No tengáis miedo

+ Jesús Sanz Montes, ofm, Obispo de Huesca y de Jaca, España

 

“No tengáis miedo”. Esta fue la primera palabra que dijo aquel Papa joven, recién elegido, cuando con sus 58 años se asomó a la Logia de San Pedro, verdadera ventana del mundo.

No tengáis miedo, nos decía a una Iglesia tal vez asustada por sus propios sustos, y que no lograba orientar el raudal de agua fresca y limpia que supuso el Concilio Vaticano II. Era una provocación bondadosa: no tener miedo. No porque él tuviera algún elixir mágico, alguna fórmula secreta o una guarnición paramilitar preparada. Invitaba a la confianza esperanzada que únicamente es capaz de superar todos los miedos juntos: la certeza de que Jesucristo no dejaría tampoco ahora a su Iglesia como una barca a la deriva, sino que la conduciría al puerto seguro de la salvación prometida.

Ha sido un hombre grande, magno –decían los clásicos–, y en primer lugar por la fe en Dios: no ha dejado de pasear esa Presencia por todos los países, en todos los parlamentos en los que ha podido hablar, a todas las culturas. Dios en sus labios y en su corazón como un Tú real al que se ama y de quien se habla como lo más precioso.

Pero junto a esa fe en un Dios vivo, se ha dado también su pasión por el hombre, por toda la humanidad y por cada hombre concreto. Así lo demuestran sus múltiples viajes por todo el mundo cuando ha ido al encuentro de todos sus hermanos en sus sitios y culturas.

La unidad de los cristianos ha llenado su corazón de gestos y de puentes tendidos para que fuera menos distante la separación entre los que confesamos a Cristo. De un modo particular su mano tendida ha sido ofrecida al pueblo Judío, a los que llamó “nuestros hermanos mayores”, y a los que pidió perdón por las omisiones de los hijos de la Iglesia Católica hacia ellos.

Fue conmovedor –e incomprendido por algunos– su convocatoria en 1986 a todos los líderes religiosos para pedir juntos a Dios el don de la Paz. La Paz ha sido uno de los motivos que más ha llenado su fecundo magisterio, una paz que no consistía en un pacifismo barato e ideologizado, sino una paz que fuera fruto del perdón y de la justicia, una paz como regalo del cielo que había que pedir humildemente al Señor.

La vida, toda la vida, ha sido una pasión inequívoca en su lucha cristiana por el hombre y su dignidad. La vida del no nacido, la vida del viandante en los mil caminos del existir, la vida del anciano o del enfermo terminal. 

Ha asomado el cristianismo por la plaza del mundo, lo ha confrontado con rigor y altura con la modernidad, ha estado cerca de todos los que buscan sinceramente la verdad y la belleza, la paz y la bondad, sin importarle decir cosas impopulares para los poderes de turno cuando era el hombre quien venía puesto en entredicho o cercernado en su libertad.

Sin duda que la historia de Occidente en estos últimos 26 años, no puede ser comprendida sin la aportación creyente, humana y cultural de este gran Papa, Juan Pablo II. A los cristianos y a tantas personas de buena voluntad que han encontrado en los labios del Santo Padre su mejor intérprete y su veraz complicidad, no nos queda sólo el dolor sereno de haber perdido a alguien tan querido, sino que nos queda su testimonio, su magisterio, su apasionada forma de amar a Dios, de amarlo en esta Iglesia y en el hombre contemporáneo. 

No tengáis miedo. Se cierran unos ojos que eternamente se abrirán para la Luz que fueron hechos, una luz que ha sufrido tantos viacrucis y que ahora descansa en paz, en la tierra buena, en la casa dulce que nuestro corazón al unísono del de Dios, sueña para siempre poder habitar.