Cuando se ama la vida 

Rogelio Naranjo E., L.C. 

 

Hace ya un año, murió un hombre que quiso enseñarnos a vivir. Pero estos hombres no se acaban, se hacen vivos en los afortunados que pudimos conocerles. Nadie negará que fue alguien extraordinario. La muerte se inclinó frente a él, y él avanzó resuelto, llevando como insignia y cayado una cruz. Así cruzó de una vez para siempre el umbral de la esperanza. 

El calor del cielo se sintió en la tierra en esos días. Y Dios se lo llevó entre aplausos, lágrimas y oraciones hermosamente mezcladas. El hombre no posee más recursos para expresar la gratitud y, a la vez, el temor de perder a alguien tan grande. Una grandeza que consiste en hacerse a la medida de todos.

La muerte inmortalizó al heraldo de la vida de nuestros tiempos. Nos enseñó a vivir. Proclamó el Evangelio de la vida, porque conocía mejor que nadie lo que ésta significa. Pasó por épocas de sangre, guerras, opresiones. Los suyos partieron pronto a la otra orilla, inesperadamente. Él les vio irse y se quedó solo en el muelle. Pero hubo alguien que nunca le abandonó, que secó sus lágrimas y enjugó sus sudores. Una Mujer que le adelantó el cielo, y a la que él se consagró para siempre: Totus Tuus. 

La existencia para él era un reto, un camino, una montaña, un drama que le ofrecía la oportunidad de ser alguien, de no pasar. La amó, y cada mañana se abrazó a ella con intensidad. Viendo el dolor, la soledad, el cansancio del hombre, su falta de amor, ofreció su propio ser; se entregó a fin de dar sentido y calor a la existencia de otros. Era lo único que el Señor le había dejado, lo más valioso, y todo lo puso en sus manos.

Desde entonces jamás temió la muerte. Se encontraba en otras manos más fuertes. Acarició al niño como a la flor en capullo; estrechaba con vigor al joven en olor de primavera; impulsaba al adulto a erguirse en medio de la ventisca; besaba al enfermo que se quiebra en el dolor, y al anciano que se agota en la soledad y el abandono. 

Al obrero, al estudiante, al artista, al deportista, al médico, al empresario, al intelectual, a todos dirigió su palabra, a todos entregó el vigor y la juventud de su existir, sin distinción de personas, sexo, religión o raza. 

En esto consistió su evangelio: amar sin medida. Vivió para todos, por eso su muerte nos unió a todos. El mundo guardó silencio, se conmovió. No eran las lágrimas amargas de un último adiós las que corrían por nuestras mejillas. Eran las de la alegría de un hasta pronto.

Y así, el heraldo de quien es la Vida, se consumió difundiendo amor. Su muerte fue su último verso. Entre cirios encendidos, rosarios y pañuelos, se respiraba el estribillo de su pregón: «el amor es vida; y la vida, cuando se vive para los demás, es amor».