Reflexión durante la agonía de Juan Pablo II 

Pedro Rodríguez

 

“Se me vienen, ante la cruz que está llevando el Santo Padre, aquellos versos de León Felipe sobre la cruz sencilla, con «maderos desnudos y decididamente rectos»:

«los brazos en abrazo hacia la tierra,
el astil disparándose a los cielos:
que no haya un solo adorno 
que distraiga este gesto,
este equilibrio humano
de los dos mandamientos».
Es el Evangelio de Jesucristo vivido, al morir, por Juan Pablo II”.

Son las cuatro de la tarde. 1º de abril de 2005. Es un desafío a la inteligencia y al corazón ponerse a escribir sobre Juan Pablo II mientras el Sucesor de Pedro agoniza en su cámara. Suena –el escribir este artículo- a robarle el tiempo a la oración. Pero me doy cuenta de que no es así: ahora no se puede salir de la oración. Hagas lo que hagas. Para un cristiano, existencialmente –ahora- sólo es posible orar. Hoy a las cuatro de la tarde, trabajar sólo es posible en forma de oración. Aquí no es que el trabajo se convierta en oración, sino que la oración lo invade todo: también el intento de redactar esta cuartilla, que es trabajo. Trabajo, del que el Papa ahora que reza y agoniza hizo ese cántico metafísico y cristológico en su encíclica «Laborem exercens».

He escuchado diversas emisoras de radios. Conexiones con Roma, con diversas ciudades. A las 12’30 Joaquín Navarro Valls describía, con la voz entrecortada por la emoción. lo que había sido la mañana del Papa. Ha corrido la noticia de la suma gravedad del Papa. Gentes que se dirigen a la Plaza de San Pedro en Roma, a la Basílica del Pilar en Zaragoza, a todas las catedrales de España, para orar y esperar.

Se me viene de continuo a la mente el capítulo 12 del libro de los Hechos de los Apóstoles. Como si estuviéramos viviendo en la Iglesia y en el mundo –ahora, mientras escribo- aquella experiencia de la primera generación cristiana. Herodes decidió prender a Pedro para matarlo. Estaba fuertemente custodiado en la cárcel y su ejecución era inminente. El libro de los Hechos, al narrar el episodio, dice que, ante esta gravísima situación, «la Iglesia rogaba incesantemente a Dios por él». Esto es lo que estamos haciendo ahora, de mil maneras diversas, los cristianos. En aquella ocasión, la pequeña comunidad cristiana, la Iglesia naciente de Pentecostés, estaba «reunida en oración» en casa de la madre de Marcos. (Allí se presentaría Pedro una vez liberado). Ahora son inmensas muchedumbres, dispersas por los cinco continentes, las que acompañan a Pedro -al Sucesor de Pedro- con su oración y su dolor. Junto a la radio, consultando Internet, o con el móvil pegado al oído, una red invisible aúna en el mundo a la Iglesia de Cristo. Los canales de la comunicación humana se han hecho itinerarios de comunión y de oración. 

No sólo los católicos, sino los cristianos de todas las confesiones. 
Y también desde las sinagogas –oigo en la red- se ruega por Juan Pablo II al Dios de Abrahán, padre de los creyentes; y desde las mezquitas, sube la oración al Dios Todopoderoso. Y es que la manera que Karol Woytila ha tenido de ejercer el ministerio de Pedro ha ido mucho más allá de los confines de lo que podríamos llamar la Iglesia “ad intra”. O dicho mejor: Juan Pablo II ha comprendido de manera excepcional que el ministerio de Pedro es esencialmente misión, un ministerio que «provoca» e «incita» a los cristianos a la misión que es connatural al Evangelio. Es decir, una misión dirigida a toda la humanidad, a todo hombre. 

Juan Pablo II había comprendido en toda su profundidad, ya desde su época de Padre conciliar, el mensaje del Concilio Vaticano II en la Const. «Gaudium et Spes», según la cual «sólo en el misterio del Dios hecho hombre se comprender a fondo el misterio del hombre», del hombre –hombre o mujer- que somos cada uno de nosotros: de todo hombre (ese todo subrayado es continuo en los escritos del Papa). Esa expresión del Concilio es casi un lema de su pontificado. Es el horizonte de su encíclica programática, que tiene este título sugestivo y significativo: «Redemptor hominis», Jesús es el Redentor, el Liberador, el que rescata y exalta al hombre, a todo hombre… que se deje redimir. 

De ahí la inmensa autoridad y resonancia de este Papa que agoniza y reza. Su palabra y sus gestos parecen dotados de una extraña capacidad de llegar, de afectar, de implicar, de comprometer a todo hombre, es decir, a cada hombre. Y esto a pesar de los ataques brutales, militantes, a que le han sometido minorías sumamente influyentes. Juan Pablo II ha hecho resonar el Evangelio en el mundo como amor al hombre, como dignidad del hombre, como esperanza para todo hombre y toda mujer. Verdad, Amor y Esperanza: esto es lo que, cada uno a su manera y en contextos culturales y religiosos muy diversos, han percibido las muchedumbres, que se han congregado en torno a él en proporción sin precedentes en la historia. 

Desde ese algo misterioso que somos cada uno de nosotros -mysterium hominis-, cabe decir, de los hombres y las mujeres que oían a Juan Pablo II, lo que aquellos guardias que no se atrevieron a detener a Jesús dijeron a sus jefes: «es que nunca un hombre ha hablado como este hombre» (Evangelio de San Juan, cap. 7, 46). Por eso, esa oración continua y esa misteriosa comunión universal en la que, mientras escribo este folio, están viviendo personalmente muchedumbres humanas. 

Se me vienen –y con esto acabo-, ante la cruz que está llevando el Santo Padre, aquellos versos de León Felipe sobre la cruz sencilla, con «maderos desnudos y decididamente rectos»:

«los brazos en abrazo hacia la tierra,
el astil disparándose a los cielos:
que no haya un solo adorno 
que distraiga este gesto,
este equilibrio humano
de los dos mandamientos».

Es el Evangelio de Jesucristo vivido, al morir, por Juan Pablo II

Pedro Rodríguez. Profesor de teología de la Universidad de Navarra

Fuente: agea.org.es