Homilía en la misa funeral por S.S. Juan Pablo II

+ Adolfo González Montes, Obispo de Almería, España

 

Queridos hermanos sacerdotes y diáconos;
Excelentísimas e ilustrísimas Autoridades;
Religiosos y religiosas; fieles laicos.
Queridos hermanos y hermanas:

Nos reunimos en la Iglesia madre de la diócesis para encomendar al Señor de la misericordia el eterno descanso del Papa Juan Pablo II, siervo fiel y prudente, a quien el Señor puso al frente de su casa y ahora ha llamado a entrar en su gozo. A él podemos aplicar las palabras del Apocalipsis: “Dichosos los que mueren en el Señor! Sí (dice el Espíritu), que descansan de sus fatigas, porque sus obras los acompañan.” (Ap 14,13).

El Señor llamó en su juventud al Papa Juan Pablo II para que ejerciera el ministerio sacerdotal y, tras haberle confiado en tiempos de especial dificultad el cuidado de la grey como Obispo de una Iglesia reprimida por una ideología totalitaria, quiso confiarle el Pontificado Romano como Sucesor de Pedro. Después de haber guiado a la Iglesia Católica durante casi veintisiete años el Señor lo ha llevado consigo para coronar su vida con la muerte de los justos.

La biografía del Papa está viva en todos nosotros, que hemos contemplado su trayectoria como pastor de la Iglesia con admiración, viendo su entrega generosa y sin reservas a Cristo y el servicio que ha prestado a su Iglesia y, en ella y como cabeza visible de la misma, a la humanidad entera. Hoy todos le estamos reconocidos y el movimiento de admiración y respeto que ha despertado su muerte manifiestan el reconocimiento de la humanidad a su mensaje religioso y moral, porque su vida evidencia a quien la contempla sin prejuicios el poder del Evangelio para sanar y curar las heridas de la humanidad.

Nadie puede ignorar que el Papa difunto no se ganó las masas con mensajes engañosos o equívocos, sino con la proclamación sincera y abiertamente en contradicción muchas veces con la mentalidad del mundo. Sabía el Papa, lo proclamaba una y otra vez, que Cristo es signo de contradicción y piedra de tropiezo, tal como lo profetizara el anciano Simeón a sus padres cuando le presentaron para ser circuncidado en el templo: “Éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten y como signo de contradicción” (Lc2,34). Fue Jesús mismo quien declaró dichosos a aquellos que no se escandalizaran de él, respondiendo así a los enviados del Bautista, que le preguntaban: “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?” (Lc 7,20), a lo que Jesús, después de curar a muchos de sus enfermedades y dolencias, respondió: “Id y decid a Juan lo que habéis visto y oído: Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia a los pobres la Buena Noticia; ¡y dichoso aquel que no se escandalice de mí!” (Lc 7,22-23).

Juan Pablo II ha sido un pregonero del mensaje evangélico, un programa de regeneración del hombre por el poder del Espíritu de Dios de imposible asimilación a la mentalidad del mundo y al solo poder de la cultura vigente en cada época. La proclamación del Evangelio de Cristo es de iniciativa divina y Dios advierte al hombre: “Porque no son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos ―palabra del Señor― . Porque cuanto aventajan los cielos a la tierra, así aventajan mis caminos a los vuestros y mis pensamientos a los vuestros.” (Is 55, 8-9). Quienes han alabado su compromiso con los pobres y desheredados de la tierra, viendo en él al defensor de los derechos del hombre y, sin embargo, han tenido alguna reticencia sobre la moral de la persona que él propugnaba, olvidan que la fuente de la que manaba íntegro su discurso era la misma cuando defendía a los pobres que cuando censuraba sin paliativos una cultura débil y permisiva, fundada sobre la renuncia a la indagación de la verdad por la razón y falta de toda atención a la palabra de Dios.

Contra una cultura que parte de la renuncia a la verdad, el Papa mostraba a Cristo como imagen de Dios y del hombre. En Cristo desvelaba a la humanidad el rostro del hombre querido por Dios; en Cristo mostraba el amor sin límites que afronta la oscuridad del sufrimiento y de la muerte como tránsito hacia la luz y la vida sin fin. Por eso el Papa, contra los totalitarismos ideológicos que le tocó soportar y sufrir, reivindicó la libertad de espíritu fundada sobre la dignidad del ser humano y la condición sagrada de la vida, oponiéndose con la fuerza del Evangelio a la indecencia moral de la tiranía ejercida sobre el alma humana y el espíritu de los pueblos en nombre de la nación o del progreso. 

Haciendo suyas las palabras del Apóstol de las gentes quiso sacudirnos a todos el miedo a la libertad, recordándonos: “Habéis recibido, no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: *¡Abba!+(Padre)”.(Rom 8,15). El hombre sólo podrá verse libre de los ídolos que siempre está tentado a forjar y de la esclavitud a la que puede verse siempre sometido, si se deja libertar por Cristo. En la carta encíclica con la inauguraba su Pontificado Romano, el Papa proponía a la Iglesia y al mundo caminar hacia Cristo, porque “la única orientación del espíritu, la única dirección del entendimiento, de la voluntad y del corazón es para nosotros ésta: hacia Cristo, Redentor del hombre; hacia Cristo, Redentor del mundo. A Él queremos nosotros mirar, porque sólo en Él, Hijo de Dios, hay salvación renovando la afirmación de Pedro: *Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna+ (Jn 6,68; cf. Hb 4,8-12)” (JUAN PABLO II, Encíclica Redemptor hominis[4 marzo 1979], n. 7). 

Viendo que el mundo se alejaba de su Creador y del orden natural de la creación, no dudó en reclamar una mirada al rostro de Cristo, el Hijo del hombre, en quien se revela el misterio de nuestra existencia y decía: “¡Redentor del mundo! En él se ha revelado de un modo nuevo y más admirable la verdad fundamental sobre la creación (...) En Jesucristo, el mundo visible, creado por Dios para el hombre ―el mundo que, entrando el pecado está sujeto a la vanidad― adquiere nuevamente el vínculo original con la misma fuente divina de la Sabiduría y del Amor. En efecto, *tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Unigénito+ (Jn 3,16) como en el hombre-Adán este vínculo [del hombre con Dios] quedó roto, así en el Hombre-Cristo ha quedado unido de nuevo (Rom 5,12-21). ¿Es posible que no nos convenzan, a nosotros hombres del siglo XX, las palabras del Apóstol de las gentes, pronunciadas con arrebatadora elocuencia, acerca de *la creación entera que hasta ahora gime y siente dolores de parto+ (Rom 8,22) y *está esperando la manifestación de los hijos de Dios+ (Rom 8,19), acerca de la creación que está sujeta a la vanidad?” (RH, n. 8).

El Papa apela a las mismas palabras que han sido pronunciadas solemnemente en esta liturgia y que él tan autorizadamente interpretaba en aquella primera encíclica, para concluir: “El mundo de la nueva época, el mundo de los vuelos cósmicos, el mundo de las conquistas científicas y técnicas, jamás logrado anteriormente, ¿no es al mismo tiempo el mundo que *gime y sufre+ (Rom 8,22) y *está esperando la manifestación de los hijos de Dios?+ (8,19)” (RH, n. 8). A la luz del comentario del Papa al Apóstol Pablo, bien se ve que se trata de comprender que con las aspiración del hombre a la libertad es la creación entera la que pugna por su propia liberación. ¿Cómo lograr esta libertad cuando el hombre está preso de su propio materialismo y vanidad? Sólo Cristo es Redentor del hombre.

Sin duda que en la mente del Papa estaba todavía lejos, al inicio de su pontificado, la convicción que habría de conmoverlo, al final del mismo, de que Europa había perdido la esperanza en Dios. Una realidad que le inquietaba y que dejó plasmada en la todavía reciente Exhortación apostólica para Europa. Refiriéndose a la falta de esperanza en el origen y meta trascendentes de la vida humana en el Continente europeo, carente de inquietud espiritual y dominado por una cultura fuertemente anticristiana, el Papa nos dejaba palabras que no podemos menos de meditar todavía ante sus restos mortales: “El la raíz de la pérdida de la esperanza está el intento de hacer prevalecer una antropología sin Dios y sin Cristo. Esta forma de pensar ha llevado a considerar al hombre como *centro absoluto de la realidad, haciéndolo ocupar así falsamente el lugar de Dios y olvidando que no es el hombre el que hace a Dios, sino Dios quien hace al hombre (...)+. La cultura europea da la impresión de ser una apostasía silenciosa por parte del hombre autosuficiente que vive como si Dios no existiera” (Juan Pablo II, Exht. apost. post. Ecclesia in Europa, n. 9).

El Papa, que se vio obligado a defender las capacidades de la razón para plantear la pregunta por el sentido de la vida y la orientación que emana de la conciencia moral para elegir el bien y desechar el mal, hablaba al mismo tiempo al corazón angustiado de las multitudes, caídas, según la expresión del mismo Jesús, “como ovejas que no tienen pastor” (Mc 6,34), en la confusión y en la desorientación en la de las ideologías y los sufrimientos que acarrea la pugna entre los sistemas de poder por el dominio de los pueblos. Por eso, las multitudes reconocieron en su proclama evangélica la fuerza liberadora de Dios contra los ídolos. Juan Pablo II se propuso al comienzo de su pontificado fortalecer a los cristianos asustados por el desafío de una modernidad sin Dios, que todo lo fía en lo meramente útil y placentero y en la vanidad del poder como forma de satisfacer las apetencias de la vida. Incansablemente, el Papa opuso al materialismo de las sociedades del bienestar, sociedades sin nacimientos, envejecidas y presas de sí mismas, las bienaventuranzas de Cristo como disciplina del espíritu y la apuesta por la vida como reconocido agradecimiento al Creador de la vida, que ha asociado al hombre a su transmisión procreadora.

Recorrió el mundo defendiendo los derechos de los pobres y desheredados, y se acercó a los que sufren por cualquier causa, convencido de que “los sufrimientos de ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá” (Rom 8,18). El Papa denunció el egoísmo de las sociedades ricas, condenó las guerras empobrecedoras de los más pobres y causa de sufrimientos sin cuento, de odios y exclusiones. Luchó contra el sistema colectivista que oprimió setenta años a pueblos enteros de Europa y se cargó de autoridad para defender la dimensión social de la riqueza y el valor social del trabajo, contra el hedonismo materialista y el enriquecimiento fácil y oportunista sin escrúpulos.

Después de pedir perdón por los errores y pecados de los cristianos propuso incansablemente el perdón como bálsamo de reconciliación y motor de justicia. Sin el perdón no hay verdadera reconciliación entre quienes han sido adversarios y enemigos. Pretendía con ello impulsar una pedagogía de la paz en la que pudieran desarrollarse libres de prejuicios y rencores los niños y los jóvenes, a los que tanto amó y a los que dedicó algunas de sus últimas palabras: “Yo os he buscado y ahora vosotros estáis aquí y os doy las gracias”. Les hablaba de una civilización del amor basada en el respeto a la dignidad del hombre, imagen de Dios, proclamando el “evangelio de la vida”.

Su discurso y so predicación no ha caído en el vacío como lo pone de manifiesto la riada de multitudes que rodean hoy sus restos mortales intentando ver por última vez la imagen mortal del Papa amado, del Obispo de Roma y Papa de la Iglesia universal como sucesor de Pedro, amigo de Cristo y Vicario del Resucitado en el que él creyó y esperó convencido de que la cruz del Calvario es el camino para alcanzar la gloria de la resurrección. No tuvo, por eso miedo al dolor y al sufrimiento que marcó tan hondamente su ministerio, golpeado por la violencia criminal del atentado que hubo de padecer por la libertad del Evangelio y la enfermedad que le acompañó más de una década. Unido a Cristo crucificado, su sacrificio ha dado frutos de vida. Al ofrecer su vida con Cristo por los hombres, el Papa ha mostrado el camino del apostolado y el poder del testimonio cuya fuerza se realiza, como decía el apóstol Pablo en la debilidad.

Esperanzados pedimos para él la misericordia de Dios que él mostró al hombre como única fuerza de redención. Murió en la vigilia del II domingo de Pascua, domingo de la misericordia que él introdujo en la liturgia del tiempo pascual bajo el signo de la gracia divina. En esta divina misericordia es posible confiar y esperar con la certeza de quien ha conocido que, en verdad, Dios es Amor. Que Dios lo tenga entre los bienaventurados y pueda interceder por nosotros, en compañía de la bienaventurada Virgen María, a cuyo maternal cuidado y amparo se entregó sin reservas. Ofrezcamos la Eucaristía por su eterno descanso confiando en que al unir a la víctima sagrada nuestra propia ofrenda de vida, la existencia del hombre se torna eucarística, como quiso el papa que fuera la suya, al aceptar la voluntad de Dios unido al sacrificio de Cristo.

Almería, a 5 de abril de 2005