La poesía del dolor

Jaime Septién

 

En un poema suyo, llamado Estanislao, Karol Wojtyla afirma que «donde la palabra no tuvo éxito, se impuso la sangre». Sentencia profética donde las haya. El papa Juan Pablo II, el gran comunicador, el hombre que ha esparcido el Evangelio por los cinco continentes, es, ahora, un testimonio de sangre, si vale asimilar la sangre al sufrimiento corporal.

El Papa ya no tiene manera —por lo menos ahora—de comunicarse mediante el habla; él, cuyo magnetismo procedía de su «manejo de la escena teatral» (recuérdese que antes de ser sacerdote fue actor del llamado «teatro rapsódico» polaco, una forma de teatro eminentemente verbal), ha ganado altura —si esto es posible—con su silencio dolorido.

La clínica Gemelli, el «Vaticano Tercero», como el Papa le llama, cariñosamente, a su tercera morada (tras del Vaticano y Castelgandolfo, la residencia de verano), se nos va haciendo a los católicos un signo: el de la lucha feroz del pontífice no por mantenerse con vida, a costa de cualquier precio, sino por el mandato recibido a través del Espíritu Santo, de guiar la barca de Pedro mediante el testimonio y el dolor, mediante la fe y la razón, mediante el compromiso y la esperanza.

En el poema a san Estanislao, muerto por defensa de la fe y por tanto mártir fundador, por segunda ocasión, de Polonia, Karol Woj-tyla quiere describir su Iglesia, la Iglesia eslava, la Iglesia católica bañada con la sangre del Cordero, y dice:

Quiero describir mi Iglesia,
En la cual, siglo tras siglo,
Han ido juntas la palabra y la sangre
Unidas por el soplo del Espíritu

Lo mismo podría decirse de su extenso y fecundo papado: en él han ido unidas la palabra y la sangre; la fuerza de lo dicho y las acciones ejecutadas, así como los dolores ofrecidos en bien de la humanidad pero, sobre todo, en favor del Evangelio, a favor de la Presencia de Cristo entre los hombres. 

El soplo del Espíritu ha estado continuamente sobre el Santo Padre, y no tiene por qué abandonarlo en la hora que se acerca su muerte. Le ha dado el don supremo de saber discernir y cumplir aquello del libro del Eclesiastés, de que hay un tiempo para todo: un tiempo para el estudio y el teatro, un tiempo para el sacerdocio, un tiempo para el papado exuberante y un tiempo para el testimonio del sufrimiento al iniciarse la última parte del camino. 

Éste ha sido esplendido. Maravilloso para el que lo sepa ver. Es Cristo de nuevo crucificado, varón de dolores que al despertarse de la anestesia tiene tiempo de escribir: «Pero aún sigo siendo todo Tuyo».

Fuente: elobservadorenlinea.com