El Juan Pablo que conocí 

Padre Pedro Rodríguez González


El 30 de enero de 1979, en el Seminario Mayor de Guadalajara, la frase que titula esta nota resonó como una invitación para un proyecto de vida. Desde entonces, mi vocación se impregnó del espíritu del Papa Juan Pablo II.

El pasado domingo 3 de abril, ante los restos mortales de Su Santidad, en la Sala Clementina de los Palacios Apostólicos, lo vi por primera vez, tan callado y al mismo tiempo tan elocuente. Ahora me hablaba de todo, como lo hizo durante más de 26 años. Ahí, en esa misma sala fue la última ocasión en que estreché su mano mientras le presentaba el saludo de todos los radioescuchas hispanoamericanos de Radio Vaticano.


“Archivo” del corazón


¡Qué saludable es sopesar los recuerdos, asimilarlos y archivarlos como experiencia! Al Papa acudíamos con todo lo que somos. Recuerdo que en la primera ocasión, lo único que se me ocurrió decirle fue: «Santo Padre, le pido una oración por mi madre, porque está muy enferma». Muy amable me respondió: «Juntos, juntos, oremos juntos». Era el 28 de octubre de 1990.

La segunda ocasión llegó con la consagración episcopal de nuestro querido amigo, el padre «Chinto», Jacinto Guerrero, elegido para dirigir la Diócesis de Tlaxcala. Al día siguiente, el 7 de enero de 1991, acudimos todos los miembros de la delegación tapatía, encabezada por el Arzobispo Juan Jesús Posadas Ocampo. En esa ocasión, la frase clave fue: «Guadalajara, Dios bendiga a Guadalajara».

La tercera vez que estreché su mano habían transcurrido apenas algunos minutos de que había añadido a la lista de los beatos, a nuestros santos mártires y a nuestra primera beata mexicana.


“Dios quiere mucho a los mexicanos”


Un recuerdo muy intenso se derivó de algo que tuvo lugar dos días después: El Papa visitó el Colegio Mexicano. Me gusta decir que hablé con él, en su propia lengua. Lo esperamos en la capilla. Después del saludo del Cardenal Posadas, el Papa nos habló, señalando nuestro privilegio y responsabilidad de vivir en Roma, junto a la Sede de Pedro, una experiencia extraordinaria de carácter eclesial. Juan Pablo II nos saludó a todos. Yo había preparado el «buenos días», en polaco: «Dzien dobry». Cuando tocó mi turno, logré llamar su atención con mi expresión. Me corrigió, aunque yo no sabía que me había equivocado: «No, no dzien dobry; dobry wieczór». Yo solamente correspondí con una sonrisa. Al día siguiente, un amigo polaco me aclaró que la expresión correspondía al «buenos días» que se da por la mañana; y que a esa hora debía ser «buenas tardes». En esa ocasión cenamos en la misma sala con el Papa; ninguno de los que estuvimos ahí recordamos el menú, hasta el apetito había venido a menos.

Entendí que el Papa no sólo leía el español, también lo hablaba, porque al final de la cena él mismo improvisó un bellísimo discurso que yo he llamado: «Dios quiere mucho a los mexicanos».

Por eso, el domingo pasado, mientras salía de los Palacios Apostólicos, fueron resonando las ideas que me deja por herencia: «Creo en Dios, rico en misericordia; en el Hijo Redentor del hombre, y en el Espíritu Santo, Señor y Dador de Vida», las encíclicas de mi formación en el periodo teológico.


Cómplice santo


Un tesoro que guardaré para siempre es lo que muchos hemos experimentado: Su mirada y su gesto. El día de la beatificación de la Madre Lupita Zavala, fui invitado a concelebrar la Misa. El Papa era trasladado en una plataforma. Al final de la Misa, colocaron al Papa, fortuitamente, enfrente de mí, tan sólo a pocos metros. Noté que inevitablemente me observaba. Al principio no me percaté de eso porque yo estaba atento a las expresiones de la Asamblea. Cuando lo vi, hice un gesto de asombro que seguramente entendió, porque me guiñó el ojo izquierdo, como cuando se es cómplice en algún asunto o se sobreentiende lo que está viviendo la otra persona.

El pasado domingo de Pascua, tuve una impresión involvidable. Comentaba para «Mundovisión» la Misa y el mensaje que era leído por el Cardenal Angelo Sodano. Estaba concentrado en el texto. De pronto, en una pantalla vi la imagen de Juan Pablo II, asomándose a la ventana de su estudio; entonces, dije: «Ahí está el Papa». Y cuando vi sus expresiones de dolor, su ansia por decir algo sin poder lograrlo y su mano impartiendo la bendición, me quedé mudo por unos momentos, hice una pausa y apagué el micrófono.

Con Juan Pablo II, sobre todo en sus últimos días, todos hemos sufrido un poco; y, con su muerte, muere también algo de nosotros; a fuerza de habernos dejado acompañar por su persona, mucho de lo nuestro se va con su partida.
¡Descanse en paz, Juan Pablo II!

Fuente: semanario.com.mx