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Homilía de Monseñor Ñañez en el fallecimiento de Juan Pablo II
Monseñor
Carlos José Ñáñez, Arzobispo de Córdoba
Autoridades
presentes, hermanos de otras tradiciones religiosas queridos
hermanos y hermanas en Cristo el Señor:
Con dolor nos congregamos en torno al altar para orar por el
eterno descanso de nuestro querido Juan Pablo II. Con dolor, pero
con serenidad y con esperanza porque la luz de Cristo Resucitado
nos ilumina -como seguramente ilumina ya plenamente al Papa- y nos
asegura que la vida tiene la última palabra, esa vida que es
Cristo mismo y que Él ofrece y regala a los que creen en su
nombre.
Al recordar al Santo Padre, agradecemos a Dios su testimonio, su
servicio y sus gestos. Gestos innumerables en su largo ministerio
como sucesor de San Pedro. Gestos que nos tuvieron también a los
argentinos y a los cordobeses –entre otros- como destinatarios
privilegiados.
En efecto, a poco de haber sido elegido Papa nos tendió su mano
solidaria y cariñosa para ayudarnos a reencontrar los caminos de
la paz, amenazados por la perspectiva de una guerra fraticida con
nuestros hermanos chilenos. Guerra que hubiera aportado
innumerables y trágicos sufrimientos.
Luego, en 1982, durante el conflicto en Malvinas, su visita de
pastor solicito nos confortó en los dolores del enfrentamiento
armado y nos animó a construir una cadena de paz que fuera más
fuerte que el odio y que la guerra.
En 1987, en mejores circunstancias, tuvimos la alegría de recibir
nuevamente su visita y que nos animara a retomar con renovado empeño
el anuncio de Jesucristo. Iglesia en Argentina. ¡levántate y
camina!, nos dijo en esa oportunidad.
Levántate y camina dando testimonio de Jesús, anunciando su
nombre, sirviendo a tus hermanos, especialmente a los que sufren,
como nos propuso en el predio de la Fábrica de aviones;
respetando los derechos y la vida de todos, como nos enseño en la
vigilia de la jornada mundial de la juventud en Buenos Aires.
Finalmente, mostró su vivo interés por la Argentina cuando
atravesábamos los duros momentos de la crisis del año 2001 y
2002, y él se esforzaba por comprender esa situación a través
del diálogo con los obispos que lo visitábamos con el deseo de
brindarnos su palabra de consuelo y de orientación en tan difíciles
circunstancias.
Pero sobre todo queremos agradecer el testimonio de su amor y
adhesión incondicional a Jesús. Las palabras maravillosas del apóstol
santo Tomás “Señor mío y Dios mío” evocan la confesión
que el Papa Juan Pablo hacía al inicio de su ministerio: “Tú
eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”.
Confesión de fe y testimonio que Juan Pablo ha vivido con total
coherencia en las diversas circunstancias de su vida y de su
ministerio. EN la acogida y en el rechazo de la que sde algún
modo todos hemos sido testigos y que él ha realizado con total
serenidad y confianza.
Confesión de fe y testimonio que Juan Pablo II fue llevando por
todo el mundo el espíritu de servicio, como quien era conciente
de la misión que el Señor le había confiado: “como el Padre
me envió, así los envío yo”. Viajero incansable, su
peregrinar no ha tenido otro sentido que el de anunciar a
Jesucristo y el de confirmar en la fe a sus hermanos.
Las multitudes se han congregado en torno a él, especialmente los
jóvenes –sus preferidos-, porque él ha hablado siempre con
autenticidad y ha mostrado , en medio de innumerables
incertidumbres, la convicción de una verdad que no envejece
porque es la verdad de Jesucristo, porque es Jesucristo mismo que
habla al corazón de todo creyente y de toda persona de buena
voluntad.
Su enseñanza ha sido múltiple y rica; permanentemente confiada
en la fuerza de la verdad, por eso respetuosa y serena; siempre
desde Jesucristo, anhelante de que la Palabra del Señor ilumine
la vida de los hombres para darles esperanza e invitarlos a
construir un mundo más humano, más digno, en el que no haya más
miseria, marginación, exclusión, esclavitud, rencor, odio,
violencia o guerra. Nadie puede dudar cuánto Juan Pablo II se
empeño por conseguir, por construir la paz entre las naciones.
Sus enseñanzas, sus discursos, sus gestos nos hablan de ello con
elocuencia.
EL Papa deja a la Iglesia una herencia maravillosa para recoger y
para continuar: la de seguir anunciando a Jesús, mostrarlo
–hacerlo ver- a nuestros hermanos los hombres. Este es el desafío
de la nueva evangelización, en el que también como Iglesia local
en Córdoba –a imagen de la primitiva comunidad cristiana-
queremos embarcarnos cada vez más intensamente haciéndonos eco
de la invitación a “navegar mar adentro y a echar las redes”.
El domingo pasado, al publicar la carta pastoral de Pascua, invitábamos
a reflexionar sobre la importancia de los vínculos en nuestras
familias, en nuestras comunidades, y en definitiva en la sociedad
toda. También allí nos hacíamos eco de las enseñanzas del Papa
Juan Pablo que incansablemente nos ha alentado al perdón mutuo,
al diálogo confiado y sereno, a la solidaridad efectiva y
creativa.
Una manera de honrar su memoria es recoger sus recomendaciones y
hacerlas realidad por medio de los esfuerzos de nuestra buena
voluntad, a fin de poder gozar de tiempos cada vez más serenos y
mejores
El Papa Juan Pablo falleció en un día sábado, día que la
Iglesia dedica a honrar de modo especial a la Santísima Virgen.
El Santo Padre nos enseño con su palabra y con su ejemplo a
cultivar una devoción tierna y confiada a la Madre de Dios.
A ella, Madre de la Misericordia, lo encomendamos para que lo
presente ante el Señor misericordioso y pueda escuchar de sus
labios aquellas palabras consoladoras: “bien servidor bueno y
fiel, entra a participar del gozo de tu Señor”.
A ella nos encomendamos también nosotros pidiéndole nos alcance
la gracia de ser fieles a la herencia de Juan Pablo II, es decir,
la gracia de ser discípulos auténticos de Jesús, hijos amantes
de la Iglesia, servidores solícitos de nuestros hermanos y le
pedimos también con cariñosa insistencia que ruegue por
nosotros, “ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén”. Que
así sea.
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