Homilía de Mons. + Jesús Sanz Montes, ofm en la misa funeral en la Catedral de Huesca, España

+ Jesús Sanz Montes, ofm, Obispo de Huesca y de Jaca, España

 

Queridos sacerdotes concelebrantes, excelentísimas autoridades civiles, militares, académicas y judiciales, miembros de la Vida Consagrada, fieles laicos: Paz y Bien.

1. El misterio de la muerte. A todos nos sobrecogió, a pesar de su inevitable y conocido desenlace, la muerte del Santo Padre Juan Pablo II, Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia Universal. Hacía mucho tiempo, y no como esta vez, que el mundo no se convertía en una pequeña aldea más global que nunca. Hacía mucho tiempo, y no como esta vez, que un hombre no reunía en el momento de partir tantos pañuelos de silencio. Se han dado cita en un dolor universalmente compartido tantos creyentes cristianos, judíos y musulmanes; personalidades de la cultura, de la política, de la ciencia, de la judicatura; un inusual despliegue mediático para cubrir con enorme dignidad y respeto en la inmensa mayoría de los casos, el homenaje sereno y la crónica ajustada de una vida inabarcable desde los parámetros comunes.

¿Qué canción se dejará de escuchar? ¿Qué éxito deportivo no podremos contemplar? ¿Qué estrategia política no se nos volverá a presentar? No, no estamos hablando de una estrella musical, ni de un ídolo deportivo, ni de un político veraz. Estamos hablando de un cristiano, de un Obispo, de un Pontífice, cuya vida tejida de palabras y de gestos, han acercado a la Iglesia y a la humanidad de nuestra generación algo que está concitando nuestras lágrimas, nuestro pesar, nuestro recuerdo, nuestra inmensa gratitud ante ese adiós difícil, por más que nuestra fe nos permite reconocer su fugacidad. Porque la vida del cristiano no termina, sino que se transforma, como luego recordaremos en el Prefacio de esta Misa exequial. Esta tarde estamos aquí nosotros para celebrar cristianamente el adiós a alguien tan querido con un sentimiento hondamente encontrado: el legítimo pesar y la esperanza serena. 

Es un misterio la muerte; siempre lo ha sido. Por más que juguemos a ser dioses fabricando la vida y decidiendo de tantos modos la muerte de los demás, estamos siempre ante un misterio para el que no hay bolas de cristal ni cartas de azar, un misterio que al final nos enfrenta a todos ante la gran pregunta que ni siquiera el mismo Hijo de Dios quiso soslayar: una pregunta que nos hace finalmente humanos y nos quita de golpe la credencial de aprendices de dioses: ¿por qué termina lo que soñamos eterno? ¿quién ha puesto tan fatal fecha de caducidad en las cosas que Dios hizo buenas y hermosas? ¿por qué, entonces, la belleza parece que queda sin remedio manchada y la bondad tan inútilmente envilecida; por qué este trance maldito, que nos parte y abruma, si todo nuestro ser clama por algo que no termine, por una unión que nada la separe, por un abrazo que nadie pueda disolver? ¡Cómo duelen estas preguntas cuando es alguien cercano y querido cuya separación nos las despierta y exalta! 

Y de esto habla la liturgia exequial, que con inmensa delicadeza trata de respetar el dolor debido, pero nos abre a la esperanza cierta. Y las lecturas que acabamos de escuchar, la oraciones y cantos que seguiremos elevando al cielo, nos ponen ante esa sobria realidad que suscita en nosotros una plegaria humilde y verdadera. Decimos esta tarde con nuestro poeta Juan Ramón Jiménez: «Limpio iré a ti, como la piedra del arroyo, lavado en el torrente de mi llanto», hasta desear lo que decía el sabio: «no lloréis a vuestro amigo, que acaso se haga más verdadero en su ausencia lo que amasteis en su compañía» (K. Gibrán). El grano de trigo que cae en el surco de la historia y que da fruto insospechado, el grano de trigo que se ha dejado mecer , que se ha dejado regar y a consentido terminar en flor y en fruto

No vamos a hacer aquí una semblanza de la rica biografía humana y eclesial de Juan Pablo II. Al tiempo que oramos por su eterno descanso y damos gracias por el regalo que ha supuesto su vida para la Iglesia y la humanidad, quiero subrayar los tres perfiles que nos llenan de admiración, que sostienen nuestra gratitud y que nos ponen en las manos una rica herencia abierta a la esperanza.

2. Juan Pablo II, hijo de Dios. Es lo que desde un primer momento yo pude percibir: estar ante un hombre que verdaderamente creía en Dios, que le trataba, que frecuentaba su Palabra y reconocía sus huellas en la claroscura andadura de la vida. Y porque sus ojos y sus entrañas creyentes estaban abiertas a ese Misterio personal que llamamos Dios revelado en Jesucristo, supo captar los rasgos de la belleza divina presentándonos al Señor como un Tú que nos mira, que nos abraza y acompaña, que no juega con nuestra felicidad y que el proyecto que ha soñado para todos y cada uno no es un desmentido a lo que nuestro corazón desea, porque Dios no es rival sino el mejor de nuestros cómplices. El Papa ha sido hijo de Dios, ha gustado su providencia amorosa y su misericordia entrañable. No se ha imaginado un dios a la carta, no ha pactado una idea religiosa de consenso arbitrario, no ha negociado una torre de babel, sino que con la hondura y la sencillez de los verdaderos creyentes, reconoció en Jesucristo el más acabado regalo que nos permitía acoger a Dios desde Dios mismo, y allegarnos a Él con la confianza y espontaneidad de un amigo, de un hermano. Ahí están todas sus obras teológicas y literarias que ya desde joven nos iban describiendo ese rostro de Dios que no espanta ni confunde, un Dios que en su Hijo Jesucristo como Verbo encarnado se hace historia y susurro, llanto y sonrisa en medio de nuestra realidad cotidiana. Han sido también muchas las ocasiones en las que Juan Pablo II nos ha permitido asomarnos a su intimidad de hijo de Dios, cuando de tantos modos nos permitió vislumbrar y reconocer en sus palabras y obras cómo era el Dios en quien Karol Wojtyla creía. Parafraseando a un santo español, el Papa fue un hombre que sabía a lo que sabe Dios: gracia, paz, ternura, misericordia, verdad, amor y belleza.

3. Juan Pablo II, hijo de la Iglesia. Es un segundo rasgo de su perfil humano y creyente. Que amó a la Iglesia con toda su alma. No tuvo una actitud disidente o fría ante esa realidad que prolonga en el tiempo la Presencia y el Mensaje de Jesús. Incluso cuando ha tenido que reconocer los pecados de los hijos de la Iglesia, en un gesto de perdón sincero que jamás hemos encontrado en ningún sistema filosófico o en una familia política. Reconocer que no siempre se está a la altura de la Luz y la Verdad de las que somos humildes portavoces y portadores. Pedir perdón por los excesos y las omisiones.

Pero la Iglesia amada por Juan Pablo II es una Iglesia que tiene el domicilio y los años de sus hijos. Una Iglesia también de santos, a la que no ha cesado de invocar como estímulo de una memoria viva que estamos llamados a prolongar con nuestra santidad. Y esta santidad no se refiere únicamente a la página gloriosa que han escrito los mártires y testigos de antaño, sino los santos que frecuentan nuestras calles, que tienen nuestros pesares y se entusiasman con nuestras alegrías. Santos de hoy y para hoy, como no ha cesado de subrayar en la propuesta intensa de tantos hombres y mujeres que ha podido beatificar y canonizar.

Esta Iglesia que custodia una Verdad más grande que ella misma, que proclama una Noticia más grande que ella misma, que ofrece una Gracia infinitamente mayor. La Verdad de Dios, la Noticia Buena, la Gracia que salva, son los dones que desde hace dos mil años viene celebrando la Iglesia, y comunicando misioneramente por doquier a cada generación. Por esta razón ha querido trabajar incansable por la unidad de los cristianos ofreciendo puentes tendidos para que fuera menos distante la separación entre los que confesamos a Cristo. De un modo particular su mano tendida ha sido ofrecida al pueblo Judío, a los que llamó “nuestros hermanos mayores”, y a los que pidió perdón por las omisiones de los hijos de la Iglesia Católica hacia ellos.

Esta Iglesia ha sido puesta sobre el monte y en el candelero, sacándola a la plaza pública, al corrillo y a los mentideros, como un referente moral cuando la conciencia de una generación o de un pueblo estaban necesitando escuchar el esplendor de la verdad sobre el hombre en su libertad y dignidad.

4. Juan Pablo II, hijo de su tiempo. Es, por último, el tercer rasgo del Papa que estamos despidiendo. Porque con la misma pasión que ha vivido a Dios y ha defendido a la Iglesia, ha querido abrazar con amor de hermano y con responsabilidad de padre a cada ser humano. La Paz no fue para él un escaparate oportunista ni tampoco una ideología reaccionaria. Su sí a la Paz como bien supremo de los pueblos y de las personas, la Paz que nace del perdón y la justicia, como regalo bienaventurado de Dios, constituyó su grito incómodo ante quienes simplemente dicen no a la guerra desde su trinchera particular. Fue conmovedor –e incomprendido por algunos– su convocatoria en 1986 a todos los líderes religiosos para pedir juntos a Dios el don de la Paz. Y junto con la paz, la Vida, toda la vida en su lucha cristiana por el hombre: la vida del no nacido, la vida de quien se le niega la justicia, la libertad o la dignidad, la vida del anciano o del enfermo terminal. 

Ha asomado el cristianismo por la plaza del mundo, lo ha confrontado con rigor y altura con la modernidad, ha estado cerca de todos los que buscan sinceramente la verdad y la belleza, la paz y la bondad, sin importarle decir cosas impopulares para los poderes de turno cuando era el hombre quien venía puesto en entredicho o cercernado en su libertad.

La historia de Occidente en estos últimos 26 años, no puede ser comprendida sin la aportación creyente, humana y cultural de este gran Papa, Juan Pablo II. Tantos cristianos y tantas personas de buena voluntad han encontrado en los labios del Santo Padre su mejor intérprete, particularmente los jóvenes a quienes dedicó su último pensamiento que balbució con voz cascada en su último respiro tronchado. A ellos, especialmente amados por Juan Pablo II les decía: “no tengáis miedo de vuestra juventud, y de los profundos deseos de felicidad, de verdad, de belleza y de amor eterno que abrigáis en vosotros mismos… Sois un pensamiento de Dios, sois un latido del Corazón de Dios”. Así han respondido todos ellos, así respondimos algunos, construyendo familias nuevas o abrazando un camino de consagración en el sacerdocio o la vida religiosa.

Ha salido al encuentro de cada hombre con sus heridas, con sus preguntas, con sus más nobles anhelos y sus más terribles pesadillas. A ese hombre le ha anunciado a Jesucristo, le ha proclamado la Verdad de Dios y le ha abrazado con ternura de padre.

5. No tengáis miedo. Termino con sus propias palabras en la exhortación Christifidelis Laici: “una vez más repito a todos los hombres contemporáneos el grito apasionado con el que inicié mi servicio pastoral: «¡No tengáis miedo! ¡Abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo! Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas tanto económicos como políticos, los dilatados campos de la cultura, de la civilización, del desarrollo. ¡No tengáis miedo! Cristo sabe lo que hay dentro del hombre. ¡Solo Él lo sabe! Tantas veces hoy el hombre no sabe qué lleva dentro, en lo profundo de su alma, de su corazón. Tan a menudo se muestra incierto ante el sentido de su vida sobre esta tierra. Está invadido por la duda que se convierte en desesperación. Permitid, por tanto —os ruego, os imploro con humildad y con confianza— permitid a Cristo que hable al hombre. Solo Él tiene palabras de vida, ¡sí! de vida eterna» (n.34).

Queridos hermanos y hermanas, ante la noticia de la muerte de Juan Pablo II hemos visto llorar a niños a los que besó y bendijo, a jóvenes a los que comprendió y acompañó sin demagogia, a adultos a los que dijo palabras de verdad cuando se caen las ideologías, a ancianos cuyos límites físicos compartió sin disimulo. No nos queda sólo el dolor sereno de haber perdido a alguien tan querido, sino que nos queda su testimonio, su magisterio, su apasionada forma de amar a Dios, de amarlo en esta Iglesia y en el hombre contemporáneo.

Descanse en paz nuestro querido Santo Padre Juan Pablo II. Elevamos al Señor nuestra plegaria pidiendo para él el descanso eterno, al tiempo que expresamos nuestra gratitud por el regalo que ha supuesto su vida y entrega como testigo de Cristo en un Pontificado tan fecundo, mientras afirmamos la esperanza de sabernos acompañados por ese mismo Dios que ha acogido ya al Papa en su paz y que suscitará en su Iglesia un nuevo Padre y Pastor para seguir la travesía de la historia hasta el día final.

El Señor os bendiga con la Paz.

+ Jesús Sanz Montes, ofm
Obispo de Huesca y de Jaca
4 de abril 2005