Un año sin él

Jaime Septién

 

Todos sabemos lo que estábamos haciendo cuando nos enteramos de la muerte de Juan Pablo ll. Un servidor, mi mujer y mis hijos paseábamos en coche por Austin, Texas. 

Recuerdo la nota que dio la radio y cómo los automovilistas bajaban su velocidad en pleno freeway. De inmediato escuchamos el mensaje del presidente Bush, de EU, a quien el Papa se había opuesto, primero en la invasión a Afganistán (2001) y, más tarde, en la guerra en contra de Iraq (2003). Fue un mensaje serio: el mundo, dijo Bush, perdía al «campeón» de la paz. En efecto, lo perdió.

Tres meses antes había muerto mi padre. Un ramalazo de orfandad me atenazó de pronto. Ahora se iba el Papa que había cubierto más de la mitad de mi existencia. Para mí era «el Papa». Además de su grandeza, su profundidad, su amor por el ser humano, estaba su cercanía. Él cambió el concepto del Papa «en Roma» por el del Papa en todo el mundo.

Después vinieron los funerales, el grito de «santo súbito» de la gente congregada en San Pedro, las inmensas filas para visitar su tumba (que aún siguen), la profusión de sus milagros... Cualquiera que haya estado cerca de él habrá sentido lo que la prensa del corazón llamaba «su magnetismo», que no era otra cosa sino su fe absoluta, inquebrantable, en Dios.

La obra de Juan Pablo ll ha ido creciendo. En estos doce meses apenas si hemos sentido el paso del tiempo. Buena parte de la «culpa» recae en Benedicto XVI, su sucesor y excelso continuador de la tarea de enfrentar al relativismo de la época con la verdad del Evangelio.

Las plazas siguen llenas. Las iglesias también. La semilla sembrada por Juan Pablo ll está produciendo buena cosecha. La barca de Pedro tiene timón y tiene rumbo. Las fuerzas del mal no prevalecen sobre ella. Ni prevalecerán.

Sobre aquella mañana de octubre de 2001, en la que, estando en su capilla privada (admirando un «vía crucis» en concha nácar, regalo de Yasser Arafat), el papa Juan Pablo ll pasó al lado, me bendijo y vi su rostro dolorido por el parkinson, la artrosis de la rodilla y el cansancio, pero enhiesto, enfrentando al imperio herido de Estados Unidos y salvando a la humanidad de la guerra, elevo un recuerdo emocionado y una plegaria hasta la Casa del Padre, desde donde Lolek nos mira.

Fuente: elobservadoremlinea.com