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La antorcha de Lolek
Víctor
Corcoba Herrero
Todo
un detalle para quien fue un valedor del auténtico deporte en
este mundo que estamos, sin ser del mundo. Si acaso, más somos
del verbo y la palabra. En cualquier caso, que un grupo de atletas
polacos lleven una antorcha encendida en la tumba de Juan Pablo II
hasta su tierra natal con motivo de la celebración del primer
aniversario de su fallecimiento, es un bellísimo gesto que
propicia la emoción más íntima, el encuentro más puro y el diálogo
de las flores que quieren ser poesía. Me gusta este aire de
versos que nos llenan el corazón en recuerdo de quien sembró la
palabra más honda y clara. Nos trae esa primavera inolvidable,
crecida en aromas e
inciensos que nos resucitan.
Tomar
la vía láctea de Juan Pablo II es un buen tren de fragancias con
sabor a bálsamo esperanza. Su apuesta fue siempre el diálogo,
basado en sólidas leyes morales. Por ello, el recurso a las armas
para dirimir las controversias las rechazó de plano, por lo que
representan de derrota de la razón y de la humanidad. Sano alivio
para este planeta armado hasta los dientes para desgracia de los débiles,
a los que él siempre arropó.
La antorcha de Lolek, como ha sido bautizada en referencia
al diminutivo con que llamaban sus familiares y amigos a Karol
Wojtyla, lleva consigo la lógica de la vida: sin sacrificio no se
obtienen resultados de luz y tampoco gozosas satisfacciones. Su
estado físico, siempre en forma, fue destacado por todos los
cronistas; quizás, por ello, se convirtió en el Papa de las mil
y un andanzas, saltando todas las fronteras como los deportistas
de alto nivel, y compareciendo ante multitudes, muchas superiores
a las que reúnen destacados eventos deportivos. Supo que la peor
prisión es un corazón cerrado y se abrió al mundo y el mundo se
abrió al Papa. Realmente esta hazaña de la antorcha es como ese
espejo de mar que nos traslada los besos de la luna a la tierra,
no importa la lengua, raza y cultura; todos nos vemos en esa tea
de sentimientos y gratitudes.
En cada uno de los lugares en los que se detenga la
antorcha se recogerán en un “Libro de oro” testimonios o
reflexiones sobre Juan Pablo II. Saltando todos los sueños, yo
también quisiera llegar a tiempo a algunas de esas soledades para
evocar con el más níveo de los poemas el hondo corazón de quien
fue El Grande, el buen atleta de Cristo, afanado en el bien de la
persona que no es otro que el cultivo de la verdad en verdad
vivida. Hoy, cuando hemos perdido tantos elementos centrales de
nuestra existencia, ensalzado el hombre-dios, que resuenen las
andanzas de Juan Pablo II es como reencontrarse con la libertad
que buscan los verdaderos poetas, con la capacidad del hombre de
amar el amor de amar, de llegar más allá y trascenderse a sí
mismo. Desde la eternidad también nos habla el santo Padre. Yo lo
siento. Gracias.
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