Un espléndido testimonio de amor a la vida

+ Antonio Dorado Soto, Obispo de Málaga

 

Carta del Obispo de Málaga ante el fallecimiento de SS Juan Pablo II

Juan Pablo II ha muerto, aunque los católicos sabemos que “ha nacido a la Vida”, porque mientras estamos celebrando la resurrección de Jesucristo, ha pasado al hogar de Dios, nuestro querido Padre. Y en “la hora de la verdad” nos ha dejado un espléndido testimonio sobre la manera de afrontar la enfermedad, la ancianidad y la muerte. Dicen los especialistas que, entre los ciudadanos de las sociedades modernas, ha disminuido el nivel de tolerancia frente al fracaso, a la contrariedad y al sufrimiento. O lo que es lo mismo, que hoy son muchos los que carecen de la fortaleza interior que les permita vivir y disfrutar de la vida sin caer en la frustración y la desesperanza ante las dificultades. La legítima lucha contra el sufrimiento y a favor del bienestar y la calidad de vida se está convirtiendo en lo que algunos expertos han denominado ya “la religión de la salud”. 

Muchas personas jóvenes, educadas en un clima de permisividad y abundancia, tienen dificultad para asumir con realismo la existencia cotidiana con su precariedad y sus limitaciones intrínsecas, porque nadie les ha enseñado a afrontar los problemas y controlar sus impulsos a la luz de un proyecto. Esta falta de fortaleza interior y de una escala de valores repercute negativamente sobre su capacidad para aceptar los fracasos, resolver las dificultades de la convivencia y asumir esa cuota normal de sufrimiento que conlleva toda existencia humana. En este contexto cultural, ha resultado luminoso y alentador el testimonio del Papa Juan Pablo II. No sólo ha proclamado el Evangelio de la vida cuando era joven y fuerte, sino que lo ha seguido haciendo desde la debilidad. Cargado de años y de achaques físicos, ha afrontado el sufrimiento y la ancianidad sin perder la alegría de vivir y la fuerza de la esperanza que procede de la fe. Lejos de aislarse y encerrarse en sí mismo, ha querido permanecer atento a las cuestiones diarias para vivirlas desde la sabiduría que le han proporcionado el Evangelio de Jesucristo y el trato asiduo con Dios. 

Ha sido en estos últimos años, en la cima de la edad, cuando sus palabras, apenas inteligibles desde el punto físico, han alcanzado esa autoridad que dan los años vividos y la proximidad al acontecimiento decisivo de toda vida humana. Mediante mensajes breves y profundos, que frecuentemente tenían que leer otros, nos ha seguido hablando de Dios, de su amor incondicional al hombre, de la fuerza redentora de la cruz de Jesucristo, de la fe que ilumina el dolor, del valor de la ancianidad y de la esperanza en la vida eterna. 

Los numerosos mensajes de esperanza que, a lo largo de sus casi veintisiete años de pontificado, ha dirigido a los enfermos, a los que sufren, a los que no pueden valerse por sí mismos, a los ancianos y a los que presienten la proximidad de la muerte, han alcanzado su mayor grandeza y autenticidad en este momento de su vida. Como dijo a todos en su día y ha repetido sin cesar a los jóvenes, ha vuelto a proclamar, con su vida, a los enfermos, a los ancianos, a todos los que sufren y cuantos han querido escucharle: “No tengáis miedo”, “abrid de par en par las puertas a Jesucristo”. 

Sólo él y Dios conocen los motivos últimos de sus decisiones finales, pero seguramente han tenido mucho que ver con esas palabras que dijo a las personas mayores, durante su visita a Nigeria el año 1982: “Los que estáis en edad avanzada sois los primeros ciudadanos. Habéis soportado el ardor del día en la lucha de la vida y acumulado mucho conocimiento, sabiduría y experiencia. Compartido con la generación más joven. Vosotros tenéis algo muy importante que ofrecer al mundo y vuestra contribución se purifica y enriquece a través de la paciencia y el amor cuando estáis unidos a Cristo”. Es lo que ha hecho con su palabra y su vida hasta el último aliento. 

+ Antonio Dorado Soto,
Obispo de Málaga