En defensa del Papa

Jaime Septién

 

El Papa nos alienta a vivir un cristianismo robusto, viril, sin tregua. Pero, ay, nosotros lo queremos famélico, flácido, flaco. 


"Con paciencia, dulzura y una imperturbable tenacidad, el Papa se esfuerza por hacernos volver a lo esencial y por ensamblar los pedazos de nuestra partitura cristiana, despedazada por unos instrumentistas en estado de ebriedad metafísica", escribió André Frossard en un librito maravilloso que llamó como yo he llamado esta carta: En Defensa del Papa (Juan Pablo ll).¿Necesita el Papa ser defendido? Ante Dios, no; ante los hombres sí, y mucho. Más ante los católicos, que en México confesamos ser 88 por ciento del total de mayores de cinco años de edad. 
Ahora que lo tendremos por quinta ocasión entre nosotros, vale la pena reflexionar en la distancia que hemos puesto entre su mensaje y nuestra forma de vivir; entre su propuesta de encarnar el cristianismo hoy y nuestra propuesta de evadir al cristianismo hoy. 
Lo esencial, que dice Frossard, de nuestra partitura cristiana (convertida en pedacería por la soberbia intelectual de muchos que nos sentimos más que Dios) es la evidencia de una Presencia, de una Persona, de Dios entre nosotros. Lo esencial es la Presencia hoy de Cristo. Y la obediencia al Evangelio que esa Presencia nos impone. 
No es fácil, nunca es fácil, obedecer una mensaje que "nos compromete". Pero es el mensaje que salva. Su Santidad Juan Pablo ll, paciente, dulce, tenaz, no ha dejado un momento de su largo y fértil pontificado de hablarnos sobre "la presencia real de la verdad" (Frossard). 
Una verdad subordinada a la libertad. Adherirnos a ella es volvernos absolutamente libres. Mas esa verdad, la verdad de Cristo, no es la que quiere vivir el mundo. El mundo quiere (yo quiero) verdades pasajeras, subjetivas, afincadas en mis deseos, en mis placeres, en mis desmedidas lujurias. Nada que se oponga a mis dioses del Placer, el Poder y el Dinero. 
Quisiéramos un Papa acomodaticio, uno que se apegue a nuestra necesidad de salvarnos y de pasarla bien; a nuestro doble discurso de ganar el cielo y el mundo. Quisiéramos no un Papa sino un jefe venal de una iglesita igualmente venal; una Iglesia, como dice Frossard, "a imagen de las sociedades civiles, en la que el poder sería ejercido por una dirección colegial, bajo el control parlamentario de buenos cristianos, sentados en asamblea permanente en cada diócesis que deliberarían sobre la Ascención, revisarían Pentecostés en comisión y acomodarían el Credo cada día, al gusto del día". 
El Papa nos alienta a vivir un cristianismo robusto, viril, sin tregua. Pero, ay, nosotros lo queremos famélico, flácido, flaco. Lo queremos como a una novia, a un novio de ocasión, para llevarla bien, para "hacerla" en el mundo; para "lucirlo" en fiestas, bautizos, bodas o funerales. Somos los de la "escuela abandonista", los que dejamos a Jesús rezar solitario en el Huerto, mientras dormimos "la cruda" a pierna suelta. 
Católicos así, mejor abstenerse. El Señor nos vomita.

Fuente: periodismocatolico.com