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Juan Pablo II: seguir a Cristo es posible también hoy
Rodrigo Guerra López
El día 2 de abril de 2005, murió el Siervo
de Dios, Juan Pablo
II. El tiempo
transcurre con rapidez. Los eventos que marcan nuestra historia
se siguen sucediendo. Sin embargo, algo peculiar está pasando.
La gente lo recuerda con gran afecto. Aún sus peores enemigos
matizan sus críticas y prefieren callar. En Roma continúan las
largas filas para visitar su tumba. No es extraño encontrar en
ella flores, imágenes y cartas. ¡Las personas le escriben a Juan
Pablo II aún sabiendo que está muerto! ¿Cuál es la intuición
detrás de estos gestos? ¿Por qué miles de personas diariamente
se detienen frente a una lápida de mármol en la que no existe
prácticamente ninguna ornamentación? ¿Por qué mucha gente, aún
alejada de la vida de la Iglesia, se encomienda a su intercesión
con gran confianza? Ésta es la primera de tres semblanzas de
Juan Pablo II.
En el año 2000 un «analista» dijo en una conferencia que tal vez
el cariño y el seguimiento al Papa Juan Pablo II decaerían tras
su muerte. La premisa de esta afirmación era que el Papa era una
figura construida por los medios de comunicación, un producto
simbólico de una sociedad que busca consuelos evanescentes ante
sus necesidades y angustias reales. ¡Qué equivocada estaba esta
apreciación! Juan Pablo II no era simplemente una figura de
moda, su persona no fue un mero «hecho» que se agota en el
pasado. Al parecer la vida y la presencia de este Papa
configuran un auténtico «acontecimiento», es decir, un evento
que comienza en un punto del tiempo y que permanece interpelando
la vida y las conciencias.
¿Es esto posible? ¿Cómo la vida de un ser humano frágil y
limitado como cualquier otro puede trascender así?
Cuando se utilizan los recursos de las diversas ciencias
sociales y humanas para la comprensión de un fenómeno en casos
como el que nos ocupa, las herramientas metodológicas encuentran
un punto límite. Ni el más sofisticado estudio de psicología
social, de antropología de la religión o de sociología puede
desentrañar el hecho empírico de que la presencia de Juan Pablo
II permanece como un referente significativo para la vida de
muchas personas. En situaciones como ésta es preciso decir: aquí
sucede algo que rebasa la dinámica convencional de la
convivencia y de la interacción social, aquí sucede algo que
requiere otro tipo de aproximación.
La existencia de héroes y pro-hombres en las sociedades no es
extraña. De cuando en cuando los pueblos veneran la memoria de
las personas que hicieron un gran bien, que participaron en una
gran batalla, que adquirieron por diversas circunstancias algún
tipo de fama. Sin embargo, con Juan Pablo II las cosas no son
exactamente así. No ponemos en duda su fama, sus grandes luchas
y mucho menos el bien que hizo. Lo que deseamos señalar es algo
más: Juan Pablo II no es grande por su apariencia física, por su
enseñanza ?¡que vaya que es importante!? O por su hacer ?cosa
también impresionante ?. Juan Pablo II es grande,
principalmente, por su santidad, por su docilidad a la gracia,
por que Aquél que es Grande encontró en él disponibilidad para
el abrazo, para el perdón, para la fidelidad.
Cuando la razón descubre sus límites, cuando constata algo que
existe delante de los ojos pero que resulta inexplicable desde
el punto de vista de la dinámica del mundo, es preciso que con
audacia advierta que al interior del mundo participa también
Alguien que lo rebasa infinitamente. No todo lo inexplicable
procede como gracia de Dios. Existen muchas cosas hoy
inexplicadas que se encuentran en ese estado por nuestra
ignorancia, por los límites en los que se encuentra la
investigación científica, por ejemplo. Pero existen algunas
cosas inexplicables que lo son por su origen, por su fuente,
porque proceden no solo de una instancia de difícil acceso sino
de una instancia inconmensurable, es decir, proceden de un tipo
de gratuidad infinita que es inderivable de manera absoluta de
las puras fuerzas que constituyen el cosmos.
Ese tipo de realidades que por su fuente sobrenatural nos
rebasan de suyo pueden ser verificadas por sus efectos en la
experiencia.
¿Qué quiere decir esto? Que la gracia no se conoce de modo
directo sino por aquello que genera, por aquello que suscita.
Que la gracia no es una cualidad sensible que pueda ser
observada y analizada en un laboratorio. Tampoco la gracia es un
dato deducible por medio de un silogismo. Lo propio de la gracia
es precisamente la libertad infinita de la que procede, la
imprevisibilidad y total generosidad que la caracteriza. Lo
propio de la gracia es ser una irrupción absolutamente original,
absolutamente inderivada, que de repente acontece en un punto
del tiempo y se extiende más allá de lo humanamente calculable,
de lo humanamente previsible.
La gracia, como iniciativa de Dios, sin embargo, tiene un
límite: la libertad humana. Justo aquí es donde se encuentra el
punto neurálgico que nos permite apreciar la importancia de lo
que sucede a través de la persona de Juan Pablo II. La libertad
de este hombre, frágil y limitada como la de cualquiera, supo
escoger «la mejor parte» (Cf. Lc 10, 38-42) y supo perseverar
hasta el fin instalado en ella.
Hoy, esa fidelidad personal de Juan Pablo II a la gracia permite
que, aun sin decirlo con palabras sofisticadas, muchas personas
intuyan que su intercesión es eficaz, que su labor como apóstol
no ha finalizado sino que continúa realizándose de verdad desde
el cielo. Los santos son un don de Dios a la humanidad. Juan
Pablo II es un gran regalo que nos permite mirar que es posible
seguir a Cristo en la Iglesia con radicalidad, con valentía, y
con perseverancia, también hoy.
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