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Amigo del hombre
+ Antonio Mª Rouco Varela,
Cardenal arzobispo de Madrid
El
Papa ha muerto, ha llegado ya al umbral de la Casa del Padre para
el definitivo encuentro con Jesucristo resucitado. Así lo
esperamos firmemente y así lo pedimos fervientemente al Señor, a
Quien ha servido como su Vicario y como Buen Pastor de su Iglesia,
con entrega y amor admirables, durante más de un cuarto de siglo.
Se lo confiamos a María, Madre del Señor y Madre nuestra, la
Reina del Cielo, a la que Juan Pablo II dedicó su vida y
consagró su ministerio con ternura filial, declarándose Todo
tuyo –Totus tuus–.
Si ha vivido con Cristo, abrazado a su Cruz, muriendo
constantemente con Él para servir mejor a su Iglesia y a los
hombres, también habrá resucitado ya con Él. Sí, es lícito
afirmar, a la luz de la biografía del Santo Padre, sobre todo
desde el momento de su elección como Sucesor de Pedro hasta estos
últimos días de su cruel enfermedad, que no vivió para sí
mismo, que vivió siempre para el Señor y que muere para Él: ¡Verdaderamente
en la vida y en la muerte ha sido y es del Señor! Más aún,
todo lo que nuestro recuerdo vivo –¡el recuerdo de los
hijos!– nos trae a la memoria de su pontificado, heroico y
martirial como los de la primera hora del papado, nos obliga a
sostener que el Papa de este tiempo nuestro, el del paso del
segundo milenio al tercer milenio de la era cristiana, no vaciló
nunca en mantener viva la respuesta afirmativa a Jesús, ya
resucitado, que le preguntó el día de su elección igual que a
Pedro a la orilla del lago de Genesaret: «¿Me amas más que
éstos?»
Efectivamente, lo que sabemos de la vida y ministerio de Juan
Pablo II, toda nuestra experiencia de hijos de la Iglesia vivida
con él, el Vicario de Cristo para los años más decisivos de
nuestra vida, es revelación conmovedora de un Sí de amor a
Jesucristo nunca desmentido, afirmado y renovado desde lo más
hondo del alma, siempre más y más. En ese amor a Cristo,
profesado y confesado con una intensidad interior y con una
valentía exterior excepcionales, se encuentra la clave de su
pontificado, o lo que es lo mismo, la clave para entender su modo
y forma de cumplir con el mandato del Señor: «¡Apacienta mis
ovejas!», sumamente cercana, cálidamente próxima ¡tan humana y
tan sobrenatural a la vez!
Juan Pablo II se propuso, desde el primer día de su ministerio
pastoral, que los hombres del mundo contemporáneo, por tantas
razones atormentados, amedrentados y dolidos, no tuviesen miedo:
¡que le abriesen las puertas a Cristo!, ¡de par en par!: las de
su corazón, las de sus familias, las de su pueblo, las de toda la
Humanidad. Así se explica ese Papa amigo del hombre, de los
hombres concretos de nuestro tiempo, de los más pobres y
afligidos en el alma y en el cuerpo; ese Papa amigo de la
verdadera paz que la opinión pública mundial destaca y reconoce
en esta hora decisiva de su encuentro con el Señor resucitado,
Jesús misericordioso, Juez de vivos y muertos. Así se explica
también que su presencia en todos los lugares de la tierra y su
palabra ardiente de testigo insobornable de Jesucristo –¡hasta
el martirio!– y de maestro luminoso de la fe encendiese con
tanto fulgor la esperanza en la Iglesia y en el mundo, y que sus
casi tres décadas de ministerio apostólico significasen una
proclamación constante del Evangelio, de tal modo, que resonase
en todos los rincones de la tierra como un canto firme de la
esperanza en la victoria del Señor resucitado: de su
misericordia, de su gracia y de su gloria en el tiempo y en la
eternidad. Una victoria operante ya en su Iglesia por la efusión
del Espíritu Santo y por el testimonio de sus santos y de sus
mártires, visibles en toda la geografía del planeta; victoria
que hemos podido experimentar, y podemos constatar también de la
mano del Papa, en la Iglesia que se ha adentrado ya en una nueva
época de la Historia: la del tercer milenio cristiano.
Nuestras plegarias, las de toda la archidiócesis de Madrid, se
funden con las de la Iglesia extendida por todo el universo para
que la esperanza de la Gloria se haya convertido en realidad
poseída por nuestro muy querido Juan Pablo II: ¡que el Señor
Jesús, el Resucitado, haya acogido a su siervo fiel y solícito
por toda la eternidad en la Asamblea de los ángeles y los santos!
¡Sabemos que Jesucristo, el Señor y Esposo de la Iglesia, no la
abandona nunca! Nuestro corazón sabe también, con la certeza
nacida del don de la sabiduría, que a nuestro lado vela María,
su Madre y Madre nuestra, para que no le falte nunca a la Iglesia
el servicio fiel del Vicario de su Hijo, dispuesto igualmente que
Pedro a amarle más que éstos y apacentar sus ovejas hasta
dar la vida por Él y por ellas.
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