Murió un cristiano el sábado de Pascua

José Rovira cmf

 

Era tal vez la fecha mejor para morir un cristiano como nuestro hermano Juan Pablo II: sábado, día dedicado a la Virgen, de la cual este Papa fue devoto de modo particular; la semana de Pascua, es decir, bajo la luz transfiguradora de la Resurrección de Cristo; y durante las Primeras Vísperas del Domingo de la Misericordia, que él había instituido. 

Así fué su “dies natalis”, el “día del nacimiento”, como decían los antiguos cristianos; el nacimiento a la vida definitiva. Por eso, el día de la muerte de un cristiano no deja de ser, a pesar del dolor humano de la separación, un día de paz e incluso de gozo: nuestro hermano alcanzó ya la meta hacia la cual todos estamos caminando. Tanto es así que la música gregoriana de la “Misa de difuntos” está salpicada de melodías del día de Pascua; como para decirnos claramente, que no es el día en que se acaba todo, sino cuando finalmente aparece quien desde siempre nos estaba esperando: el Padre. Como dijera el obispo Pedro Casaldáliga en una de sus poesías: “Y llegaré, de noche, / con el gozoso espanto / de ver, / por fin, / que anduve, / día tras día, / sobre la misma palma de Tu mano”. Lo cual no quita tampoco la verdad de la sevillana: “Algo se muere en el alma, / cuando un amigo se va, / y va dejando una huella / que no se puede borrar...”.

No les voy a contar de nuevo cosas que Uds. han visto y leído abundantemente los días pasados. Lo mío va a ser la impresión de quien ha vivido estos días en Roma como persona de a pié, que ha visto la tele, ha hojeado los periódicos, pero que sobre todo ha querido narrar una experiencia personal, con las propias impresiones.

Se calcula que estos días, desde el lunes al viernes, han venido a Roma unos tres millones de peregrinos (la ciudad tiene tres y medio de habitantes solamente...). El viernes 8, día del funeral, se prohibió totalmente el tráfico en toda la ciudad por motivos de orden y seguridad. Cerradas las oficinas estatales y las escuelas y, en la práctica, la mayor parte de las tiendas no indispensables. El público que siguió la ceremonia en la Plaza de San Pedro y alrededores, y en otras plazas de la ciudad en las cuales se habían instalado 27 pantallas gigantes, han sido más de un millón trescientas mil. Hubo doscientas representaciones de Monarquías y Gobiernos, cada una con un máximo de cinco representantes. Los responsables del orden público (que, dicho sea de paso, ha sido perfecto en una ciudad tradicionalmente caótica), policía, ejército, voluntarios..., eran unos cuarenta mil. Un millar los médicos y enfermeros a disposición de la multitud. Todos los hospitales ciudadanos alertados y cuatro quirófanos de campo contínuamente disponibles (no hicieron falta). Prohibido volar sobre Roma todo el día; por cierto que, cuando hacia el final del funeral, la avioneta de unos políticos extranjeros intentó acercarse solamente al cielo de la ciudad, se levantaron inmediatamente dos cazas que la “convencieron” a alejarse y a aterrizar. 

He podido comprobar personalmente que durante estos días la inmensa mayoría de los peregrinos que esperaron pacientemente horas y horas (4, 7, 10, 12, 14...) para poder pasar un momento delante de los restos del Papa eran de los que yo llamo la “generación de la mochilla y el celular”, jóvenes. Gente que no la habían absolutamente obligado a venir, sino que lo hizo porque quiso, espontáneamente y a última hora, dispuestos a aguantar todas las incomodidades necesarias; que no venía a ningún concierto rock, partido de fútbol o algo parecido, sino a despedirse de un anciano de ochenta y cuatro años que les había dicho repetidas veces que tuvieran la valentía de no avergonzarse de su fe, de no ser súcubes del consumismo de nuestra sociedad, del hedonismo, del egoísmo...; que sabía cantar y bromear con ellos, pero también sermonearles amigablemente, siempre con franqueza e incluso a veces con dureza; les advertía que en la vida es necesario comprometerse en favor de los demás, que el camino no es fácil, pero vale la pena. Pero, ya se sabe cómo son los jóvenes: no siempre seguirán los consejos que se les dan, pero les gusta que las cosas se les digan sin tapujos, y sobre todo que quien se las diga sea coherente. Gente que vino, no por motivos políticos, deportivos o comerciales, sino porque, como dijeron algunos de los entrevistados, se lo debían a Juan Pablo II, y basta. 

¿Ha sido pues –como algunos han murmurado- algo simplemente emotivo, efecto de la propaganda televisiva, o vivido con profundo convencimiento? Yo puedo testimoniar que era impresionante la actitud de reflexión, participación e incluso de oración, de la mayor parte de aquella inmensa masa humana. Gente en silencio por las calles, o incluso arrodillada o sentada con la cabeza entre las manos..., sin avergonzarse de nada ni de nadie. Y me parece esperanzador el msm que estaba ya corriendo de un celular al otro: “Nos vemos de nuevo en Colonia el próximo agosto, para la siguiente <Jornada de la Juventud>, con el nuevo Papa”.

He leído artículos para todos los gustos en estos días: desde los que practican un culto a la personalidad que nada tiene que ver con aquello que el Señor dijo: “No tenéis más que un Padre, el del cielo; un Maestro, que es Cristo; y vosotros sois todos hermanos. El mayor entre vosotros sea vuestro servidor...” (Mt 23,8-11), hasta aquellos que han mirado con autosuficiencia o indiferencia cuanto ha sucedido, con la intención de dejar en ridículo la sinceridad de tanta gente, y aquellos que reconocían admirados que, no obstante los límites de todo ser humano, en estos años no ha habido un personaje político y sobre todo cristiano como este anciano que nos ha dejado.

Alguien ha comentado, con actitud quizás un tanto dolida y desdeñosa: “Los curas estarán contestos, es <su> victoria...”. No, no ha sido “nuestra” victoria. Y se equivocarían, a mi parecer, quienes se lo creyeran. En todo caso ha sido la victoria de alguien que era sacerdote, que no es lo mismo. Y la prueba estará en lo que quede dentro de unos días o unos meses. Ya sabemos que ha habido también emotividad pasajera, que entre quienes aplaudían al Papa no pocos luego no siguen lo que él les había dicho... ¡No somos ni ciegos ni tan ingenuos! Ha sido efecto de lo que una persona, por su humanidad, su fe, su entrega y su coherencia, es capaz de testimoniar y suscitar en una sociedad que predica exactamente lo contrario. Y otros muchos, sacerdotes, religiosos y laicos, estamos llamados, dentro de nuestros límites y posibilidades, a ser algo parecido. 

Como quizás habrán notado Uds. viendo el funeral por televisión, sobre el sencillo ataúd en que descansaban los restos del Papa, había sido colocado el libro de los Evangelios abierto. Durante la primera parte de la ceremonia, el viento (que en la Biblia es símbolo del Espíritu de Dios: Gen 1,2; Act 2,1-13, que sopla donde y como quiere: Jn 3,8, y este Papa amaba los símbolos), hizo pasar las hojas varias veces de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, hasta que al final lo cerró. Todo un símbolo de aquella que ha sido la vida de Juan Pablo II: predicar el Evangelio en todas direcciones y por todas partes, después de lo cual su voz primero y luego su vida se han ido acabando hasta poder decir con Cristo en la cruz: “Todo está cumplido” (Jn 19,30). 

Y ahora, miremos hacia adelante. No cometamos el error de querer que el Papa siguiente sea como el anterior; por respeto al que nos ha dejado y al que va a venir. Pidámosle que no imite a nadie, que sea él mismo, con su estilo, su humanidad, su fe y su coehrencia. No le exijamos que sea perfecto; no lo es ningún ser humano. Pidámosle que lleve a cabo su ministerio lo mejor que pueda y sepa: ¡es más que suficiente! El resto le toca a Dios, no al Papa, y a cada uno de nosotros. Juan Pablo II ha representado un momento histórico y eclesial; y hay que dar a cada momento sus características humanas y espirituales. ¡Dejémonos sorprender!

Hermano Juan Pablo II, gracias por tu vida, tu entrega, tu coherencia, tus gestos, tu humanidad, tu fe, e incluso tus límites físicos que, en estos últimos tiempos, a veces la televisión nos ha mostrado casi sin piedad. Y ahora ayúdanos a acoger con amor y respeto a aquél que va a ser tu sucesor: será el mejor regalo que te podamos hacer también a tí. 

Juan Pablo II, arrivederci!


Fuente: ciudadredonda.org