrar
en sintonía con el pueblo. Predicando en toda ocasión favorable,
dando siempre el testimonio de ir a pie por los caminos, amando la
vida pobre y sencilla, organizando asociaciones, escribiendo y
editando prensa popular, olvidándose de sí mismo para ir en
auxilio de los necesitados, Claret se fue labrando un nombre con
letras de oro en la iglesia española de su tiempo.
Pero
hasta su patria catalana le quedaba estrecha. Invitado por el
obispo de Canarias, partió en 1848 a esas islas para desarrollar
un amplio programa de misiones. Un año y medio después volvía a
Cataluña con una decisión tomada: no quería seguir solo en su
tarea misionera. Invitaría a otros curas que tuvieran su mismo
espíritu para hacer entre varios lo que él solo ya no podía
hacer por exceso de trabajo apostólico.
Los
años de la plenitud pastoral
El
16 de julio de 1849, en una pequeña habitación del seminario de
Vic, el P. Antonio Juan Claret se reunió con otros cinco curas
que tenían su mismo espíritu misionero: “hoy comenzamos una
gran obra”, les dijo. Ellos eran José Xifré, Jaime Clotet,
Domingo Fábregas, Esteban Sala y Manuel Vilaró.
Así
comenzó la congregación de Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón
de María.
Quince
días le duró al grupo la presencia del padre fundador: a
comienzos de agosto de ese año, el Nuncio papal le avisaba a
Claret que debía dejar Cataluña, las misiones, la congregación
recién fundada, su patria misma, porque había sido nombrado
arzobispo de Santiago de Cuba. Allá, al otro lado del mar.
Al
momento de ser consagrado obispo, añadió a su nombre el de María.
Porque ella era su madre, su formadora, su todo, después de Jesús.
Ya
hemos dicho al comienzo de esta historia la labor desarrollada por
Claret en la Isla. Se convirtió en un obispo misionero. Entre
1850 y 1857 recorrió siete veces su obispado, dio duras batallas
contra el abuso de los poderosos para con el pueblo sencillo,
purificó esa iglesia local de sus rutinas devolviéndole la
amable belleza que los pecados de sus mismos hijos le habían
quitado, se jugó entero por la unidad de las familias. Allí fundó
la congregación de Monjas de la Inmaculada Concepción para la
enseñanza de las niñas humildes.
Allí
también empezó a probar las amarguras de la persecución por
parte de aquellos que no podían tolerar que les quitaran sus
prebendas o les enrostraran sus abusos. Pronto, una serie de
amenazas y hasta atentados contra su vida le advirtieron al
arzobispo que se había metido en un terreno peligroso.
Hasta
que los enemigos decidieron terminar con él. Encontraron la mano
y la cuchilla de un asesino que lo esperó, una noche, a la salida
del templo donde predicaba.
Entre
los que se acercaron para saludarlo, el asesino tendió la mano y
descargó contra el arzobispo el navajazo brutal que le partió la
cara desde la barbilla hasta la oreja izquierda. Claret cayó
hacia atrás con el rostro bañado en sangre.
Cuando
volvió en sí, supo que el hombre era uno que él mismo había
sacado de la cárcel. Volvió a pedir perdón por él.
Madrid,
capital del Reino
En
1857, Claret fue llamado a Madrid para ser el consejero espiritual
de la reina Isabel II. ¿El arzobispo misionero metido en un
palacio real? Pues, sí. Obedeciendo una orden que le causaba náuseas,
se mantuvo en esa responsabilidad por once años, hasta que la
revolución de septiembre de 1868, hizo salir al destierro a la
reina Isabel II, a su familia, a sus ministros y a su consejero
espiritual.
La
estadía en Madrid, la aprovechó Antonio María Claret para
iniciar la reforma del palacio de El Escorial, del que fue
nombrado encargado, convirtiendo ese monumento de piedra en un
enjambre de abejas: instaló escuelas, organizó cofradías, formó
grupos misioneros.
Cuando
la reina salía en viajes de visita por toda España, el arzobispo
la acompañaba y aprovechaba para predicar mañana, tarde y noche,
en cuanta comunidad encontraba a su paso. Siguió escribiendo
libros populares de formación cristiana, organizó a los artistas
e intelectuales en la Academia de San Miguel, propagó la devoción
mariana del Rosario, animó a sus misioneros del Corazón de María.
Y continuó recibiendo los ataques furibundos de los que hacían
campaña de injurias y calumnias contra su persona. Los enemigos
del nombre cristiano se la tenían jurada.
Los
insultos de bobalicón, ignorante, glotón, complotador, se repetían
en periódicos, volantes, discursos y chistes caseros. La estrofa
de un canto picaresco conocido como “Ay, mamá, qué noche
aquella”, lo tenía de personaje central junto con la reina;
unos versos populares empezaban con esta frase: “Miradlo, por la
pinta es Sancho Panza...”; el mismo poeta Gustavo Adolfo Bécker
y su hermano, se lucían dibujando naipes obscenos que circulaban
en todos los bares presentando al arzobispo como un fauno enano, más
lujurioso que un conejo.
El
secreto
¿Cual
era el secreto que animaba su actividad apostólica, le hacía
sufrir en silencio las calumnias y le daba paz interior? El mismo
Claret lo descubre en su Autobiografía, escrita a petición del
superior general de su congregación de misioneros.
Claret
que era eminentemente un hombre de acción, era, al mismo tiempo,
hombre de profunda oración. Su devoción a la eucaristía le hacía
entrar en un santuario que era su propio interior, y allí se
dejaba querer por Dios. Su cariño a la Virgen María le hacía
sentirse hijo de su corazón y la consideraba una aliada en la
lucha por los valores del reino de Dios. Su dedicación al estudio
y reflexión de la Biblia le abría dilatados campos de riqueza
espiritual en donde encontraba tesoros que repartía después en
su predicación al pueblo.
Por
eso, cuando los misioneros le pidieron unas palabras, Claret esbozó
una definición en la que todos vieron su mismo retrato:
“Un
hijo del Corazón de María es un hombre que arde en caridad y que
abrasa por donde pasa. Nada le causa temor: abraza los
sacrificios, se complace en las calumnias y se alegra hasta en los
tormentos. No piensa sino cómo seguirá e imitará a
Jesucristo...buscando siempre la salvación de sus hermanos”.
Los
dos años finales
En
1868 triunfó la revolución en España y Claret salió al
destierro. Poco después el papa Pío IX convocó a todos los
obispos del mundo al Concilio vaticano I y el arzobispo se dirigió
a Roma dispuesto a defender la causa del Papa con todas las
fuerzas que le quedaban en el corazón tras una vida tan
trabajada.
Suspendido
el Concilio en 1870, Claret buscó refugio en el sur de Francia,
entre sus hijos los misioneros que también habían tenido que
salir de España huyendo de la revolución. Pero la mano del odio
lo seguía a todas partes. Sabiendo que el gobierno español había
pedido una orden de arresto para él por considerarlo un peligro público,
el cansado arzobispo pidió un día, como en sus años jóvenes,
una sotana negra, un bastón, la alforja del misionero, y salió
camino de las montañas hasta encontrar un hogar en un viejo
monasterio de la localidad de Frontfroide.
Allí,
el 24 de octubre de 1870, Antonio María Claret, apóstol de dos
continentes y luchador incansable de la causa de Dios y de los
hombres, entregó su vida en manos del Creador.
Sobre
su tumba, los monjes del monasterio grabaron estas palabras: “He
amado la justicia y aborrecido la iniquidad; por eso muero en el
destierro”.
Ochenta
años más tarde, el 7 de mayo de 1950, el papa Pío XII lo
proclamaba “santo” de la Iglesia. Es decir, cristiano
ejemplar, que fue consecuente con su dignidad de hijo de Dios, y
supo para qué había vivido.
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