En el aniversario del fallecimiento de Juan Pablo II

Padre Guillermo Juan Morado

El próximo 2 de abril se cumplirá un año del fallecimiento del Papa Juan Pablo II. Los católicos de todo el mundo, y muchas personas de buena voluntad, de distintas religiones, e incluso no creyentes, recordaremos ese día, con admiración y gratitud, a ese gran hombre, a ese gran cristiano, a ese gran Papa.  

Por avatares de la vida, me tocó en suerte vivir en Roma las jornadas que antecedieron a la muerte del Papa, así como los días que siguieron a su fallecimiento y a su entierro. Jamás podré olvidar el elocuente silencio de miles y miles de personas, congregadas en la Plaza de San Pedro, para orar, con lágrimas en los ojos y con pena en corazón, por el Papa que acababa de morir, en aquella tarde del sábado de Pascua de 2005.  

Para muchos de nosotros, Juan Pablo II era “el” Papa. Apenas habíamos conocido a otros. A Juan Pablo II, sí. Lo habíamos conocido, visto en televisión y en directo, lo habíamos escuchado. Le queríamos. Había influido profundamente en nuestras vidas con sus palabras y, sobre todo, con su ejemplo.  

Recuerdo la primera vez que vi al Papa. Tenía yo quince años. Juan Pablo II visitaba Portugal, en el mes de mayo de 1982. El 15 de mayo celebraba una Misa para las familias en el santuario de Sameiro, en Braga. No sabría decir por qué motivos, la celebración comenzó horas más tarde de lo previsto. La muchedumbre aguardaba impaciente al Santo Padre y el júbilo se apoderó de la explanada del santuario en cuanto se anunció su llegada. “El futuro del hombre sobre la tierra está ligado a la familia”, proclamó, con voz y gesto vigorosos, el entonces joven Papa. “La historia de la salvación pasa por la familia”, añadió. La defensa de la familia, el anuncio del Evangelio de la familia, ha sido una constante de su pontificado. Las Jornadas Mundiales de la Familia , que Benedicto XVI sigue promoviendo, han marcado un punto sin retorno en el compromiso de los católicos en el mundo.  

En ese mismo año, 1982, el Papa vino a España. Su viaje fue memorable, extraordinario, triunfal. El 9 de noviembre, en el aeropuerto de Santiago de Compostela, celebró la Misa del peregrino. Peregrino a Compostela, peregrino a España, peregrino de la fe: “He pasado por vuestra patria predicando a Cristo Crucificado y Resucitado, difundiendo su Evangelio, actuando como “testigo de esperanza”, y he encontrado por todas partes apertura generosa, correspondencia entusiasta, afecto sincero, hospitalidad afable, capacidad creadora y afanes de renovación cristiana”, nos decía el Papa.  

En 1989, con motivo de la IV Jornada Mundial de la Juventud , Compostela fue, de nuevo, el lugar de encuentro con Juan Pablo II. Miles y miles de jóvenes habíamos pasado la noche en el Monte del Gozo esperando al Papa. El 19 de agosto, en la Vigilia de Oración, el Papa nos hablaba de Jesucristo, Camino, Verdad y Vida. Y el día 20, en la Santa Misa , nos explicaba que la grandeza del hombre consiste en servir, a imagen de Cristo, que no vino a ser servido sino a servir.  

En agosto de 1991, en Czestochowa (Polonia), celebrábamos con el Papa la VI Jornada Mundial de la Juventud. Yo era entonces un sacerdote recién ordenado y pude palpar la vibración que la persona de Juan Pablo II causaba en los jóvenes polacos y en los demás jóvenes procedentes del resto de Europa y del mundo.  

Entre 1994 y 1999, mientras realizaba estudios en Roma, pude ver y escuchar con frecuencia al Papa, e incluso tuve la oportunidad de participar tres veces en la Misa que, a primerísima hora de la mañana, celebraba en su capilla del Palacio Apostólico. Sobrecogía la profundidad de su oración, su piedad, su fervor, y el interés sincero por cada uno de nosotros, al saludarnos después de la Misa.  

El 3 de mayo de 2003, en el aeródromo de Cuatro Vientos, en Madrid, un Papa ya envejecido y debilitado, se definía como un joven de 83 años, que afirmaba convencido que “vale la pena dedicarse a la causa de Cristo y, por amor a Él, consagrarse al servicio del hombre. ¡Merece la pena dar la vida por el Evangelio y por los hermanos!”. Al día siguiente, en la Plaza de Colón, canonizaba a cuatro santos y animaba a España a no romper con sus raíces cristianas.  

El último capítulo de este pequeño recordatorio, que es, a la vez, una mirada hacia atrás sobre mi propia vida, tiene como escenario Roma en los últimos meses de 2004 y en los primeros de 2005. El Papa, de voluntad de hierro, de fuerza interior enorme, parecía imponer el vigor de su espíritu a su debilitado cuerpo. Fueron meses de preocupación, de inquietud, de oración ante el Policlínico Gemelli. Pero fueron también los meses en los que Juan Pablo II dictó su más hermosa y conmovedora lección: el ejemplo de una muerte, en coherencia con toda su vida, vivida en las manos de Dios.  

El grito de la muchedumbre en su funeral, oficiado por el entonces cardenal Joseph Ratzinger, “santo subito”, “santo ya”, nos devolvía a una época de primigenia cristiandad, de puro Evangelio, cuando aquellos primeros cristianos sentían aletear sobre la Iglesia naciente el soplo del Espíritu. Sí, con Juan Pablo II, verdaderamente Dios ha bendecido a su Iglesia.