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Fallecimiento de SS. Juan Pablo II
+ Agustín García-Gasco Vicente, Arzobispo de Valencia, España
5
de abril de 2005
Fácil
es de entender que la muerte del Papa afecte profundamente a un
obispo, sucesor él también de los Apóstoles, pero vinculado al
sucesor de Pedro por lazos teológicos y afectivos; me afecta
sobre todo la muerte de Juan Pablo II, con el que tantas veces me
he encontrado, cuyo magisterio ha sido para mí luz en los años
que he vivido como obispo, y por cuya voluntad recibí la ordenación
episcopal. Los lazos afectivos, pues, refuerzan precisamente que
el Papa sea el vínculo supremo visible de la unión y de la
comunión de la Iglesia universal con las Iglesias particulares o
Diócesis.
El
Papa Juan Pablo II ha muerto y ahora lloramos su muerte. Pero lo
hacemos en la paz y en la esperanza que nos da Cristo, el Redentor
del hombre, que ha querido la existencia de la Iglesia, sin cuya
presencia ésta no existe. Pedimos también al Señor que acoja al
Santo Padre en su gloria, en la gracia completa; que acoja, sí,
su persona, su vida, su obra apostólica, su amor sacrificado en
ese bellísimo y definitivo encuentro con Cristo, el que ha
vencido a la muerte y al pecado, sobre todo al pecado de
injusticia. En los últimos años, el Papa no ha ocultado su vejez
venerable, su enfermedad, al ofrecer por la Iglesia hasta el último
momento de su existencia. Ha muerto con la dignidad del que cree
en Jesucristo, de modo lúcido, dando a la muerte el amén que ésta
tiene en el misterio cristiano. Demos gracias a Dios por su
testimonio.
Tal
vez sea ahora el momento adecuado de entender la decisión de Juan
Pablo II de no renunciar a su ministerio papal. Dirigir la Iglesia
no es dirigir una multinacional, he leído en algún diario. Es
servir a la comunidad de los creyentes y a todos los hombres y
mujeres de buena voluntad. ¿Y cómo se miden, cómo se
rentabilizan el servicio y el amor? ¿Quién puede saber y
garantizar cuál y cómo es su mayor eficacia? Las manifestaciones
que expresaban la conveniencia de que «el Papa se retirara a
descansar» indican un desconocimiento de quién es el Sumo
Pontífice en la Iglesia. «El Papa está en la Iglesia, es un
miembro cualificado de ella: vive de ella y para ella. Ninguna
forma de existencia cristiana ni ningún ejercicio de autoridad en
ella pueden olvidar las realidades cristianas que las fundan y a
las que sirven. El Papa está al servicio de la Iglesia. Ésta, a
su vez, es el resultado de la revelación de Dios al mundo por
Jesucristo, cuyo evangelio de la paz es el principio de una
existencia nueva para los hombres, que resulta de la participación
en la conciencia y en el ser mismo de Dios, tal como Él se la ha
comunicado en Jesucristo» (O. González de Cardenal, El País,
30-5-2002).
Pero
en esa vida iniciada por Jesucristo en su resurrección hay un
destello de la vida eterna ya aquí en este mundo. A la luz de
todo esto, entendemos que el Papa sea elegido en la Iglesia para
que asuma la responsabilidad suprema de velar por la memoria de
Cristo, por el anuncio de su Evangelio, por la comunidad de los
creyentes, por la paz y la esperanza absoluta que de ese Evangelio
de derivan para los hombres.
Sólo
quien crea en la perenne presencia de Cristo en su Iglesia, con la
acción iluminadora y defensora del Espíritu Santo, puede
comprender la confianza absoluta que se le otorga al Papa, al fin
un hombre débil, sometido al tiempo como todos los demás; y sólo
quien confía totalmente en la presencia de Cristo, como el Papa,
puede entregar la vida totalmente, aunque envejezca. Claro que
Juan Pablo II podía haber renunciado, pero si no lo ha hecho, eso
es tan bello, libre y digno de respeto como cualquier otra decisión
e incluso más, por lo que tiene de entrega total.
En
realidad, escuchando a Juan Pablo II, y viendo su vida, algo se ha
removido dentro de nosotros, lo confesemos o no. Es la nostalgia
de una vida iluminada por el Espíritu, en medio de un mundo que
nos empuja a la búsqueda de una felicidad puramente hedonista y
utilitaria. Es la nostalgia de Dios que anida en todos nosotros.
Al fin y al cabo, la consecución del bienestar material nos hace
naufragar en un mar de insatisfacciones. La soberbia contemporánea
creyó matar a Dios, como quien borra algo demasiado lejano, sin
saber que al matar a Dios estábamos matando una parte de nosotros
mismos que nos completaba, pues nuestra naturaleza no puede
entenderse sin esa vocación de espiritualidad. Y de esa nostalgia
nos ha hablado Juan Pablo II constantemente.
Creemos
que así ha agradado el Papa a Dios, y Dios lo ha amado. Dice la
Escritura en la primera lectura: «Madurando en pocos años,
llenó mucho tiempo» (Sb 4,13). ¿Son muchos o pocos años
los que Karol Wojtyla ha sido aquél en quien ha vivido Pedro?
Dios lo sabe y Él es soberano y quien por medio del Espíritu
dirige la Iglesia. Nosotros acatamos su voluntad y le agradecemos
la persona de este Papa. «Como su alma era agradable a Dios,
lo sacó aprisa de en medio de la maldad» (Sb 4,14).
Lo
que sorprende en el Papa Juan Pablo II es su magnitud. Su
actividad ha sido asombrosa, pues apenas es creíble, si uno no lo
ha visto, lo que ha hecho en estos casi veintisiete años:
gobierno de la Iglesia, viajes, discursos, atención a
muchedumbres incontables, atención también a la complejidad del
mundo, intervención en el examen de sus problemas, escritos
doctrinales de extraña profundidad. ¿Cómo es posible hacer todo
esto?
Creo
que todavía no hemos entendido lo que es capaz de hacer un hombre
o una mujer si se dejan llevar del Espíritu Santo de Dios
(segunda lectura), como hijos verdaderos de Dios. Juan Pablo II ha
vivido, también como Papa, el espíritu de hijo adoptivo que le
ha hecho clamar tantas veces: ¡Abbá! (Padre). ¡Qué capacidad
le ha dado el Espíritu de Jesucristo a este Papa! Los trabajos no
han pesado para él, pues siempre ha confiado en la plena
manifestación de los hijos de Dios. En efecto, podemos gemir, se
puede trocear nuestro organismo, pero poseemos las primicias del
Espíritu y sabemos que llega la redención también para nuestro
cuerpo.
Juan
Pablo II, en la que ha sido la última etapa de su vida, ha
escrito una encíclica sobre la Eucaristía; ha declarado el Año
de la Eucaristía y ha programado un Sínodo de obispos sobre la
Eucaristía. ¿Será que ha querido subrayar de dónde viene la
fuerza a los cristianos? ¿Será que ha experimentado él mismo en
toda su profundidad que la carne del Hijo del Hombre es la
verdadera comida y su sangre es la verdadera bebida? ¿Nos estaría
diciendo con ello que la Eucaristía como alimento nos garantiza
que Él, Cristo, habita en nosotros?
Muchos
creemos que Juan Pablo II ha sido un Papa con un alma
profundamente religiosa, mística, que es lo que debe ser un Papa.
Basta haber visto cómo rezaba el Papa en su capilla privada antes
de celebrar la Santa Misa. Y ahí está la explicación de su
inmensa actividad y de sus peculiaridades. Estamos un poco
cansados de explicaciones puramente sociológicas, políticas o
ideológicas sobre la actividad del Papa, cuando en uno de sus
libros, por ejemplo, lo dedicó casi exclusivamente a hablarnos de
su vocación sacerdotal, sin apenas alusiones a su Pontificado. Ahí
está también la razón de ese otro hecho: Juan Pablo II ha
suscitado, sí, entusiasmo, pero igualmente una dosis de
impaciencia, irritación y hasta hostilidad en otras personas. Según
un pensador católico, lo que ha sucedido es que «ha habido
muchas gentes que han vivido con la esperanza de asistir a una
debilitación del cristianismo, por lo menos del catolicismo, a
una disolución o resquebrajamiento, sin advertir que ha pasado
por incontables crisis mucho más graves. Hace dos decenios, la
aparición de Juan Pablo II hizo que se desvanecieran esas
esperanzas» (Julián Marías, diario ABC, 23-5-2000).
Creo
de verdad que uno de los grandes servicios de Juan Pablo II ha
sido hacernos ver que se puede ser cristiano católico siendo
perfectamente moderno, alejando de la fe católica ese sentimiento
de inferioridad, como si la fe en Cristo fuera algo pasado. Juan
Pablo II ha propuesto en su pontificado la regeneración de la fe
frente a un catolicismo que comenzaba a perder la confianza en sus
posibilidades intrínsecas; que se resignaba a que la fe quedara
como mero factor cultural, ético o estético, y a que la Iglesia
se diluyera anónimamente entre los poderes de la sociedad sin un
aportación específica, sin darnos cuenta de que la misma fe en
Cristo Salvador da certeza, seguridad y confianza en el futuro,
porque afecta profundamente al ser humano, que es el camino
primero de la Iglesia. Este ha sido un enorme servicio del Papa,
que han agradecido sobre todo los jóvenes. Con toda energía él
ha subrayado que la misión de cualquier cristiano, a pesar de sus
debilidades y pecados, consiste en identificarse con Cristo y eso
no pasa de moda, pues no hay fe sin un trato personal con el Señor,
el siempre joven, vivo en su Iglesia.
Si
quisiéramos sintetizar en pocas palabras los rasgos primordiales
del ministerio del Papa en estos casi veintisiete años, tendríamos
que hablar de la defensa de la persona, la no nacida y la
naciente, la pletórica de juventud y la que se agosta en la
vecindad de la muerte; también la libertad de los aprisionados
por regímenes políticos de izquierdas o de derechas, o por los
fundamentalismos religiosos; e igualmente la verdad que funda al
hombre y, liberándolo de la mentira, le abre al Eterno, a su
misterio personal y al prójimo. De ahí su defensa de los pobres
de este mundo, de su apoyo a una globalización de la solidaridad,
que por el desarrollo les saque de su pobreza severa. A muchos no
les ha gustado que el Papa defendiera todo esto, como tampoco su
total rechazo de cualquier guerra. Y obsesión suya ha sido
identificar y realizar al hombre y la mujer como seres morales. Ha
repetido, por ello, que no todo poder político, científico o técnico
funda una legitimidad moral.
Pero
no es hora de balances. Ha muerto el Papa, que como todo cristiano
necesita nuestra oración ante el Padre y por quien en esta noche
ofrecemos lo mejor que tenemos, la Eucaristía. Oremos, pues, por
Juan Pablo II, testigo de Jesucristo, pastor que nunca se rindió
en su servicio a la Iglesia. Que Dios le premie sus desvelos y su
afán de predicar el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo. Os
pido también que oréis por la Iglesia del Señor, y que os sintáis
ahora más hijos de la Iglesia, que está unida cuando ora por el
que ha sido sucesor de Pedro, y que sabe que Cristo no la
abandona, pues Él es el Salvador y el Redentor, y quien nos
acompaña y fortalece nuestra fe por medio del Espíritu
Consolador, el Paráclito, que hace siempre las cosas nuevas.
Mucho consuelo dan aquellas palabras que el viejo profeta dijo
hace tantos siglos: «Algo nuevo va naciendo, ¿no lo notáis?»
(Is 43,19). Seguro que Juan Pablo II nos exhortaría con parecidas
palabras. Con María, la Madre, del Señor esperamos una nueva
efusión del Espíritu. Que así sea.
†
Braulio Rodríguez Plaza, Arzobispo de Valladolid
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