Entre sollozos y aplausos voló el alma de Juan Pablo II

Fray Miguel Loredo

 

El sábado, 2 de abril me encontraba en la Plaza de San Pedro, en el Vaticano. Había llegado a la Ciudad Santa procedente de Ginebra para acompañar, tal vez despedir, a una amiga entrañable muy enferma: la inolvidable Laura González, luchadora de mil batallas en contra del régimen cubano, intelectual de peso, ser humano especialísimo. No me esperó. Se fue antes.

En cambio, en la gran plaza, ese día, ya de noche, me unía a unas 100,000 personas en una vigilia de oración: Juan Pablo II estaba agonizando. Y la multitud lo acompañaba en su última batalla, dando un mensaje impresionante de amor.

Al terminar el rezo del rosario y de las letanías a la Virgen, se hizo un gran silencio. Tuve un presentimiento y a los pocos minutos monseñor Sandri lo anunció quedamente, como a quien le duele dar una noticia. Enfatizó, en cambio, la convocación de una misa presidida por el cardenal Sodano, al día siguiente, por el alma del Santo Padre. Nuevo silencio y, después, jamás he sentido aplausos tan prolongados, estremecedores y cálidos como aquellos. Una verdadera oleada de afecto y de pena.

Agradecíamos al Papa su vida, su labor, su amor, su luz, su incandescencia. Y veíamos su honesta y simple forma de decir adiós, su martirio, su silencio forzado, muriendo mientras sentía nuestros cantos y oraciones desde la plaza. Los cantos y rezos a María, la Virgen y Madre de Dios, inspiradora del pontificado. Tan lejos de su amada Polonia pero tan cerca de todos, especialmente de los más indefensos y pobres. Y de la juventud que desbordaba la Plaza.

Entre el silencio y las campanas de gloria y de dolor, la prensa se desbordó en comentarios y al mismo tiempo en especulaciones sobre los acontecimientos que marcarán el futuro próximo de la Iglesia, con énfasis en el cónclave para elegir al nuevo Papa.

La muerte del Papa ha producido un fenómeno: su imagen se ha convertido en la encarnación de lo mejor de este tiempo.

Desde cualquier asiento frente al televisor o la internet, o caminando por las calles romanas, se nos escapa la razón profunda del misterio de su vida y de su muerte. Esa razón es la razón de la fe, de la confianza y de la compasión. Es algo más allá de las teologías, de las políticas y de las conveniencias de Estado. El secreto de este Papa está escondido en Cristo.

Entre las cartas dejadas a los pies del obelisco de la Plaza de San Pedro he leído: ''Querido Papa, soy un niño de diez años. Tú no me conociste, yo no te conocí, pero tu muerte ha dejado en mi corazón un vacío muy grande''. El alcance de la comunicación del Papa a través de su identificación con Cristo encarnado todavía nos deja atónitos y nos conmueve. ¡Cuánta orfandad ahora! Casi sin darnos cuenta contábamos con él. Pero el Papa nos conduce al abrazo del Padre.

La afirmación de la vida como negación de la aniquilación y la muerte es la otra coordenada que se nos puede escapar al tratar de ser cronistas de la muerte del Papa. Nos ha tocado vivir un misterio de sereno júbilo. El Papa vive en contra de toda apariencia y dato evidente. Como en un himno de vencedores de infinitos combates, los jóvenes, primero que nadie, pero después todo el caudal de humanidad doliente, ha recogido con fervor y entusiasmo su mensaje sobre la vida más allá de la muerte. Y, por supuesto, sobre el respeto y preservación de la vida más acá de la muerte.

Lo vi por última vez el lunes 4 de abril, después de caminar muy lentamente, y deteniéndome, forzosamente, a ratos, por un total de cinco horas. Allí estaba el Papa que vive, muerto, con sus vestiduras rojas solemnes, con un rostro de blancura infinita marcado por el sufrimiento.

La Basílica de San Pedro lo envolvía en su penumbra y en sus cantos. Entonces me percaté de que llevaba puestos unos mocasines carmelitas en vez de zapatillas papales de seda. Era su acento personal, su derecho a afirmar su sencillez y su estilo dentro del marco de protocolos que lo aprisionaba. Era como una declaración de principios, y recordé que aquellos mocasines carmelitas habían formado parte de mis vivencias y asombros, hace ya más de veinte años, cuando lo vi por primera vez, y me ofreció su comprensión y su compasión, pocos días después de que me hicieran dejar la patria que no he vuelto a ver.

Nueva York, 7 de abril del 2005
Fuente: El Nuevo Herald