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Ante
la muerte de SS. Juan Pablo II
+ D. Braulio Rodríguez Plaza. Arzobispo de
Valladolid, España
2
de abril de 2005
Para
un Obispo hablar de aquél en quien hoy vive Pedro o hablar del
Colegio Apostólico es sentir la persona de Cristo que quiere la
existencia de su Iglesia como Esposa; es recordar con admiración cómo
Jesús, la instituir a los Doce, «formó una especie de Colegio
o grupo estable y, eligiendo de entre ellos a Pedro, lo puso al
frente de él» (Lumen gentium, 19). Por tanto, por
disposición del Señor. Así como Pedro y los demás Apóstoles están
unidos por Jesucristo, así lo están el Romano Pontífice, sucesor
de Pedro, y los obispos, sucesores de los Apóstoles.
Pueden
ustedes entender, de este modo, que la muerte del Papa afecte
profundamente a un obispo, sobre todo la muerte de Juan Pablo II,
que ha llevado el timón de la barca de la Iglesia en los últimos
26 años, con el que tantas veces me he encontrado, cuyo magisterio
ha sido para mí luz en los años que llevo de obispo, por cuya
voluntad recibí la ordenación episcopal, precisamente por ser él
el vínculo supremo visible de la unión de la Iglesia Universal con
las Iglesias particulares o diócesis, y el garante de la libertad
de la misma Iglesia en el mundo.
Donde
mejor se expresa esa unidad y comunión del Santo Padre y los
Obispos y sus Iglesias es en la celebración de la Eucaristía, que
celebraremos por el Romano Pontífice en la Catedral en los próximos
días. «Toda la Iglesia, en efecto, se une a la ofrenda y a la
intercesión de Cristo. Encargado del ministerio de Pedro en la
Iglesia, el Papa es asociado a toda celebración de la Eucaristía
en la que es nombrado como signo y servidor de la unidad y de la
comunión de la Iglesia Universal» (Catecismo de la Iglesia Católica,
nº 1369).
El
Obispo de Roma y sucesor de san Pedro, así, «es el principio y
fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como
de la muchedumbre de los fieles» (Lumen gentium, 23).
Ahora lloramos su muerte y, en la paz y esperanza de Cristo, pedimos
al Señor que le tenga en su gloria y acoja su persona, su vida, su
obra apostólica, su sacrificio y su amor en ese encuentro bellísimo
y definitivo con Cristo, Redentor del hombre, que ha vencido a la
muerte, al pecado, sobre todo a la injusticia. Él nunca ha ocultado
su dolor y su enfermedad y ha ofrecido su vida por el mundo, por los
hombres y mujeres de esta humanidad a la que él ha amado y servido
tan hondamente. Impresionante el relato de sus últimas horas, como
creyente, como Obispo de Roma, como sucesor de Pedro. Damos gracias
a Dios por su testimonio.
Es
cierto que no se debe considerar a los obispos como vicarios del
Romano Pontífice, pues cada obispo en su Iglesia particular es
Vicario de Cristo para sus fieles. Él ha sido ciertamente el Pastor
universal, pero yo nunca he sentido que la autoridad moral de Juan
Pablo II en absolutamente haya anulado la mía; todo lo contrario,
la ha confirmado y tutelado, pues ésa fue la misión que Cristo dio
a Pedro. Por eso, repito, lloramos su muerte, pero, aunque momentáneamente
huérfanos, sentimos que pronto tendremos otro sucesor de Pedro, que
conduzca a la Iglesia Católica según los designios del Espíritu.
Porque
sabemos que el Señor nos guía por medio de los santos pastores,
por aquellos que oran mucho por su Pueblo; yo siento la entrega
total de Juan Pablo II a la Iglesia Universal, su palabra incasable
para anunciar el Evangelio y salir en defensa de la dignidad del ser
humano, su forma peculiar de vivir la fe y transmitirla, con la
seguridad de que Cristo, el Redentor del hombre, es quien enseña a
la humanidad cómo somos realmente.
Su
vida, tan conocida de todos, transcurrió en un siglo de enormes
avatares y él vivió la peripecia de niño, joven, sacerdote,
obispo y Papa con la seguridad de que en Cristo está la clave de la
existencia. Llevó a la Iglesia al tercer milenio con esperanza y
sin miedo y nos alentó con palabras como éstas: «¡Caminemos
con esperanza! Un nuevo milenio se abre ante la Iglesia como un océano
inmenso en el cual hay que aventurarse, contando con la ayuda de
Cristo. El Hijo de Dios, que se encarnó hace dos mil años, por
amor del hombre y la mujer, realiza también hoy su obra» (Novo
millennio ineunte, 58).
Pido
a los católicos: Orad por nuestro Santísimo Padre, el Papa Juan
Pablo II, testigo de Jesucristo, Pastor que nunca se rindió en su
servicio. Que Dios le premie su desvelo y su afán de predicar el
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo. Pido a todos los católicos
que oren por Juan Pablo II, que las comunidades cristianas ofrezcan
la Santa Misa en sufragio suyo, a partir del martes. Pedid también
por él en las misas de este domingo. Y os pido también que os sintáis
ahora más hijos de la Iglesia, que está unida y ora por su
Santidad, sabedora de que Cristo no abandona a su Iglesia y que el
Señor nos acompaña y fortalece nuestra fe.
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Braulio Rodríguez Plaza, Arzobispo de Valladolid
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