Una revolución del corazón 

Hermano Seán Sammon

 

El hermano Superior general afirma que la espiritualidad de Marcelino tiene tres elementos básicos: confianza en la presencia de Dios; devoción a María y descanso en su protección; y la práctica de las virtudes de la humildad y la sencillez. Aquí se presenta el texto correspondiente al segundo elemento, referido a María. 
El lugar de María

Un segundo aspecto de la espiritualidad de Marcelino es su dimensión mariana. El fundador estaba estrechamente unido a la madre de Jesús. Quiso darnos el nombre de María, la tuvo por Primera Superiora del Instituto y la llamó Buena Madre. La colocó en el centro de nuestra herencia espiritual. 

Marcelino fue ahondando en su relación con María progresivamente. La confianza que tenía en su protección se fue convirtiendo en una unión íntima y profunda. María llegó a convertirse en su confidente. 

Su devoción a María se manifestaba externamente a través de sermones, novenas y cartas. El mensaje que envió el 4 de febrero de 1831 a los hermanos Antoine y Gonzague, no es sino un ejemplo de este aspecto de su vida espiritual: “Interesen a María en su favor, díganle que, después de haber hecho ustedes todo lo posible, ella será la responsable si sus cosas no van bien”. Marcelino tenía fe ciega en la intercesión de María. Una vez que sus hermanos habían hecho todo lo humanamente posible, era ella quien tenía que responder para que las cosas salieran adelante. 

El fundador quería que los primeros hermanos siguieran sus pasos en la devoción a María. Les pedía que colocaran un cuadro o una imagen en las dependencias y deseaba que llevasen siempre consigo algo que la recordara. Más tarde introdujo la conmovedora práctica de ofrecer a María las llaves de la casa. “Ella es la que manda, – decía – es nuestra patrona y protectora”. 

También recomendó a sus discípulos que acogiesen a María como madre. Que vieran en ella un modelo a imitar. Que recurrieran a ella con la confianza de un hijo. En la Anunciación, la respuesta de María fue sencilla y entregada. El fundador quería que nosotros tuviéramos la misma disponibilidad al dar nuestro “Sí”. En la Regla de 1837 incluyó una oración especial, “Abandono en las manos de la Santísima Madre de Dios”.

¿Qué podemos aprender sobre la personalidad de Marcelino a partir de su devoción a María? Mucho. Era un hombre consciente de sus limitaciones. Se dio cuenta de que los dones requeridos para la aventura en la que se embarcaba excedían sus capacidades naturales. ¿Cómo podríamos explicar el éxito que tuvo? Siempre atribuyó sus logros humildemente a María. Se acogió bajo su protección constantemente y siguió sus inspiraciones con fidelidad.

María de los anawim, de Nazaret, del Nuevo Testamento, de hoy ¿Y qué decir de nosotros? ¿Qué lugar tiene María en la espiritualidad de nuestro Instituto, en tu vida, en la mía, en la de todos, en esta aurora del nuevo milenio? Primeramente haremos bien en reconocer la rica diversidad que existe entre nosotros respecto a la figura de María. Países diferentes y culturas distintas han generado sus propias imágenes de ella, con una variada geografía de lugares de peregrinación y múltiples formas de celebrar su devoción.

Debemos admitir, de todos modos, que el conocimiento y el aprecio que tenemos hoy por esta mujer de fe extraordinaria ha cambiado poco respecto a la devoción propia del siglo XIX. Ese hecho puede explicar por qué la devoción a María se ha debilitado desde el Concilio Vaticano II, tanto en el Instituto como en la Iglesia. La madre de Jesús ha quedado congelada en el tiempo, atrapada en imágenes creadas por los artistas del Renacimiento, colocada en un pedestal, alejada de nuestro alcance.
En los albores del siglo XXI, nos hace falta en el Instituto un nuevo acercamiento a María que siga las enseñanzas conciliares y, paralelamente, respete y acoja las valiosas tradiciones que florecen en los ambientes donde nos encontramos. No es preciso repetir que esta mujer decidida y fuerte, que tanto significó para Marcelino, ocupa un lugar privilegiado en nuestra vida y en nuestra espiritualidad.

Nuestro reto

Las circunstancias del siglo XIX era muy distintas de las de hoy. Por ejemplo, hoy somos mucho más conscientes de la multiculturalidad y de la diversidad que existe entre nosotros. Al mismo tiempo sentimos, paradójicamente, que estamos más cercanos que nunca y que tenemos más posibilidades de conocernos que en anteriores períodos de la historia de la humanidad. Éste es el escenario del mundo y de la Iglesia para el cual debemos desarrollar un lenguaje nuevo a la hora de describir la persona de María. Dicho simplemente, lo que necesitamos hoy es una mariología adaptada a estos tiempos. Y, para marcar la diferencia, ha de ser una doctrina profunda, que nos fortalezca espiritualmente y nos desafíe éticamente.

El Concilio nos enseñó que la santidad y la libertad frente al pecado no se oponen, ni mucho menos, a la historia cotidiana y a los acontecimientos que constituyen la vida sobre esta tierra. Al contrario, la gracia de Dios nos empuja directamente al corazón del mundo.

La vida de María fue un itinerario auténticamente humano. Negar este hecho y pretender sacarla de los parámetros de la humanidad sería injusto, para ella y para nosotros. Esta mujer de fe nunca fue, ni será jamás, divina. Empeñarse actualmente en aplicar a María títulos que parecen asimilarla a la divinidad, contribuye más a confundir que a clarificar las cosas.

La verdad es que María fue una mujer judía de su tiempo, que observaba el sábado y las demás prácticas comunes a los anawim, los pobres de Yahveh, entre los cuales se contaba. Su vida era corriente, sin mayor relieve, propia de una mujer que buscaba, ansiaba, reía y lloraba, que no lo entendía todo y tenía que encontrar su camino de etapa en etapa por la senda de la vida. Y la vida no trató a María de modo especial, pues ella compartió con nosotros la heredad que le corresponde a los humanos: lágrimas, aflicción, amargura, coraje y grandeza, agonía y muerte.

Y aunque los artistas durante siglos la han pintado mientras supuestamente leía el último libro del Antiguo Testamento en espera ansiosa de Gabriel y de la noticia que le aseguraría un lugar en el primer libro del Nuevo Testamento, María era, con toda probabilidad, analfabeta, incapaz de leer, como la inmensa mayoría de los hombres y mujeres de su tiempo. Teresa de Lisieux afirma que amamos a María, no porque la madre de Dios recibiera privilegios particulares, sino porque vivía y sufría humildemente, como nosotros, en la noche oscura de la fe. María era hija de esta tierra, tenía pasiones humanas, gozos humanos. Compartía las preocupaciones íntimas que seguimos compartiendo hoy todos nosotros.

María estaba a la espera del Mesías. Y porque miraba siempre el mundo con los ojos de la fe, fue capaz de reconocerlo, llegado el momento, en el Siervo Sufriente, su hijo. Le tocó tomar decisiones difíciles en la vida y lo hizo con valentía. Con el paso de los años, su presencia llegó a ser respetada en la naciente Iglesia. Por eso, si bien abrazamos la imagen de la Buena Madre, propia de Marcelino, hoy más que nunca vemos en ella también a nuestra hermana en la fe, que nos sigue acompañando con su testimonio profético en la Comunión de los Santos.

Personalmente espero que, al liberar a María del peso que significa ser la mujer ideal y bajarla del pedestal en el que la hemos subido, podrá manifestarse al fin tal como es, en el seno de la Iglesia y del Instituto.