Un místico comprometido con el mundo

Sixto García

 

El sábado 2 de abril, a las 9:30 de la noche, hora de Roma, los voceros de la Ciudad Estado del Vaticano anunciaron que Juan Pablo II ''había regresado al Padre''. Al punto, las campanas de San Pedro lanzaron al vuelo su pregón de tristeza, ausencia y resurrección, y todo el mundo, en el sentido más literal de su expresión, se detuvo en su carrera, loca y afanosa, confusa y sediente de sentido, para ponderar, llorar, admirar y celebrar la vida nueva.

He comentado con mi familia, mis amigos íntimos, y mis estudiantes de teología, mi sorpresa y asombro ante el hecho de que las principales estaciones de televisión, CNN, MSNBC, FOX, ABC y otras, en su mayoría, habían ya iniciado, desde el viernes en la tarde, un reportaje sin precedentes, ininterrumpido, día y noche, con sus más avezados y competentes profesionales, continuo. Algunas de estas estaciones han sido, aquí y allá, espacios para las voces de la cultura de la muerte; pero ahora, sin saberlos, arrastrados por esa marea de luz y verdad que al apagarse brillaba con su fulgor más fuerte, no solamente reportaban, reflexionaban y meditaban cosas bellas, impensables dentro de otros contextos seculares, sino que, inconscientemente, hablaban el mismo lenguaje del Papa. Más que periodismo, parecía una celebración litúrgica, suave, susurrante, discreta y reverente, como la que se siente al principio de la Vigilia Pascual, cuando se enciende, en medio de las tinieblas, el cirio pascual, portento de vida y resurrección.

Quizás la razón más profunda de esto sea un principio fundamental manifestado por algunos filósofos de la historia de tiempos recientes, como Martin Heidegger y José Ortega y Gasset: ocurren momentos en la historia y la existencia humana, quizás no muy frecuentes, en los que la luz de la verdad y del amor humano cobran tal fuerza, tal densidad sacramental, que irrumpen a través de la superficie del acontecer humano, definen, confrontan y renuevan todo una época, y arrastran irresistiblemente, hacia un acto de admiración, veneración y genuflexión, a todos, aun a las voces de las tinieblas y la muerte.

Esta luz de la verdad y de la intimidad humana se hizo presente en la persona, espíritu, vida y magisterio de Juan Pablo II, y tomó expresión concreta en su ministerio como pastor supremo de la Iglesia Católica. De formas muy reales y muy profundas, Juan Pablo redefinió la identidad y misión de la misma. Quisiera compartir algunas reflexiones sobre algunas de las áreas de la vida de la Iglesia en las cuales este papa dejó su sello.

Primero: Es imposible interpretar, leer, comprender la docencia, gobierno y legado de Juan Pablo II, en general, sin conocer su realidad más íntima como místico. Usar esta palabra siempre conlleva riesgos y malentendidos serios. No hablo aquí de ''místico'' en el sentido más popular y más inexacto, más incorrecto del término, es decir, el de la persona que tiene ''visiones'', ''oye voces'', o dice ver apariciones de la Virgen o de los santos. Nada de esto tiene que ver con una mística auténtica. La persona ''mística'' es aquél o aquélla que se abre, en vulnerabilidad riesgosa y autodonante, a ser encontrado por la Pascua de Cristo, de caminar, con la libertad gozosa de aquella persona que se ha liberado de las obsesiones del dinero, el poder, el aplauso, el poder social o político, hacia una comunión pascual, íntima con el Dios. El místico es la persona más ''relevante'' en la Iglesia y en el mundo. Donde los ideólogos y politólogos sólo pueden lograr cambios sociales efímeros e inciertos, sólo el místico puede iniciar cambios decisivos de estructuras y de historia.

Juan Pablo II comenzó su vocación mística en su encuentro con el místico español San Juan de la Cruz (1542-1591). De 1946 a 1948, el recién ordenado Karol Wojtyla cursó un programa de estudios doctorales en teología en la Pontificia Universidad de Santo Tomás en la Urbe (Roma), conocida como el Angelicum. Ahí se recibió de doctor, defendiendo exitosamente una disertación sobre el problema de la fe en San Juan de la Cruz. Para leer al santo místico en su lengua original, en su incomparable castellano lírico, Wojtyla aprendió español. El impacto del reformador de los frailes carmelitas en el joven sacerdote Karol Wojtyla fue decisivo y determinante del resto de su vida. El místico español nos habla de la Subida al Monte Carmelo, símbolo de la unión definitiva con el Señor, de la Noche Oscura del Alma, en la cual las tinieblas no son el resultado de la falta de luz, sino de su exceso. Pero San Juan de la Cruz también nos habla, muy fundamentalmente, de jornadas a través del dolor y de la incertidumbre, de caminos de Cruz hacia la Luz. Nos dice que para ''para venir a serlo todo, no quieras ser algo en nada; para venir a poseerlo todo, no quieras poseer algo en nada''. Esto es una expresión de su mística de la Cruz. Fue la Cruz definición de su vida y mística, y sería también la Cruz, como enseñanza y como vivencia, la definición de la vida y mística de Karol Wojtyla.

Aquí podemos encontrar quizás la más profunda fuerza espiritual del pontificado de Juan Pablo. Nos recordó, desde lo íntimo de la identidad mística, aquello que siempre ha afirmado la tradición cristiana, y que, hoy en día, inmersos en las culturas del hedonismo, de la comodidad y del placer egoísta, hemos olvidado: que el dolor, todo dolor, con frecuencia cruel, inesperado, devastador, inexplicable, tiene un valor redentor. Ante el sufrimiento de más de 34 millones de niños de menos de 10 años que mueren anualmente de hambre, de las víctimas del tsunami, Dios parece estar ausente. De suyo, éste ha sido, desde tiempos del filósofo Epicuro, el clásico argumento del ateo para negar a un Dios de amor y poder. ¿Dónde está Dios cuando el inocente --sobre todo, el niño-- sufre?

El porqué del sufrimiento es la pregunta más profunda y angustiosa de la existencia humana, hoy y siempre. No nos gusta el sufrimiento. Construimos nuestros cementerios en las afueras de nuestras ciudades, o en barrios poco frecuentados, para que no nos recuerden nuestra cita con la muerte. El sufrimiento y el dolor de otros nos perturba, nos sacude de nuestra falsa tranquilidad. En su Carta Apostólica Salvifici Doloris, sobre el sentido cristiano del sufrimiento humano, Juan Pablo II habla una palabra escandalosa: nos dice que el dolor invita al ser humano ''a ir más allá de sí mismo'', es decir, nos revela nuestra identidad como trascendencia viva, y sólo puede ser iluminado con la experiencia del amor humano, expresado como entrega vulnerable y riesgosa ante el dolor del otro. En este contexto, Juan Pablo II le ha dejado a la Iglesia su don más profundo e importante: la mística de la Cruz no es extravagancia alienante ni sentimentalismo blando, sino fuerza y fuente de toda vida, compromiso y actividad eclesial. En medio del clamor de muchos para que renunciara, el Papa comprendió cuál era el nuevo giro de su ministerio pontificio: testimoniar la paradoja y el escándalo del sufrimiento pascual en un mundo que huye de él.

Segundo: Juan Pablo II estaba consciente de que la Doctrina Social de la Iglesia permanece el ''secreto mejor guardado de la Iglesia''. Es un mensaje proféticamente perturbador. Muchos católicos se rebelan cuando la Iglesia les recuerda la prioridad del bien común, y del destino universal de todos los bienes, a los cuales se subordina la propiedad privada. Esta doctrina nos recuerda que la fe cristiana, precisamente porque se define en torno a la concreción histórica de la Encarnación y Pascua de Jesús, tiene, inevitablemente, una misión social. Es insuficiente la espiritualidad vertical, individualista, marginal a todo dolor social. León XIII, escribiendo en el ocaso de un mundo convulsionado por injusticias sociales y por nuevas ideologías, había hablado, en su Encíclica Rerun Novarum de 1891, sobre la dignidad del trabajo y del obrero, el salario justo, los principios fundamentales del bien común y del destino universal de los bienes. Se hizo tradición, en pontífices posteriores, en publicar Encíclicas sociales en ocasión del aniversario de Rerum Novarum.

Juan Pablo II publicó tres grandes Cartas Encíclicas sobre la Docrtrina Social de la Iglesia: Laborem Exercens (''Sobre la Dignidad del Trabajo Humano'', 1981), Sollicitudo Rei Socialis (''Sobre las Preocupaciones Sociales [de la Iglesia]'', 1987), y Centesimus Annus (''En el Centenario de Rerum Novarum'', 1991). La doctrina eclesial sobre la cuestión social adquiere categorías y expresiones más profundamente personalistas, proféticas y audaces en su pensamiento. Así:

En Laborem Exercens Juan Pablo II afirmó su ''argumento personalista''. Siguiendo y profundizando el pensamiento de Pablo VI, el Papa reitera la centralidad de la persona humana. La persona humana, como centro de relacionalidad de toda la creación, está llamada a alcanzar su dignidad más profunda en el trabajo, es decir, en su intimidad transformante con la realidad. Tanto el marxismo colectivista como el capitalismo movido por el principio de la ganancia hieren las fibras más hondas de la dignidad humana. El lenguaje teológico del Papa sobre los males del capitalismo liberal y los excesos de la economía del mercado, cosificando al ser humano, es singularmente fuerte, y proféticamente perturbante para muchos católicos.

En Sollicitudo Rei Socialis, el Papa acuñó una expresión muy propia, marcada por su filosofía de la experiencia (un ''Wojtylianismo'', como algunos han dicho): ''La propiedad privada tiene una hipoteca social sobre ella''. El Papa apela aquí, como hicieron el Concilio Vaticano II (en Gaudium et Spes) y Pablo VI, a la tradición más antigua: en los Padres de los primeros siglos, San Ambrosio de Milán (m. 397) les dice a los ricos de su diócesis: ''Cuando le das al pobre lo que te sobra, no le haces ningún favor: simplemente le devuelves lo que le robaste, porque lo que Dios creó para todos, unos pocos se lo han apropiado''. Santo Tomás de Aquino (1225-1274) sostiene que la justificación de la propiedad no está en sí misma; la propiedad privada nunca es un derecho absoluto. Se justifica solamente porque al poseer cosas en privado podemos hacerlas más convenientes y perfectas para el bien común.

En Centesimus Annus, el Papa renovó una crítica de la economía de consumo y del colectivismo marxista. En 1991 ya estaba ocurriendo el desmembramiento del bloque soviético; Juan Pablo II está consciente de que este momento histórico está preñado de grandes promesas y de grandes riesgos: una posible fuente de renovación espiritual, desde la Europa Central liberada, para una Europa Occidental harta y fatigada de racionalismo, hedonismo y consumismo; pero también la seducción de las nuevas democracias hacia una economía y mentalidades consumistas en las cuales buscan resarcirse de lo que el comunismo les había privado por tanto tiempo.

Se ha hablado mucho en estos días de la intervención decisiva del Papa en la disolución del bloque comunista europeo. Más permanente y decisivo, para la Iglesia y el mundo que ella sirve, es su docencia, de formas nuevas, proféticas, filosóficas y humanistas, sobre la Doctrina Social de la Iglesia. Tristemente, esta enseñanza, como la de sus predecesores, permanece ignorada, culpablemente: su aceptación e integración exigen una conversión a una mística de la Cruz, a un cambio de corazón y mente. De nuevo, practicando su magisterio en el ámbito de lo social y lo político, el Papa apunta a sus fuentes: la mística pascual.

Tercero: Ha sido notable y conmovedora la expresión de dolor de la comunidad judía internacional ante la muerte del Papa. Esto es, sin duda, resultado de su compromiso revolucionario, de sus gestos sin precedentes, hacia un acercamiento ecuménico y digno entre los hijos de la Iglesia y sus ''hermanos mayores'', según expresión suya. Los logros han sido notables: símbolos y eventos que muchos (yo entre ellos) no pensábamos que ocurrirían en nuestra existencia histórica: visita a una sinagoga, a una mezquita, al Estado de Israel, oración humilde ante las víctimas del Holocausto en Vad Yashem, el pliego de papel con una petición de perdón, depositado en las fisuras del Muro de las Lamentaciones. Son muchos los momentos de gracia ecuménica católico-judía que han sido iniciados por Juan Pablo II.

Los intercambios ecuménicos del pontificado de Juan Pablo han dejado su huella decisiva en la Iglesia. Se podrían interpretar superficialmente tales gestos, sin embargo, si perdemos de vista su fuente. De nuevo, la mística personal de Juan Pablo se expresa como manantial de doctrina, teología y compromiso dialogal e interpersonal. El Papa conocía bien las Escrituras hebreas y cristianas y sus expresiones de espíritu y vida, de historia y narrativa. La celebración de la Pascua en Israel en definitiva encontró expresión ulterior en la celebración eucarística cristiana, a la cual se añadió la liturgia de la Palabra de la sinagoga. Hay una relación de intimidad entre la peregrinación de Israel y la jornada eucarística cristiana. Ambas convergen en autodonación histórica, vulnerable y pascual de justicia y servicio. Aceptando las diferencias (aceptación indispensable para el diálogo), Juan Pablo nos enseña que nuestra historia común, celebrando la pascua de liberación, tiene mucho que decirle a un mundo roto, marcado por el cinismo, la arrogancia, el odio y la desesperación. Ambas tradiciones buscan expresar el abrazo definitivo de Dios a la existencia y a la historia humanas, donde el cielo entró en la tierra, la vida venció a la muerte, y el amor destruyó el odio.

Para el Papa, esta comunión ecuménica con la tradición judía era mucho más que una estrategia confesional o una gestión política: se trataba (y se trata todavía) de una cuestión de vida o muerte. Nueva vida para un mundo en gran parte enfermo, hambreado, sin saberlo, la vida del espíritu como la identidad más profunda del espíritu humano. Su viaje a Israel en los albores del nuevo milenio estuvo fraguado y definido por los símbolos personales de comunión, sobre todo por su apertura a pedir perdón por las injusticias cometidas por cristianos en el pasado contra la comunidad judía. Juan Pablo, formado intelectualmente en la tradición filosófica del personalismo de Max Scheler, comprendía que todo decir ''Te quiero'' conlleva a la vez un decir ''Perdóname'' y ''Te perdono''. El amor crea espacios para el perdón, no solamente de ofensas pasadas, sino futuras.

Epílogo: Juan Pablo II redefinió la identidad de la Iglesia como una comunidad de discípulos llamados a convertirse en cuerpos rotos y sangre derramada por otros, es decir, a convertirse en vidas eucarísticas para la vida del mundo. Una vida eucarística, de Cruz y Resurrección, es una vida mística, el seguimiento de Cristo a través de noches oscuras e incomprensibles, iluminadas en medio de las tinieblas por el misterio, exceso de luz y amor, de la Pascua de Cristo. Antes de pretender salvar al mundo, evangelizar a nadie, tenemos que expresarnos como místicos: sin esto, la evangelización se convierte en activismo efímero, y el evangelio degenera en ideología.

Este compromiso encuentra expresión en el compromiso de la Iglesia por la justicia, fundamentada en, y definida por el amor, que busca renovar y reconstituir la imagen y semejanza de Dios en los más marginados y despreciados por la sociedad: la justicia social se convirtió en un tema del pontificado de Juan Pablo II, uno de sus grandes legados a la Iglesia, porque la injusticia sacramenta la presencia del mal en el mundo, y ese mal ya ha sido vencido en la Pascua de Cristo.

En conclusión: Karol Wojtyla, Juan Pablo II, obispo de Roma, pastor del Pueblo de Dios, ha redefinido nuestra historia como tiempos de esperanza y de compromiso. La frase definitoria de su pontificado siempre fue: ''No

Fuente: El Nuevo Herald