Juan Pablo II o el extraordinario destino del hombre

Jaime Septién

 

La más grande característica del papa Juan Pablo II fue, sin lugar a dudas, su convencimiento de que el hombre y la historia encuentran su última explicación en Cristo. Esparció por todo el mundo este mensaje. De mil maneras. Lo expuso en encíclicas, lo grito en las plazas públicas, lo enseñó con su testimonio. Solamente un profeta de tamaña fe puede transmitir la verdad íntima del Evangelio a tantos otros, acostumbrados al vocerío y al escándalo; a la indiferencia y a vivir gobernados por el miedo.

Desde el pasado 2 de abril, cuando murió, se han escrito y dicho millones de ideas y palabras en homenaje a sus 26 años y cinco meses al frente de la Iglesia. La mayoría —hay que reconocerlo— muy bien estructuradas. Pero existe lo esencial, que no se ha tocado, quizá porque se da por hecho Juan Pablo II creía en Cristo como Redentor del mundo y que el amor tanto como la esperanza tienen su fuente de vida en las fibras del Sagrado Corazón de Jesús. Verdades y misterios que constituyen la identidad del católico, su orgullo y, en última instancia, su alegría de vivir.

El magnetismo ante las multitudes —que tanto se ha referido del Papa— no venía de ninguna otro lugar sino de su creencia profunda en el destino extraordinario del hombre, de todo hombre, es decir, ser llamado a la dignidad de hijo adoptivo de Dios. No había atrás ningún secreto o artilugio para conquistar a las masas. Lo que pasa es que en tiempos de tanta indolencia, de tanta flojera para creer en algo firme; el que se levanta asumiendo la Verdad de Cristo, Dios y Hombre verdadero, atrapa. Juan Pablo II arropó a millones de desvalidos y huérfanos espirituales con la enseñanza de que el Reino de Dios no es ajeno al mundo, que se inserta en la historia humana pero siempre con la mira puesta en la vida futura.

Mostró, por así decirlo, al hombre del Tercer Milenio que «la humanidad está llamada a traspasar el confín de la muerte, e incluso de la sucesión misma de los siglos, para encontrar el refugio definitivo de la eternidad, al lado de Cristo glorioso y en la comunión trinitaria» (Memoria e Identidad, P. 191). ¿Existe alguien capaz de hablar con más claridad al oído atribulado del hombre de esta época? Cuando horizontes de nubes negras se ciernen sobre la Tierra, un Papa que habla del amor y de que el mal nunca prevalecerá sobre la Iglesia («memoria viva de Cristo») porque su Señor actúa en ella, por ella, con ella, debe ser, por fuerza, un Pontífice que deje huella. Juan Pablo II la ha dejado ya: son miles los casos de conversión por su presencia. Serán miles, ojalá millones, los que se conviertan tras de su ausencia.

Su forma de encarar la muerte, sereno y feliz, nos llena de tranquilidad. Con el Libro de la Sabiduría, nosotros también debemos estar seguros de la inmortalidad. Nada de medias tintas; nada de que «a lo mejor no». La identidad del cristiano, evidenciada por Karol Wojtyla a lo largo de su vida –no nada más como Papa—, es una identidad dura, sin fisuras, tremendamente sólida, capaz de afrontar con amor el sufrimiento, el dolor y los abismos. Nos guió a saber despertar en nosotros el amor, sucedáneo del amor de Cristo, piedra sobre la que se edifica la mirada maternal de María, en la memoria de su Iglesia. Todos los cristianos podemos ser como él. La condición —lo dijo cuando se asomó a la multitud por primera vez como Papa— es sencilla: no tener miedo y abrirle a Cristo las puertas de nuestro casa, de nuestra alma.