“Amó a la Iglesia”

Padre Fernando Pascual

 

Cuatro palabras para resumir la vida del obispo de Roma: “Amó a la Iglesia”.

Cada obispo es pastor: cuida a los católicos de su diócesis, trabaja por extender el Evangelio, reza por su Pueblo, fomenta la unidad con los demás obispos y con el Papa.

El obispo de Roma es un pastor especial: sirve a toda la Iglesia, vela por la unidad entre los obispos y los fieles, predica y enseña al pueblo de Dios esparcido por todo el mundo, anuncia a los hombres y mujeres de buena voluntad que Dios se ha revelado en Jesucristo su Hijo.

El buen pastor da su vida por las ovejas (Jn 10). Así fue el Pastor por excelencia, Cristo. San Pablo resumió la vida de Jesús en pocas palabras: “Amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella” (Ef 5,25). Este pasaje está escrito en la metopa de la Basílica de San Pedro, como una invitación a todos los obispos de Roma.

San Pedro también amó a la Iglesia. Por ella dejó sus miedos y sus planes personales. Por ella pidió perdón, lloró su pecado, se dejó llevar a donde no quería (cf. Jn 21,18). Por ella fue sometido al martirio en Roma, lejos, muy lejos de su patria, de su lago, de sus sueños de judío sencillo y honesto.

El Papa, cada Papa, ama a la Iglesia, en el trabajo de cada día. También cuando “muere”, cuando “la deja” (la muerte, no hay que olvidarlo, no rompe el hilo que une a la Iglesia militante y a la Iglesia triunfante). Lo decía con su estilo profundo y humilde el Papa Pablo VI (1963-1978):

“Ruego al Señor que me dé la gracia de hacer de mi muerte próxima don de amor para la Iglesia. Puedo decir que siempre la he amado; fue su amor quien me sacó de mi mezquino y selvático egoísmo y me encaminó a su servicio; y para ella, no para otra cosa, me parece haber vivido. Pero quisiera que la Iglesia lo supiese y que yo tuviese la fuerza de decírselo, como una confidencia del corazón que sólo en el último momento de la vida se tiene el coraje de hacer. Quisiera finalmente abarcarla toda en su historia, en su designio divino, en su destino final, en su compleja, total y unitaria composición, en su consistencia humana e imperfecta, en sus desdichas y sufrimientos, en las debilidades y en las miserias de tantos hijos suyos, en sus aspectos menos simpáticos y en su esfuerzo perenne de fidelidad, de amor, de perfección y de caridad. Cuerpo místico de Cristo. Querría abrazarla, saludarla, amarla, en cada uno de los seres que la componen, en cada obispo y sacerdote que la asiste y la guía, en cada alma que la vive y la ilustra; bendecirla. También porque no la dejo, no salgo de ella, sino que me uno y me confundo más y mejor con ella: la muerte es un progreso en la comunión de los Santos” (Meditación ante la muerte).

Nos lo ha repetido en las notas de su testamento el Papa Juan Pablo II (1978-2005). En ellas renueva su consagración a la Virgen (“Totus tuus ego sum”: soy plenamente tuyo). En las manos de María puso su propia vida y el destino de la Iglesia y de la humanidad. “En estas mismas manos maternales dejo todo y a todos aquellos con los que me ha unido mi vida y mi vocación. En estas manos dejo sobre todo a la Iglesia, así como a mi nación y a toda la humanidad. Doy las gracias a todos. A todos les pido perdón. Pido también oraciones para que la Misericordia de Dios se muestre más grande que mi debilidad e indignidad”.
“Amó a la Iglesia”. Hasta el último suspiro, hasta el último silencio, hasta aquellas bendiciones mudas con las que Juan Pablo II emocionó al mundo desde su ventana. Hasta aquellas palabras dedicadas, desde su lecho de muerte, a los jóvenes que rezaban y cantaban en la Plaza de San Pedro: «Os he buscado. Ahora vosotros habéis venido a verme. Y os doy las gracias» (viernes 1 de abril de 2005).

“Amó a la Iglesia”. La muerte de Cristo, la muerte de Pedro, la muerte de Juan Pablo II, son un testimonio de ese amor, de esa entrega a la Iglesia. Una entrega que nace de la fe: Dios nos ha llamado (Iglesia significa “Asamblea convocada”, “comunidad llamada”), Dios nos ha invitado a la mesa del Reino, a la Casa del Padre.

La muerte ha dejado de ser una derrota, un sinsentido. La muerte del que ama se convierte en don y en riqueza para los demás. Juan Pablo, descansa en paz. Entra en el gozo de Dios. Que la misericordia que predicaste, desde tus primeras palabras como Papa en 1978 hasta el último mensaje póstumo, te acoja y nos acoja a los que seguimos en camino, tras las huellas del Salvador, bajo la mirada amorosa de María. También nosotros, como tú, diremos “Totus tuus”, con la sencillez y la confianza de quien recibe en su casa a la Madre, pues Ella es el camino más seguro para llegar a Jesús, el Único Salvador, el Redentor del hombre y de la historia.