Homilía en las Exequias por S.S. Juan Pablo II, S.I. Catedral de Cuenca

Mons. Ramón del Hoyo López, Diócesis de Cuenca, España

 

Era el pasado día 2 de abril. Un grupo numeroso de fieles nos disponíamos para orar y acompañar desde esta Catedral a S. Santidad, Juan Pablo II, gravemente enfermo; y aquí, precisamente, nos llegó la noticia de su fallecimiento. Oramos durante el recorrido del “Vía Lucis”, organizado por los jóvenes de Cuenca; y, desde nuestra fe en el triunfo de Jesucristo Resucitado sobre la muerte, entre el dolor contenido y la esperanza, pedimos su eterno descanso.

Desde la distancia velamos con amor y gratitud en todos los templos y comunidades diocesanas sus restos mortales. El Señor nos lo dio y el Señor lo llamó de forma definitiva. Desde la fe, llena de confianza en los amorosos designios de Dios, sabemos que Él todo lo dispone para nuestro bien y que esto era lo mejor. Durante unos días la Diócesis, al tiempo que pide al Señor su eterno descanso, agradece también el regalo que ha supuesto esta vida para la Iglesia y el mundo.

También desde este primer Templo diocesano, le proclamamos “El grande”, porque es de bien nacidos ser agradecidos, y es mucho lo que la Iglesia y el mundo debe a su fecundo pontificado. Así se reconocerá en la historia del Papado en la Iglesia. La Diócesis de Cuenca tiene el proyecto de perpetuar su memoria entre nosotros, mediante la colocación de un busto de Su Santidad en el patio interior del Obispado.

Marcado por la cruz desde niño, hizo frente y desafió todas las dificultades hasta su última enfermedad con una fuerza interior increíble. Quiso entregar toda su vida a favor de los demás, unido a la cruz gloriosa de Jesucristo, y así lo ha cumplido. 

Huérfano de madre a los nueve años, nunca se soltó ya de la mano de la Virgen. Todo fue para ella y ella fue todo para él. El alimento y motor de todos sus pasos, nos lo ha repetido muchas veces, ha sido la Eucaristía y Dios le ha llamado en medio de este año 2005, dedicado por él, en toda la Iglesia, a tan augusto sacramento.

1.- Lo que significó su elección

Después del breve pontificado de Juan Pablo I, que pasó como un rayo de esperanza con un mensaje de bondad, fue elegido Pontífice de la Iglesia, a los 58 años de edad, el Cardenal, no italiano, Karol Wojtyla. Era el 16 de octubre de 1978.

Había desempeñado el cuidado pastoral de una diócesis enclavada en una porción de la Iglesia donde por entonces la fe era combatida en aquellas tierras. Los fieles cristianos, cercados por unas estructuras sociopolíticas adversas, mantenían su fidelidad con la ayuda de Dios. La lucha por su entrega diaria al Evangelio les tenía bien avezados para su respuesta religiosa arriesgada y conocían bien lo que significaba ser testigos de Jesucristo.

La elección de este Cardenal eslavo-polaco, abría las ventanas de la universalidad eclesial para que llegaran a la Iglesia de Roma y a toda la Iglesia Católica esas ráfagas de aire puro, que nacía en los campos de la fe probados como en crisol. Era el retorno a los orígenes cristianos de un Papa que llegaba a Roma desde un país lejano. Su estilo de una vida austera y recia en la que había crecido y en la que era maestro y guía, tenía mucho que aportar y enseñar durante su futuro pontificado, como así ha sido.

2.- Objetivos prioritarios y herencia de su Pontificado

Es imprescindible para conocer su fecundo magisterio descender al estudio, al menos de sus catorce Encíclicas publicadas desde el año 1979, hasta el 2003, aparte de otros numerosos Discursos, Homilías, Catequesis… Sin embargo, permítanme que recordemos aquellas palabras tan significativas en su primera Homilía, pronunciada en la Plaza de San Pedro, el 22 de octubre de 1978.

“¡Hermanos y Hermanas!, nos decía, ¡No tengáis miedo de aceptar a Cristo y de aceptar su potestad! ¡Ayudad al Papa y a todos los que quieren servir a Cristo y, con la potestad de Cristo, servir al hombre y a la Humanidad entera! ¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo! Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas económicos y políticos, los extensos campos de la cultura, de la civilización y del desarrollo. ¡No tengáis miedo! Cristo conoce lo que hay dentro del hombre, ¡sólo Él lo conoce! Permitid pues… permitid a Cristo que hable al hombre. Solamente Él tiene palabras de vida; sí, de vid eterna”.

Bien pronto el mundo cristiano pudo comprobar su profunda vida interior, su visión de la Iglesia como madre, su profundo amor al hombre que no puede vivir sin amor, su propósito por mantener íntegro el depósito de la fe, su dinamismo misionero, su predilección especial por los jóvenes, mayores,, sacerdotes, consagrados, su empeño por construir la unidad en la Iglesia y sus relaciones con las diversas religiones, su preocupación por el mundo del trabajo, defensa de la familia y de la vida, constructor de la paz, defensor de los pobres… Ha sido de verdad un Padre para todos y de todos. Así lo demuestran las innumerables muestras de aprecio y reconocimiento que han surgido durante estos días en cualquier rincón del mundo, sin distinción de raza, religión e ideología.

3.- Sacramento viviente para todos.

Bien podemos calificar su vida con estos términos. Hizo suyas, de hecho, aquellas palabras de Pablo: “No soy yo, es Cristo quien vive en mí”. Y nos deja como testamento en esta tarde, para los aquí reunidos, las palabras también del Apóstol Pablo, que acabamos de proclamar:

“Estad siempre alegres en el Señor: os lo repito, estad alegres. Que todo el mundo os conozca por vuestra bondad… Que nadie os angustie… Que la paz de Dios guarde vuestros corazones y vuestros pensamientos por medio de Cristo Jesús… Practicad lo que habéis aprendido y recibido, lo que habéis oído y visto en mí. Y el Dios de la paz estará con vosotros” (Fil. 4, 4-9).

4.- Su victoria sobre la muerte, unido a Jesucristo.

Escribía Juan Pablo II hace diez años en la Encíclica “Evangelium vitae”:“La muerte es algo más que una aventura sin esperanza. Es la puerta de la existencia que se proyecta hacia la eternidad y, para quienes la viven en Cristo, es experiencia de participación en su misterio de muerte y resurrección” (n. 57).

Seguro que con estos sentimientos de esperanza y unido a la Pascua del Señor, ha pasado por la dura experiencia de su muerte. Ha sido su última enseñanza, su homilía final, para el mundo entero. Al parecer aceptó conscientemente la muerte con una gran paz. Alegre y contento habrá recibido ya su recompensa.

“El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día… el que come este pan vivirá para siempre” (Jn 6, 55 y 59).

Quien se alimentó y apoyó a lo largo de los años en la Eucaristía, ha pasado a la vida eterna durante la celebración de la Pascua. Su vida giró en torno a la cruz de Cristo, pero la cruz, decía él mismo, en una Audiencia General de 1989, “sólo alcanza en la resurrección su pleno significado de evento salvífico”. Por la vía de la cruz, ha alcanzado la vía de la luz definitiva.

Demos gracias a Dios por esta vida tan llena de frutos generosos y pidamos juntos su descanso eterno.

Que así sea.