Juan Pablo II. Vivió y murió como un santo 

Ángel Carreras


Cardenales y obispos atienden al clamor popular
que desde el mismo día del funeral de Juan Pablo II pide su beatificación.

Dos minutos después de las diez de la mañana del 8 de abril, el ataúd de Juan Pablo II entraba en la Plaza de San Pedro. Cualquiera de los que allí estaban, ya fuese un joven pertrechado con saco de dormir o el presidente de los Estados Unidos, se dio cuenta de que estaba asistiendo a un acontecimiento histórico. Nunca antes una multitud tan numerosa y heterogénea había asistido a los funerales de ninguna personalidad del mundo. Nunca tantos jefes de Estado y de gobierno ni tantas autoridades de diferentes religiones habían estado juntas a la misma hora y en el mismo lugar. Nunca los dirigentes de países en conflicto, o incluso en guerra, habían llegado a saludarse e incluso a darse la mano: el presidente de Israel habló y estrechó la mano de los presidentes de Siria e Irán. Irán había acusado a Israel de querer su destrucción, y sin embargo sus presidentes se estaban saludando. El primer “milagro” post mortem de Juan Pablo II se producía allí mismo, ante las cámaras de televisión, y era de índole política.

El viento hacía girar las páginas del Evangelio que el maestro de ceremonias había puesto sobre el ataúd del Papa, hasta cerrarlo. Se produjo así uno de los símbolos inolvidables de ese día, como queriendo significar que Juan Pablo II había recorrido todas las etapas evangélicas y ya había llegado a su fin. Y cuando los sediari (así se llaman los portadores de la silla gestatoria papal, a la que este Papa renunció desde el primer momento de su pontificado), que en esta ocasión llevaban el sarcófago, antes de entrar en la basílica para conducirlo hasta su tumba, se dieron la vuelta para que la multitud congregada diera su último saludo al Papa, esa multitud no quería dejarles marchar. Mientras las campanas de San Pedro resuenan y todos los ojos del mundo están clavados en esa cruz grabada sobre el ataúd que abraza la “M” de María, a quien el Papa ha dedicado toda su vida, algo sucede: la plaza entera aplaude durante minutos interminables y aclama a una sola voz “santo subito” (santo ya). Es una petición y, al mismo tiempo, casi una provocación y una exigencia. De dicho clamor se hicieron eco todos los medios de comunicación del mundo.

A decir verdad, el mismo cardenal Ratzinger, celebrante que presidió la ceremonia como Decano del Colegio Cardenalicio, había pronunciado algunas frases que quizás suscitaron sorpresa en quienes conocen su carácter reservado: «Ninguno de nosotros podrá olvidar que en el último domingo de Pascua de su vida, el Santo Padre, marcado por el sufrimiento, se asomó una vez más a la ventana del Palacio Apostólico e impartió la bendición urbi et orbi por última vez. Podemos estar seguros de que nuestro amado Papa está ahora en la ventana de la casa del Padre, nos ve y nos bendice. Sí, bendícenos, Santo Padre. Confiamos tu querida alma a la Madre de Dios, tu Madre, que te ha guiado cada día y te guiará ahora a la gloria eterna de su Hijo, Jesucristo Señor nuestro. Amén». Esas palabras («en la ventana de la casa del Padre»), pronunciadas por una personalidad como Ratzinger, ¿no podrían ser consideradas como una “canonización” indirecta? O mejor, dado que esta materia es competencia exclusiva de un Papa, ¿no podrían ser entendidas como una confirmación por parte del cardenal del sentir del pueblo? Los hechos posteriores lo demuestran. El 12 de abril, el rotativo italiano Corriere della Sera publica el siguiente titular: «Wojtyla santo, la petición de Ratzinger», y en la noticia se puede leer «la carta de los cardenales en que piden al futuro Papa que “acelere” cuanto sea posible la beatificación del Papa Wojtyla está en manos del decano Joseph Ratzinger: será él quien se la entregue a quien sea elegido». Así pues, no es cosa de un solo cardenal, sino de unos cuantos.

Alguno de ellos se había anticipado en su pronunciamiento a la misma muerte del Papa. El Cardenal Ruini, Vicario del Papa para la diócesis de Roma, en la misa que presidía en la basílica de San Juan de Letrán el día 1 de abril (recordemos que el Papa murió a las 21:37 h. del sábado 2 de abril) sorprendió a todos con estas palabras: «(el Papa) ya ve y toca al Señor, ya está unido a nuestro único Salvador». Algunos entendieron que ya se había producido el óbito del Santo Padre, pero eso no ocurriría hasta el día siguiente. Sin embargo, qué duda cabe que, aun dichas en un contexto de fe “pascual”, dichas palabras son referidas sólo a los santos que gozan ya de la visión beatífica.

El mismo cardenal Sodano, Secretario de Estado (cargo vaticano equivalente al de jefe de gobierno), en la homilía pronunciada en el Vaticano por el alma del Papa el día 3, domingo de la Divina Misericordia –fiesta instituida precisamente por el difunto Papa–, se refería a él como «Juan Pablo II el Grande, (…) el heraldo de la civilización del amor». “El Grande” o “Magno” es un apelativo reservado a un reducidísimo grupo de pontífices, todos ellos santos canonizados oficialmente.

A las declaraciones de estos purpurados han seguido las de obispos de todo el mundo, lógicamente también en España. Ya el día 4, el cardenal Rouco se dirigió a más de tres mil fieles, jóvenes en su mayoría, en la explanada de la Catedral de Madrid, con estas palabras: «Todo nos hace suponer que él participa ya gloriosamente en ese único y victorioso sacrificio que Jesucristo crucificado, el Sacerdote eterno, presenta a la Gloria del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, intercediendo eternamente por nosotros: los vivos y los difuntos. ¡Seamos sinceros! ¿No nos sale del alma afirmar que el nombre que le cuadra a Juan Pablo II, a la vista de todo lo que hemos conocido, vivido y recibido de él como nuestro Padre y Pastor es el de santo? Lo que podría haber de convencional en esa forma de llamarle en vida: “Santo Padre”, ¿no desaparece y se diluye totalmente en esta hora de su llamada a la Casa del Padre? Ante las imágenes que se nos acumulan en la visión interior del alma, ¿no estamos legitimados para confesar con toda verdad que Juan Pablo II vivió y murió como un santo?». Otro de los primeros fue Mons. Joan-Enric Vives, obispo de Urgell y copríncipe de Andorra, que en la homilía pronunciada el día 5 en su catedral proponía que el Santo Padre fuera considerado como «beato» de la Iglesia y «un hombre bueno y grande de Dios». Y en el mismo sentido el arzobispo de Burgos, Mons. Francisco Gil Hellín, anunciaba el mismo día que se dirigirá por escrito a la Santa Sede para pedir que se inicie, en cuanto sea posible, el proceso de beatificación de Juan Pablo II. A estas manifestaciones han seguido muchas otras, hasta culminar en la del mismo Comité Ejecutivo de la Conferencia Episcopal Española, que publicó un mensaje en el que, entre otras cosas, se podía leer: «El Papa ha muerto con fama de santo».

Pero ¿podrá Juan Pablo II subir a los altares con la celeridad que el pueblo fiel y la mayoría de sus pastores reclaman? En cualquier caso, a la vista de los acontecimientos y de la universalidad de la solicitud, el arzobispo Nowak, secretario de la Congregación para las Causas de los Santos, según el diario La Razón, considera, por una parte, «“fantástico” el grito emitido por la muchedumbre» el día del funeral por el Santo Padre en la Plaza de San Pedro, y, por otra, «“verosímil” que el Papa venidero “proclame santo en breve lapso de tiempo” a Juan Pablo II», y «reconoce la validez de la “aclamación popular” vista estos días en Roma», pues «no es la Iglesia la que canoniza, sino el pueblo, que reconoce y atestigua la santidad de una persona». Además, Nowak «asegura que la documentación necesaria para proclamar santo al difunto Papa puede completarse en unos seis meses», de lo que se desprendería que parece predecir la beatificación para el próximo mes de octubre.

Pero, dado que es competencia exclusiva del Romano Pontífice, el balón se halla en el tejado de aquel que sea llamado a ser el 264º sucesor de Pedro. Las palabras de Mons. Glemp me parece que efectivamente ponen todo en su sitio: el Papa ya es santo, y tarde o temprano la Iglesia lo reconocerá oficialmente..

Fuente: ciudadnueva.com