Un Papa a la medida del tiempo

Jaime Septién Crespo

 

Mientras su mente gobierne su cuerpo, ¿qué le importan a él, a este coloso de la fe, el parkinson, la artrosis o los achaques de una vida entregada al Evangelio? 

Cada vez somos más incapaces de ver el martirio. De distinguirlo. La entrega total a Cristo nos aparece como una locura. La Cruz siempre ha sido una locura. Lo mismo que la construcción de la paz. «Mientras tenga voz gritaré: ¡Paz en el nombre de Dios!», dijo Juan Pablo II en Azerbaiyán hace dos semanas. Los medios de comunicación se regodearon, sin embargo, en mostrar lo que ellos llaman decrepitud. Y, como si supieran de qué están hablando, exigieron su renuncia. Pobres diablos. 
¿Por qué ahora tan preocupados por la salud de quien han ridiculizado hasta el cansancio? ¿No tienen vergüenza? ¿No se acuerdan de cuando han puesto al Papa en el banquillo de los acusados, señalándolo como el culpable del SIDA (por no aplaudir el condón); del machismo (por no permitir el aborto); del sadismo más refinado (por no estar de acuerdo con la eutanasia) o de la explosión demográfica que tantos males acarrea al mundo, males que el propio mundo ha generado (por no alentar el exterminio masivo de los pobres en nombre del progreso selectivo de los ricos)? 
No sé si, legalmente, el Papa pueda o no renunciar. Soy poco menos que un novato en cuestiones de leyes y cánones. Mientras tanto, quiero verlo, quiero seguir viéndolo. Como sea que se baje del avión. Quiero verlo en México, canonizando a Juan Diego y dejando con un palmo de narices a los que ahora parecen tan preocupados por la pureza de su magisterio. Quiero verlo inyectando sentido de la vida -desde su enfermedad- a los jóvenes en Toronto. Quiero verlo en Polonia, este verano, besando la tierra que tanto ama y desde cuyo martirio nacional él tomó el camino del martirio personal. ¿Egoísmo el mío? Es muy probable. ¡Pero nos quedan tan escasos testimonios de santidad! 
Juan Pablo II es un Papa a la medida de un tiempo como el nuestro. Ante la brutal indiferencia del hombre, ante sus (nuestros) dioses de lujuria, dinero, poder, la encorvada espalda del Papa se alza como enhiesta torre de amor a Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre. Ante la aparente extensión del mal, uno que pronuncia palabras de bien es necesario como una joya, como alguien que sostiene el fuego divino impreso en el corazón de nuestra especie. La fuerza vital de su testimonio -en su ancianidad- arrastra a la multitud de descreídos. «Cristo, pudiendo, no se bajó de la cruz; tampoco yo lo voy a hacer», le dijo a un colaborador cercano hace unos meses. 
Mientras su mente gobierne su cuerpo, ¿qué le importan a él, a este coloso de la fe, el parkinson, la artrosis o los achaques de una vida entregada al Evangelio? Malo sería que su mente toda hubiera sido absorbida por la enfermedad. Pero, hasta el momento, los reportes son contrarios a esto. Cuando sea, estoy cierto de que el Espíritu Santo nos dará otra lección. Y Dios lo invitará a su Casa Celestial. 
«La Iglesia se gobierna con la cabeza, no con las piernas». (Card. Giovanni Cheli)

Fuente: periodismocatolico.com