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Juan Pablo II,
la fuerza de la fe
Padre
Guillermo Juan Morado
“Las
canas del hombre son la prudencia, la edad avanzada, una vida sin
tacha” (cf Sabiduría 4, 7-15). El libro de
la Sabiduría
medita sobre la muerte prematura del justo: es
mejor morir joven, siendo justo, que vivir largos años siendo impío.
El texto bíblico nos hace comprender que el cómputo de los años,
a los ojos de Dios, no tiene como único ni principal criterio la
cantidad, sino la calidad, la intensidad de la propia vida. En
conformidad con este razonamiento, podemos pensar que si el justo
vive muchos años, su existencia en la tierra será
particularmente preciosa, porque habrá llenado sus horas y sus días
de amor de Dios y de servicio a los hermanos.
La
vida del Papa Juan Pablo II, de un “joven” de ochenta y cuatro
años, como él mismo se definió en el aeródromo de Cuatro
Vientos, en su última visita a España, fue una vida a la vez
larga e intensa. Nacido en Wadowice el 18 de mayo de 1920, Karol
Wojtyla fue un testigo singular de los acontecimientos dramáticos
que sacudieron la historia europea del siglo XX: la ocupación
nazi de su patria, el horror de
la Segunda Guerra
Mundial, la tiranía del comunismo soviético, la
guerra fría. Como Sucesor de Pedro, guió a
la Iglesia
universal durante veintiséis años, en lo que
fue uno de los pontificados más largos de la historia de
la Iglesia.
Desde
una consideración meramente externa, la labor llevada a cabo por
Juan Pablo II fue ingente. Realizó 104 viajes apostólicos fuera
de Italia y 146 por el interior del país. Como Obispo de Roma
visitó 317 de las 333 parroquias romanas. En las 1166 audiencias
generales, que celebraba los miércoles, se encontró con más de
17.600.000 peregrinos. En 1985 inició las Jornadas Mundiales de
la Juventud. En
las diecinueve Jornadas que presidió reunió a
millones de jóvenes de todo el mundo. En 1994 inauguró los
encuentros mundiales de las familias, anunciando incansablemente
el Evangelio de la familia y de la vida. Se reunió en Asís con
representantes de todas las religiones para orar por la paz.
Celebró el Gran Jubileo del 2000, el Año de
la Redención
, el Año Mariano y el Año de
la Eucaristía. Proclamó
a 1338 beatos y a 482 santos. Escribió catorce
encíclicas, once constituciones apostólicas, cuarenta y cinco
cartas apostólicas. Promulgó el Catecismo de
la Iglesia Católica.
Reformó los Códigos de Derecho Canónico
Occidental y Oriental.
Pero
esta tarea pastoral verdaderamente asombrosa ha ido acompañada, e
impulsada, por la convicción profunda de un testigo del
Evangelio. El Santo Padre comunicaba a los demás lo que él vivía.
Todo su ministerio y toda su existencia eran como un indicador que
apuntaba siempre a Jesucristo, el Camino,
la Verdad
y
la Vida.
En
un mundo que ha perdido en buena medida el sentido de lo divino;
en una sociedad agitada por la intranquilidad y por el miedo; en
medio de una humanidad que experimenta la angustia de vivir y de
morir, el Papa Juan Pablo II ha sabido sembrar en los corazones la
nostalgia y el deseo de Dios. Jesús decía a los suyos: “No
perdáis la calma: creed en Dios y creed también en mí” (Juan
14, 1-6). El sosiego y la esperanza manan de la fe, de la
confianza en Dios, de la adhesión incondicional a Jesucristo. ¿Acaso
no fue este el mensaje que incansablemente, desde el primer
momento, transmitió el Papa? En la inauguración de su
pontificado, el 22 de Octubre de 1978, Juan Pablo II invitaba a
confiar en Jesucristo y a no temer: “¡No tengáis miedo!;
abrid, más aun, abrid de par en par las puertas a Cristo... No
tengáis miedo. Cristo sabe lo que hay dentro del hombre. Sólo Él
lo sabe!”. Palabras que repitió el 16 de octubre de 2003, en la
celebración del vigésimo quinto aniversario de su elección como
Sucesor de Pedro.
Sus
últimos meses y días de vida en la tierra han testimoniado con
singular elocuencia la fuerza que brota de la fe y de la
esperanza. El Papa había escuchado las palabras de Jesús: “En
la casa de mi Padre hay muchas estancias, y me voy a prepararos
sitio”. En la tarde del sábado 2 de abril de 2005, en un cierto
momento, dijo: “Dejadme ir a la casa del Padre”.
Reunidos
en torno al altar del Señor, encomendamos en este aniversario de
nuestro querido Papa el eterno descanso de su alma; damos gracias
a Dios por su vida y, unidos a él por la comunión de los santos,
nos ponemos a los pies de María,
la Madre
de
la Iglesia
, de quien Juan Pablo II quiso ser “todo
suyo”. Ella,
la Virgen María
, es para todos nosotros, como lo fue para
el Papa, signo de esperanza cierta y de consuelo. Amén.
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