Juan Pablo II, el hermano del hombre

Julio Estorino

 

Tanto se ha dicho, tanto se ha escrito sobre Juan Pablo II, que tal parece que ya no queda nada por añadir. No obstante, el corazón se resiste a dejar el tema.... Tanto tiempo le vimos como padre, que, como cada vez que a un padre se recuerda, a los hijos les queda siempre algo bueno que decir, alguna faceta que destacar, quizás como una manera de revivirlo, de tenerlo cerca otra vez. 
Dentro de pocos días habrá un nuevo sucesor de Pedro al timón de su barca, la Iglesia, y la baraúnda cotidiana de noticias y tópicos nos irá envolviendo en su propia dinámica. Antes de que eso suceda, sin embargo, me gustaría fijar los ojos en un aspecto de la vida y la personalidad del pastor que se nos ha ido, una característica suya que me hace sentirlo muy cercano, y que acaso ha sido una de las menos exploradas en estos días en que el cadáver insepulto del campeón de la vida, parecía querer contagiarnos su bendita serenidad, mientras recibía el homenaje respetuoso y sincero hasta las lágrimas de centenares de miles de personas en la Plaza de San Pedro, y de millones más alrededor del planeta. 

Me refiero a Karol Wojtyla, el hombre, el simple ser humano despojado de los atributos y el esplendor que sus sucesivos rangos eclesiásticos le fueron confiriendo. Me refiero al niño polaco a quien sus íntimos y condiscípulos llamaban Lolek, nacido a un militar honorable y a una abnegada costurera escasos de fortuna, aunque ricos en valores; a aquel que en las postrimerías de su infancia recibiera el golpe durísimo de la muerte de su mamá y cuatro años después la de su hermano idolatrado, el que, por ser 14 años mayor que él, era su figura ideal, el que lo llevaba sobre sus hombros a jugar fútbol. 

Hablo del muchachón inteligente, sagaz, que podía ser reflexivo a la vez que regalaba su delicioso sentido del humor, el que a los 21 años, cuando la juventud parecía sonreírle, perdiera también al único familiar inmediato que le quedaba, el padre entrañable que le había guiado en la vida, en el dolor y en la fe. Hablo del poeta sensible y cordial, del artista y dramaturgo incipiente que amaba el teatro, del atlético joven que, según los rumores de su tiempo, parecía mirar con especial interés a un par de compañeras de grupo... 

Hablo del polaco, caray... el patriota que quiso ser siempre un hijo fiel de su pueblo, aunque se convirtiera en padre de todas las patrias del hombre.... Pienso en el obrero, en el seminarista que tenía que estudiar escondido en un sótano, perseguido por los tiranos de su pueblo, el que sufría como cosa propia la opresión de su país, el que lloró a amigos asesinados en los campos de exterminio nazis y, después, en los calabozos de los soviéticos. Pienso en el hombre que antes de que un obispo le impusiera las manos para hacerlo "sacerdote para siempre" ya conocía los dolores más profundos de la existencia humana, los dolores que marcaron su ancianidad crucificada. 

De esa, su experiencia de vida en nada ajena al dolor, su compasión tremenda, su humanísima sensibilidad. De ahí su defensa de la vida para todos, desde los no nacidos hasta los agonizantes, pasando por los condenados a muerte. De ahí su profunda valorización del dolor y su solidaridad sincera con los que lo sufren, de ahí, de su propia vida, su amparo a la dignidad del hombre, su lucha por los derechos humanos, de ahí su compromiso con la libertad, su ansia de besar el suelo de cada país como una hermosa manera de unir el cielo con la tierra, la fe con el patriotismo. 

Gracias a esos rasgos tan humanos de Juan Pablo II es que todos los hombres y mujeres de buena voluntad, no sólo los católicos, podíamos sentirlo cercano, nuestro, lo mismo cuando reía cargando un bebito o escalando una montaña, que cuando bendecía a un enfermo, denunciaba una injusticia o nos acicateaba con su valiente "¡No tengais miedo!". De ahí, de su darse al hombre común y corriente, nuestro deseo de ser mejores cuando le veíamos arrobado en oración. 

El santo nos señaló el camino hacia el Señor, el Pontífice nos iluminó con su piedad, el profeta nos conmovió con su entereza.... pero el hombre, el hermano a quien curtió el sufrimiento, nos amó como si nos conociera uno por uno. Nos enseñó que el amor es posible, que el perdón es justo, que es bueno ser bueno. 

¡Gracias Lolek, gracias Juan Pablo!... Ahora, ¡ruega por nosotros!

Fuente: El Nuevo Herald