Juan Pablo el Grande

Gabriela Cosío

 

Era el domingo 3 de marzo, Domingo de la Misericordia, domingo del tiempo pascual. Estaba en Misa, no había ningún asiento disponible y el ambiente estaba cargado de tristeza, pero lleno de esperanza; y es que este fue el ejemplo que Juan Pablo II nos dio durante todo el tiempo de su pontificado. Juan Pablo II había retornado a la casa del Padre y todos los presentes llorábamos su partida como la de un ser muy querido, y es que eso es Juan Pablo II para la mayoría de los cristianos. 





Recuerdo la primera vez que lo vi en persona, durante su primera visita a México, en Tlatelolco donde vivía mi abuela materna; ella y yo paradas en la calle, listas para agitar los globos blancos y amarillos cuando él pasara en su coche blanco. En aquellos días yo era una de tantos católicos sólo de nombre, nada de obras, nada de fe; de esos “mochos” a los que las falta la mejor parte, sentarse a los pies de Jesús y escucharlo. Aún así su personalidad me impactó. 

Recuerdo también cuando se dio el atentado contra él, todos hablaban de eso, pero un hecho que me impactó fue cuando lleno de misericordia visitó al hombre encarcelado que intentó asesinarle. Aún recuerdo esas imágenes en la TV; fue un testimonio que quedó grabado en mi corazón y que me ayudó a comprender un poquito, por mi pobreza de la vivencia de la fe, lo que es el perdón. 

Recuerdo también mi emoción al verlo en Roma, en una de la audiencias, ya una vez iniciada mi conversión, a tan sólo unos metros de donde yo estaba, saludando y bendiciendo a los enfermos con tanta ternura. No era pose, no era por compromiso, era una empatía que se notaba con cada uno de ellos, era Jesús que resplandecía a través de este hombre que se dejaba poseer por Él. 

Recuerdo cuando con gran humildad pedía perdón por los errores cometidos por la Iglesia. “Pero ¿cómo es esto posible?”, me preguntaba. ¡Qué valor me dio este gesto para no tener miedo a reconocer mis errores, para comprender que somos débiles y no debe admirarnos que caigamos! 

Recuerdo cada momento en el que sediento de unidad trabajó sin descanso por conseguirla, acogiendo a aquellos diferentes en sus creencias, amándolos, respetándolos. Y qué significado tan grande tiene esto para mí que soy parte de MATER UNITATIS, en donde la consigna es “¡AMAR HASTA HACER LA UNIDAD!” 

Recuerdo su última visita a México, en donde se le veía cansado, anciano y enfermo, aceptando con amor su sufrimiento, y al mismo tiempo lleno de vida y lucidez, fruto de una vida completamente entrelazada en su interior con Jesucristo. Recuerdo cuando al preguntarle si renunciaría respondió: “¿Acaso quiso Jesús bajar de la Cruz?” 

Recuerdo su último testimonio, cuando atravesó el umbral de la muerte confiado y esperanzado en Dios. 

Tantos recuerdos que me hacen exclamar: ¡Gracias, Dios mío! Por este hombre que vivó su vida a imitación de tu Hijo. Que nos ha dado testimonio de lo que haces cuando la persona se entrega sin condiciones a tu divina voluntad. Juan Pablo el Grande, que es grande porque supo hacerse pequeño y ha sido para muchos ejemplo de cómo vivir la fe con valor y esperanza. 

Fuente: materunitatis.org