En el nombre del Padre

Mario Parajón

 

Por la pantalla del televisor aparecen rosarios, manos entrelazadas, mejillas adolescentes y sobre todo lágrimas detenidas y como prisioneras de una sorpresa. La cámara no se detiene. De vez en cuando retrocede para que contemplemos el hormiguero de la plaza de San Pedro. Se dice que allí se congrega una multitud de ciento setenta mil almas que rezan por Juan Pablo II, el Papa que ha recorrido más de un millón de kilómetros fuera de Italia y que ha visitado todas las parroquias de Roma en su calidad de obispo de la gran ciudad. 
Dije el otro día en un artículo que había sido el Papa defensor de la dignidad humana. Lo suyo no fue defender una ideología ni halagar ninguna novedad. Lo propiamente suyo fue obedecer la voz de su vocación, la cual le habló al cielo para pedirle que amara apasionadamente a los hombres y a las mujeres y a los niños, uno por uno, que los estrechara contra su pecho y que se uniera a ellos en la misma plegaria. 

Lo acusaron de reaccionario cuando viajó a Chile y se dejó retratar junto a Pinochet; y también (esta vez de "progresista") cuando hizo lo mismo en Cuba apareciendo en la tribuna al lado de Castro. Le importó poquísimo; y el hecho fue que Pinochet convocó a elecciones y Castro hizo sus concesiones en el sentido de transigir algo en los derechos de los creyentes. 

Todos cedieron un poco, menos Juan Pablo. Se las arregló para decir en Cuba y frente al micrófono que allí faltaban los derechos y las libertades que apenas alguien discute, pues son los que sin ellos la vida parece imposible. Y hubo que trasmitir esas palabras, le dolieran a quien fuere. 

¿Cómo se las arregló para que lo amaran los jóvenes, haciendo suya la consigna de no tener miedo? Lo repetía: No tengan miedo, no tengáis miedo; y a fuerza de machacar la misma frase, terminó por convencer a muchos de que lo mejor era presentar el pecho a la realidad y seguir adelante lanzando el temor a las olas del primer océano a la vista. 

La batalla parecía imposible porque el "polaco" tocaba a la puerta de la juventud con la mano estrechando el capítulo duro de una moral sexual que no tenía nada de blanda. Al contrario. Juan Pablo les recordaba que castidad y frustración no significan lo mismo necesariamente; y que traer seres a la tierra es algo muy hermoso. Sabía hacerlos vivir la alegría de la naturaleza contemplada en su belleza pristina, el placer de lanzarse a conquistar los campos y bañarse en los ríos dando gracias a Dios; y la emoción de oír música a la sombra de árboles solitarios. 

La muchachada intuía en aquel abuelo sonriente lo que ellos andaban buscando: no una erudición, tampoco una malicia para ganar mucho dinero y menos aún el poder para dar órdenes y hacerlas cumplir. No. Nada de eso. ¿Qué entonces? Una sabiduría de vida; un ente para organizar los pasos perdidos y encontrar las luces que iluminan el camino. 

¡Esa era la clave! Y aquí es donde hay que hallar el milagro. Un amigo mío viajaba en un tren de Cádiz a Madrid en una mañana fría de los años cincuenta. Era en torno a la Navidad. El vehículo tenía fijada su hora precisa de llegada a la capital, pero se sabía que una demora se produciría. En las estaciones los mozos subían cajas de turrones, y como eran más de las que se esperaban, no había manera de cumplir con la puntualidad. Y mi amigo comentaba: ¿Cómo es posible que un niño recién nacido hace veinte siglos detenga el tren de Cádiz a Madrid cargando los vagones de la delicia del pan de Cádiz? ¿No es lo más absurdo del mundo? 

Y ahora pregunto yo. Si Juan Pablo II ha trabajado dicen que diecinueve horas al día durante estos años, ¿no lo ha hecho acaso por el entusiasmo que despierta en él ese niño? Juan Pablo no ha perdido ocasión de lanzar al viento su consigna: ¿de qué estáis hambrientos? "¿De qué estáis necesitados? De nuestro Señor Jesucristo". 

¿Y por qué? Porque la vida sólo puede marchar hacia delante cuando el hombre toma conciencia de quién es, de cuál es su importancia, de la calidad de su talento y de lo deslumbrante de su genio y belleza. 

Cuando un hombre piensa así de sí mismo y de los demás, cuando está orgulloso de su condición de tal, cuando quiere ser padre o madre porque sabe que ésos son los títulos por excelencia, entonces sin que lo pueda evitar se encuentra con Dios y se lanza a su servicio con la embriaguez que lo ha hecho Juan Pablo II. 

Esto es lo que ha despertado el entusiasmo loco de esas multitudes que ahora lo lloran, le rezan y le piden. Todos estamos seguros de que pronto la plaza de San Pedro asistirá a otro lleno: el de su canonización. Se proclamará santo a quien ha llegado a Dios por el camino de la embriaguez en el amor de Cristo. Y encontrará a Cristo quien lo descubra sintiéndose padre o hijo de todos los hombres.

Fuente: El Nuevo Herald