Carta del Excmo. y Rvdmo. Sr. Dr. D. Adolfo González Montes a los medios de comunicación, Ante la muerte del Papa Juan Pablo II

+ Adolfo González Montes, Obispo de Almería, España

 

El Papa ha muerto en la vigilia del domingo de la Octava de Pascua, domingo que él consagró a la divina misericordia, movido por su apasionado amor al Redentor. Al producirse la muerte de Su Santidad el Papa Juan Pablo II, le confiamos a Cristo, el Pastor bueno y lleno de misericordia. Quien fue Vicario de Cristo para toda la Iglesia universal, contempla ahora la luz y belleza del rostro del Hijo del hombre. Pedimos a Dios Padre misericordioso que lo acoja en su seno mientras le damos gracias por el don admirable de su vida. Una vida iluminada por la luz poderosa de la fe llena de sentido. Una vida entregada por la Iglesia y al servicio de la evangelización del mundo, de la paz y la libertad de los pueblos.

El enorme sentimiento de simpatía de solidaridad con su persona que el Santo Padre ha despertado en el mundo, no sólo entre los católicos y los demás cristianos, sino entre los que profesan otras religiones y los hombres de buena voluntad, se debe no sólo al valor con que el Papa ha defendido la dignidad del ser humano, sino a su proclamación constante de que esa dignidad descansa en Dios, que ha creado al hombre a su imagen y semejanza y lo ha destinado a la vida eternamente feliz.

Al tiempo que quiero expresar el hondo sentimiento de toda la Iglesia diocesana por su muerte, manifiesto también nuestro gozo espiritual y el mayor agradecimiento a Dios por el rico ejercicio de su ministerio pastoral. Destaco ahora el pulso firme con que ha llevado adelante una verdadera renovación de la Iglesia aplicando las enseñanzas del Vaticano II y la ha orientado con su magisterio claro y con el impulso vigoroso de su propia fe de cristiano y de Pastor universal, lleno siempre de caridad pastoral y de amor por los más necesitados. Una labor eclesial que es inseparable de su defensa de la dignidad de la persona humana y de la condición sagrada e inviolable de la vida contra toda manipulación indeseable, la libertad de los pueblos contra todas las tiranías; igualmente inseparable de su denodado combate por la paz contra la violencia de las guerras y del terrorismo. Europa y el mundo están en deuda con su persona y su ministerio de Vicario de Cristo. El mundo es un poco más libre gracia a él. 

Sus proclamas de paz para Tierra Santa y su acercamiento singular al pueblo judío, cuya tragedia le marcó para siempre; su propuesta de un estatuto internacional para Jerusalén; su voluntad de diálogo con las religiones de la tierra y su defensa apasionada de la libertad religiosa como libertad fundamental de la persona y de las sociedades son obra apostólica de su vida que ha acercado a los hombres a Cristo Resucitado, inspirador de la pasión religiosa del Papa. No es casualidad que su vida se extinga en esta Pascua para salir al encuentro definitivo de Cristo Resucitado.

Su labor de Iglesia, sin embargo, no se queda encerrada en las fronteras de la Iglesia Católica, porque todas Iglesias cristianas le han amado y están agradecidas a la forma que él ha ejercido el ministerio petrino; aun cuando el Papa no haya logrado plenamente todas las metas ecuménicas que se propuso como la plena restauración de la comunión con la gran Iglesia rusa. El impulso ecuménico de su pontificado es una herencia común para todos los cristianos. Como él dejó claro en sus discursos y escritos, pero sobre todo en su Encíclica Ut unum sint, de 1995, después del compromiso ecuménico de la Iglesia de nuestros días es imposible retroceder en el camino hacia la unidad visible de la Iglesia.

Sin pretender hablar nada de mí sino sólo de él, tengo que decir que, cuando en 1987, impresionado por su valeroso testimonio del Evangelio, le dediqué un libro en el que recogía algunos de mis modestos estudios sobre la Reforma protestante y la Tradición católica estaba muy lejos de suponer todo el impulso que el Papa iba a imprimir a la marcha de las iglesias hacia la reconstrucción visible de su unidad. Como estaba lejos de suponer que años después me agregaría al colegio de los Obispos, un hecho que tanto me ha unido a su persona y a su ministerio apostólico.

Pero Juan Pablo II amaba la filosofía y la literatura y fue un papa intelectual y poeta. Su pasión filosófica brotaba de su pasión por el misterio del hombre y la luz sobre el mismo que irradia Cristo, troquel y horma del hombre según Dios. Cuando la cultura débil de nuestro tiempo renuncia al rigor de la argumentación de la razón y al ejercicio de sus capacidades, cediendo al peor mal que el hombre puede padecer por su insidiosa tentación al letargo, el Papa ha defendido con vigorosa energía la condición racional del ser humano y el saber que le es posible alcanzar sobre el hombre y el mundo, sobre la moral y las virtudes que distinguen la espiritualidad del ser humano.

El Papa ha llevado a cabo esta defensa de la razón consecuente con su convicción fundamental sobre la esencia libre y responsable del hombre, capaz de amor supremo y perversión sofisticada, sujeto del bien y del mal; en definitiva, sujeto moral. Su amor a la literatura surgía de una pasión por la cultura de la gran nación polaca y de una tradición cultural genuina que no se plegó al dictado de las ideologías totalitarias ni retrocedió ante la represión del pensamiento.

Confieso que mi admiración por Juan Pablo II no se ha visto nunca defraudada y a medida que se agudizaba su enfermedad inexorable y sus limitaciones le confinaban contra su voluntad al sufrimiento de cada día, su figura se me agigantaba. Sin pudor por mostrar su propio deterioro el Papa nos estaba enseñando a todos que la vida humana hay que vivirla en su integridad como don que es de Dios, fuera del cual sólo reina la muerte. Nos enseñaba que Cristo puede darle al dolor humano un valor redentor. Reconocerlo así nos hace a todos mejores, porque nos devuelve a nuestra verdadera medida, alejándonos de toda vanidad y desmesura, si sabemos vivirlo con resignación esperanzada; porque nos ayuda a triunfar definitivamente sobre él y sobre el origen de todo mal, que es el pecado, cuando Cristo asocie nuestra vida a la suya definitivamente en la gloria del Padre. ¡Claro, que esto sólo se puede aceptar así por la fe! Pero esto es lo que nos descubre el Cristo Redentor que el Papa ofrecía a todos los hombres de buena voluntad pidiéndoles que no tuvieran miedo y abrieran las puertas del corazón al Salvador del hombre.

+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería