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Nuestro adiós al Papa
+ S.E.R. Mons. Héctor Aguer, Arzobispo de la
Plata, Argentina
Homilía
de la Misa en memoria y sufragio de S. S. Juan Pablo II.
Iglesia
Catedral, 7 de abril de 2005.
¡Se nos ha muerto el Papa! Ha muerto nuestro padre, el padre común
de los fieles católicos, pero que hoy es llorado más allá de
las fronteras visibles de la Iglesia, porque es reconocido –de
alguna manera– como padre de todos, como hermano mayor de la
doliente humanidad contemporánea.
Nos habíamos acostumbrado a tenerlo con nosotros, a percibir su
cercanía y a dejarnos atraer por el magnetismo profético, carismático,
de su personalidad. Su irradiación personal ha llegado a todos,
aun a aquellos que nunca han estado físicamente en su presencia,
o sólo han podido verlo de lejos, o en la pantalla del televisor.
Ha cautivado a los hombres inteligentes, a los sabios y poderosos
de este mundo, pero sobre todo lo han sentido próximo, como un
amigo, las gentes sencillas, la multitud de los pobres, los
ancianos, los enfermos y los jóvenes. Todos conocían a Juan
Pablo II; lo conocían y lo amaban, de tal modo que el nombre de Papa
ya no parecía sólo un título, sino la expresión de aquella
relación real que se experimentaba frente a él. Según su tenor
griego originario esa palabra, Papa, significa, cariñosamente,
papá.
Se nos ha muerto el Papa y rezamos por él. Aunque una íntima
convicción, una serena confianza, nos lleva a pensar que como
servidor bueno y fiel ha entrado ya en el gozo del Señor, sin
embargo, según la tradición de la Iglesia, ofrecemos por él la
fragancia satisfactoria de la Misa y le pedimos a Dios que habiendo
hecho las veces de Cristo en la tierra, sea recibido por él en la
gloria eterna.
Hizo las veces de Cristo, fue su vicario. La referencia a
Jesucristo, Redentor del hombre, es la clave de interpretación
del pontificado del Papa Wojtyla. Ya en su primer mensaje, en
1978, exhortaba a los cristianos, y al mundo todo, a abrir las
puertas al Redentor, a no tener miedo de hacerlo. Pocos años
después, él mismo recordaba: Desde entonces mis sentimientos
y pensamientos estuvieron siempre dirigidos a Cristo Redentor, a
su misterio pascual, cumbre de la revelación divina y actuación
suprema de la misericordia de Dios para los hombres de todos los
tiempos. Después de la celebración del gran jubileo, que él
quiso se viviera como un acontecimiento singular, como un nuevo e
íntimo encuentro con Cristo, nos ha invitado con insistencia a
contemplar el rostro del Señor, muerto y resucitado por nosotros,
para penetrar más y más en la profundidad de su misterio. Últimamente,
nos ha señalado la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía
como fuente de vida eclesial, epifanía de comunión con los
hermanos, principio y proyecto de la misión de los cristianos en
el mundo para un compromiso activo de solidaridad al servicio de
los últimos, de las múltiples pobrezas de nuestro tiempo.
En estos días se ha señalado con razón la importancia política,
social y cultural del pontificado recién concluido. El antiguo
arzobispo de Cracovia, tal como ahora podemos comprender, pareció
especialmente, providencialmente, preparado para afrontar los
conflictos de un siglo torturado, dramático, y el pasaje incierto
a un nuevo milenio. Por su formación intelectual, su experiencia
de vida, la profundidad de su oración y su instinto pastoral,
supo referirse a esas cuestiones que aún nos conmueven en la hora
presente hablando con simplicidad desde el corazón mismo de la
fe. Juan Pablo II conoció de cerca en su juventud la brutalidad
del paganismo nazi y denunció la devastación humana provocada
por el totalitarismo comunista, el vacío espiritual causado en
las personas y en los pueblos por el ateísmo sistemático de ese
régimen opresor. Pero advirtió también sobre las carencias
humanas el capitalismo, sus consecuencias despiadadas de explotación
y semi-esclavitud, y sobre la alienación implicada en el
relativismo posmoderno, en la vivencia individualista y hedonista
de una libertad arbitraria, ajena a la auténtica verdad del
hombre y a su esencial referencia al Creador. Nos recordó que una
democracia sin valores se convierte fácilmente en un
totalitarismo desembozado o encubierto. En los areópagos del
mundo contemporáneo habló desde el corazón mismo de la fe;
exhibió en todos los ambientes y ante todos los problemas, una
nueva, libre y confiada proposición de la verdad sobre el hombre,
a la luz del misterio de Dios Uno y Trino, de la revelación
plenaria de Cristo. Fue la suya una cosmovisión marcadamente
religiosa, como fue esencialmente religiosa su misión. No podía
ser de otra manera; él era el Papa, Vicario de Cristo, y fue un
cabal hombre de Dios.
La centralidad del hombre, característica de la cultura moderna,
es pensada y vivida frecuentemente como un antropocentrismo
cerrado a la trascendencia, autosuficiente, que según la lógica
implacable del inmanentismo, conduce a la soledad, al tedio, a la
carencia de sentido, a la destrucción. El Papa Juan Pablo, como
pensador y como pastor, insertó la centralidad del hombre en el
misterio de la Encarnación. El genuino interés por lo humano
demostrado en las enseñanzas y obras de su pontificado, procede
de la contemplación de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre,
en quien nos llega la misericordia del Padre y la fuerza
transformadora del Espíritu Santo. Muchas veces citó aquella fórmula
consagrada por el Concilio Vaticano II: el misterio del hombre
sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado… Cristo,
el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y
de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le
descubre la sublimidad de su vocación (Gaudium et spes,
22). Y proyectó la luz del misterio de Cristo, el Verbo
encarnado, sobre la vida concreta de la sociedad contemporánea,
de las culturas de los pueblos de la tierra. De allí su defensa
de la dignidad de la persona y de sus derechos fundamentales, la
exaltación del valor de la vida humana y su carácter inviolable
contra el crimen del aborto y la impiadosa piedad de la eutanasia;
de la misma fuente procede un camino original de promoción de la
condición femenina, la afirmación clara del carácter
irremplazable de la familia fundada en el matrimonio del varón y
la mujer, el respeto y el amor para con todos, especialmente para
los más pequeños hermanos de Cristo.
Hemos visto a nuestro Papa, desde el principio de su ministerio,
empuñar como un báculo la cruz, y en los últimos años, a
medida que el dolor lo agobiaba, apoyarse fuertemente en ella. Él
creyó en la ignominia gloriosa de la cruz, en la que se
manifestó el juicio del mundo y el poder de Cristo crucificado
(Prefacio I de la Pasión del Señor). Dio testimonio, con su
predicación y con su vida, del misterio pascual de Jesús, de su
triunfo sobre la muerte, de aquella resurrección que es fuente de
nuestra esperanza. Su testimonio fue elocuente: mostró el sentido
del sufrimiento humano, la capacidad redentora, encerrada en él,
de sumarse a los padecimientos de Cristo. Nos enseñó a
comprender y asumir en el corazón el sufrimiento de los
inocentes, de las multitudes hambrientas y oprimidas, a
prodigarnos, según nuestras posibilidades, en el servicio de los
pobres, de los humillados, de los que soportan el atropello de los
poderosos, de quienes padecen la guerra, la miseria moral y
material. Porque la cruz gloriosa señala la meta de una esperanza
trascendente, pero a la vez inspira y sostiene la lucha por la
justicia, la libertad y la paz.
Al comienzo del nuevo milenio, el Santo Padre llamó a la Iglesia
a escuchar y obedecer con gozo las palabras con que el Señor
exhortó a Pedro y a sus primeros compañeros a adentrarse en el
mar para echar las redes: Duc in altum!, ¡guía mar
adentro! Esta palabra –decía– resuena también hoy
para nosotros y nos invita a recordar con gratitud el pasado, a
vivir con pasión el presente y abrirnos con confianza al futuro:
Jesucristo es el mismo, ayer, hoy y siempre (Novo millennio
ineunte, 1). La estela está marcada en las aguas, la nave
sigue en marcha, la Iglesia continuará surcando el mar, tantas
veces proceloso, del mundo. Otro será el timonel visible, pero
Jesús estará siempre en la popa, durmiendo sobre el cabezal,
aunque alerta para acudir si es preciso en ayuda de los discípulos,
si fueren tentados por el miedo a causa de su menguada fe (cf.
Marcos 4, 38 ss). La misión de la Iglesia no puede interrumpirse.
¡El Papa ha muerto! decimos hoy, conmovidos, al despedir al gran
pontífice que fue Juan Pablo II. ¡Viva el Papa! diremos dentro
de unos días, para aclamar a su sucesor. También en él veremos
al siervo de los siervos de Dios, al que ejerce en la Iglesia el
ministerio del sucesor del apóstol Pedro, el Obispo de Roma, que
Dios ha constituido como principio y fundamento perpetuo y visible
de unidad (Ut unum sint, 88).
Despedimos a Juan Pablo II. Nos unimos espiritualmente a lo que
ocurre en la basílica de San Pedro, donde dentro de pocas horas
será sepultado; nos sentimos hermanados con los fieles romanos y
con los peregrinos allá reunidos, con los hombres y mujeres de
buena voluntad que sin compartir nuestra fe se inclinan
respetuosos ante ese eximio testigo de la verdad y del amor. ¡Cómo
no ha de emocionarnos la congoja ecuménica que se ha manifestado,
la espontánea admiración universal! Nosotros damos gracias a
Dios por este gran pontífice que nos ha confirmado en nuestra
identidad católica, en nuestra adhesión a Cristo, en la alegría
de la fe. Lo encomendamos a la Madre de Dios, a la que ha amado y
ha enseñado a amar con ternura filial. Totus tuus, le ha
dicho: soy todo tuyo, María, tuyas son todas mis cosas. Ahora
podrá repetírselo, como una beatificante letanía, por toda la
eternidad.
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