Madre de la Gracia

Homilía

 

(Homilía sobre la zona de Santa María) 1

Oh Tú, completamente casta, totalmente buena y 
misericordiosísima Señora, consuelo de los cristianos, el más seguro refugio de los pecadores, el más ardiente alivio de los afligidos: no nos dejes como huérfanos privados de tu socorro. 
¿En quién nos ampararemos si somos abandonados lejos de ti? 
¿Qué sería de nosotros, Santa Madre de Dios, que eres aliento y espíritu de los cristianos? Así como la respiración es señal cierta de que nuestro cuerpo posee la vida, así también tu santísimo nombre, incesantemente pronunciado por la boca de tus siervos en todo tiempo y lugar, es no sólo signo, sino causa de vida, de alegría y de auxilio para nosotros. Protégenos bajo las alas de tu bondad, auxílianos con tu intercesión, alcánzanos la vida eterna, Tú que eres la Esperanza de los cristianos, esperanza nunca frustrada. Nosotros somos pobres en las obras y en los modos divinos de actuar; pero, al contemplar las riquezas de benignidad que Tú nos muestras, podemos decir: la misericordia del Señor llena toda la tierra (Sal 32, 5). 

Estando lejos de Dios por la muchedumbre de nuestros pecados, por medio de ti le hemos buscado; y, al encontrarle, hemos sido salvados. Poderoso es tu auxilio para alcanzar la salvación, oh Madre de Dios; tan grande que no hay necesidad de otro intercesor cerca del Señor. A ti acude ahora tu pueblo, tu herencia, tu grey, que se honra con el nombre de cristiano, porque conocemos y tenemos experiencia de que recurriendo insistentemente a ti en los peligros, recibimos abundante respuesta 
a nuestras peticiones. Tu munificencia, en efecto, no tiene límites; tu socorro es inagotable; no tienen número tus dones. 

Nadie se salva, oh Santísima, si no es por medio de ti. Nadie sino por ti se libra del mal, oh Inmaculada. Nadie recibe los dones divinos, oh Purísima, si no es por tu mediación. A nadie sino por ti, oh Soberana, se le concede el don de la misericordia y de la gracia. Por eso, ¿quién no te predicará bienaventurada?, ¿quién no te ensalzará?, ¿quién no te engrandecerá con todas las fuerzas de su alma, aunque nunca sea capaz de hacerlo como te 
mereces? Te alaban todas las generaciones porque eres gloriosa y bienaventurada, porque has recibido de tu divino Hijo maravillas sin cuento y admirables. 

¿Quién, después de tu Hijo, se interesa como Tú por el género humano? ¿Quién como Tú nos protege sin cesar en nuestras tribulaciones? ¿Quién nos libra con tanta presteza de las tentaciones que nos asaltan? ¿Quién se esfuerza tanto como Tú 
en suplicar por los pecadores? ¿Quién toma su defensa para excusarlos en los casos desesperados? 

En virtud de la cercanía y del poder que por tu maternidad has conseguido de tu Hijo, aunque seamos condenados por nuestros crímenes y no osemos ya mirar hacia las alturas del cielo, Tú nos 
salvas—con tus súplicas e intercesiones—de los suplicios eternos. 
Por esta razón, el afligido se refugia en ti, el que ha sufrido la injusticia acude a ti, el que está lleno de males invoca tu asistencia. 
Todo lo tuyo, Madre de Dios, es maravilloso, todo es más grande, todo sobrepasa nuestra razón y nuestro poder. 

También tu protección está por encima de toda inteligencia. Con tu parto has reconciliado a quienes habían sido rechazados, has hecho hijos y herederos a quienes habían sido puestos en fuga y 
considerados como enemigos. Tú, diariamente, extendiendo tu mano auxiliadora, sacas de las olas a quienes han caído en el abismo de sus pecados. La sola invocación de tu nombre ahuyenta y rechaza al malvado enemigo de tus siervos, y guarda a éstos seguros e incólumes. Libras de toda necesidad y tentación a los que te invocan, previniéndoles a tiempo contra ellas. 

Por esto acudimos diligentemente a tu templo. Cuando estamos en él, parece como si nos encontrásemos en el mismo Cielo. Cuando te alabamos, tenemos la impresión de estar cantando a coro con los ángeles. ¿Qué linaje de hombres, aparte de los cristianos, ha alcanzado tal gloria, tal defensa, tal patrocinio? 
¿Quién no se llena inmediatamente de alegría, tras levantar confiadamente los ojos para venerar tu cinturón sagrado? ¿Quién se fue con las manos vacías, sin conseguir lo que imploraba, después de haberse arrodillado fervorosamente ante ti? ¿Quién, contemplando tu imagen, no se olvidó inmediatamente de sus penas? Es imposible expresar con palabras la alegría y el gozo de 
los que se reúnen en tu templo, donde quisiste que venerásemos tu cinturón precioso y las fajas de tu Hijo y Dios nuestro, cuya colocación en esta iglesia celebramos hoy. 

¡Oh urna de la que bebemos el maná del refrigerio quienes experimentamos el ardor de los males! ¡Oh mesa que sacia con el pan de vida a los que estábamos a punto de desfallecer a causa del hambre! ¡Oh candelabro que con su fulgor ilumina con intensa luz a quienes yacíamos en las tinieblas! Dios te ensalza con honor sobresaliente y digno de ti, y sin embargo no rechazas nuestras alabanzas, indignas y de poca calidad, pero ofrecidas con nuestro fervor y nuestro cariño más grande. 
No rehuses, oh alabadísima, los cantos de loor que salen de unos labios manchados, pero que se ofrecen con ánimo benevolente. No abomines de las palabras suplicantes pronunciadas por una indigna boca. Al contrario, ¡oh glorificada por Dios!, atendiendo al amor con que te lo decimos, concédenos el perdón de los pecados, los goces de la vida eterna y la liberación de toda culpa. 
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1. Según la tradición, en la iglesia de Constantinopla donde San Germán pronunció esta homilía se veneraban algunas reliquias muy 
valiosas, como el cinturón («zona») de la Virgen.

Fuente: mercaba.org