Juan Pablo el Grande: un año ya en la Casa del Padre

Diana R. García B.

 

El 2 de abril de 2005 el mundo cristiano era presa de un doble sentimiento: tristeza porque no estaba ya entre nosotros una de las personas más sabias y santas de todos los tiempos, y alegría al saber que nuestro gran Juan Pablo II, después de tantos trabajos y sufrimientos padecidos, entraba para siempre en el gozo de su Señor, porque Jesús le dijo ese día: «Hoy estarás Conmigo en el Paraíso».
Por Diana R. García B.

A las diez de la noche, hora de Roma, del sábado 2 de abril de 2005, el vicesecretario del Estado Vaticano, monseñor Leonardo Sandri, salió a la plaza de San Pedro, tomó el micrófono y comenzó no una oración por la salud del Papa, como todos esperaban, sino un anuncio para los 40 mil cristianos presentes que rezaban el rosario: Juan Pablo II había sido llamado por Dios a la Casa del Padre.

Poco antes el vocero de la Santa Sede, Joaquín Navarro-Valls, había adelantado a la prensa: «El Santo Padre ha fallecido esta tarde a las 21: 37 horas en su apartamento privado».

No sólo en la plaza de San Pedro la gente había estado rezando por el Papa ese día y los anteriores, sino también en miles y millones de templos y hogares de todo el planeta. Pero, ¿qué era lo que pedía la gente en su oración? Al principio, y con toda lógica, nadie quería sentirse huérfano, así que la oración general era para que Dios le devolviera la salud. Después, tras conocerse el enorme sufrimiento físico del Papa a causa de su enfermedad, el pueblo cristiano supo renunciar a su propio deseo y oró para que, si tal era la voluntad de Dios, Juan Pablo II pudiera entrar pronto «en el descanso de su Señor».

A pesar de que se le esperaba, pues, la muerte del Papa fue una gran sacudida, uno de los momentos de mayor intensidad que puede recordar la humanidad. Pero, tras un silencio escalofriante, algunos jóvenes en San Pedro comenzaron a cantar: «¡Aleluya! ¡Resucitará!». Y luego vino la respuesta de la gente: un inmenso y prolongado aplauso que resonó en toda la plaza. Era el último homenaje a Juan Pablo II, Juan Pablo el Grande, el hombre de Dios.

San Pablo escribió lo siguiente: «Hermanos, no queremos que estéis en la ignorancia respecto de los muertos, para que no os entristezcáis como los demás, que no tienen esperanza» (1 Tes 4, 13). Las lágrimas vertidas por el Papa no fueron por falta de esperanza, puesto que los cristianos la tenemos: «Pues de no esperar que los soldados caídos resucitarían, habría sido superfluo y necio rogar por los muertos» (II Mac 12, 44). Fueron llantos de amor, como el de Cristo por su amigo Lázaro: «Jesús se echó a llorar. Los judíos entonces decían: 'Mirad cómo le quería'» (Jn 11, 35-36), o el de los cristianos de Mileto por Pablo: «Rompieron entonces todos a llorar y, arrojándose al cuello de Pablo, le besaban, afligidos sobre todo por lo que había dicho: que ya no volverían a ver su rostro» (Hch 20, 37-38).

La última lección que nos dio Juan Pablo II fue la de cómo muere un auténtico cristiano. Era la víspera de la fiesta de la Divina Misericordia, y el Papa había escrito días antes un mensaje para la ocasión. Decía, entre otras cosas: «Aprende a reconocer en la Cruz el signo mas elocuente de la Misericordia Divina». 

En otras palabras, no hay Domigno de Pascua sin Viernes Santo. Juan Pablo amó en su propia cruz la Cruz de Cristo, y ahora vive la Pascua eterna, la fiesta que nunca se acaba en el Cielo. Sabía lo que venía, por eso sus últimas palabras fueron: «Dejadme ir a la Casa del Padre».

Fuente: elobservadoremlinea.com