Homilía en la Misa de funeral por el santo Padre, Juan Pablo II 

+ Casimiro López Llorente, Obispo de Zamora

 

Oración esperanzada

1. Cada vez que el Señor nos reúne en torno a la mesa de su altar actualizamos el misterio pascual de su muerte y resurrección, la fuente de vida eterna para "todo el que crea en el Hijo de Hombre" (Jn 3, 8). Esta tarde-noche nuestra celebración de la Pascua del Señor se hace más intensa al ofrecer esta Eucaristía por el eterno descanso del Santo Padre, Juan Pablo II, en su pascua personal. El Papa ha muerto, ha pasado por la muerte a la vida sin fin, ha llegado a la Casa del Padre para el encuentro definitivo con Cristo Resucitado. Así lo esperamos firmemente; y así se lo pedimos fervientemente al Señor para quien le ha servido como su Vicario en la tierra, como Siervo bueno y fiel, y como buen Pastor de su Iglesia con una entrega y un amor admirables. 

Sí, hermanos: ésta es nuestra firme esperanza, porque Juan Pablo II ha sabido vivir con Cristo, abrazado a su Cruz, muriendo poco a poco con Él, gastando y desgastando su vida para mejor servir a su Iglesia y a la humanidad. A lo largo de sus días, sobre todo desde su elección como Sucesor de Pedro hasta el último momento de su larga y grave enfermedad, no vivió para sí mismo, sino que vivió siempre para el Señor. Vivió para el Señor y ha muerto para Él, 'ofreciendo su vida en sacrificio' como Pablo (2 Tim 4, 6). En la vida y en la muerte ha sido del Señor (cfr. Rom 14 7-9). Ha entregado toda su vida al Señor Jesús, muerto y resucitado, a la causa del Evangelio y de la humanidad con una fidelidad y coherencia inquebrantables. A pesar de todas las penalidades e incomprensiones, su pontificado ha sido una muestra conmovedora de una fe sin fisuras y de un Sí personal de amor a Jesucristo y en Él a todo ser humano; un Sí afirmado y renovado día a día desde lo más hondo de su ser. Ese amor a Cristo, muerto y resucitado, vivido con una gran intensidad interior y confesado con un valor excepcional, como los Apóstoles, (cfr. Hech 4,33) ha sido la fuente del amor en su ministerio: ¡un amor cálido y cercano a todos, sin excepción! ¡Y un amor humano y sobrenatural a la vez!

Como Pablo dice de sí mismo, así también nosotros podemos afirmar de Juan Pablo II que ha sido un hombre de Dios, un corredor de fondo al servicio de Cristo y de su Iglesia: Él ha combatido el buen combate, ha concluido su carrera, ha conservado la fe; por ello habrá recibido ya del Señor, Juez justo, la corona merecida: el abrazo definitivo y eterno de Cristo resucitado para participar de su gloria para siempre (cf. 2 Tim 4, 7-8). 

Acción de gracias a Dios

2. A nuestra súplica, llena de esperanza, por el Santo Padre, unimos nuestra sincera acción de gracias a Dios. Él es la fuente y el origen de todo don. Bien lo sabía el Santo Padre, quien gustaba llamarse 'el siervo de los siervos'. Demos gracias a Dios por el regalo extraordinario de Juan Pablo II para la Iglesia y para la humanidad; demos gracias por los innumerables beneficios que a través de él hemos recibido a lo largo de sus casi veintisiete años de ministerio pontificio y misionero. 

"Te lo aseguro, de lo que sabemos hablamos; de lo que hemos visto damos testimonio", dice Jesús a Nicodemo (Jn 3, 11). Jesús habla de lo que conoce y da testimonio de lo que ha visto por ser el Hijo de Dios; el Papa nos ha hablado de Dios providente y misericordioso desde su profunda fe y desde su personal y mística experiencia de Dios en Cristo. De manos de María, a quien él tanto amaba y nos enseño a amar, contempló el rostro de Cristo y fue su testigo excepcional y valiente para la Iglesia y para el mundo.

Dios nos ha concedido en Juan Pablo II un pastor bueno y fiel, que ha entregado y gastado su vida por la Iglesia, a la que ha conducido con sabiduría y valor a lo largo de más de un cuarto de siglo. Él ha sabido clarificar la identidad y la misión de la Iglesia en tiempos de confusión. Y lo ha hecho con entereza y fortaleza, sin temor a críticas e incomprensiones. Él sabía bien que la misión de la Iglesia, su credibilidad y su eficacia radican en su fidelidad total a Jesucristo y a su Evangelio: desde el amor, sí; pero, también desde la verdad. 

El Papa ha sido un verdadero maestro en la fe con un rico y extenso magisterio sobre las verdades fundamentales de la fe. Ha aplicado las enseñanzas del Concilio a la vida de la Iglesia: una Iglesia que está llamada a ser presencia eficaz de Cristo resucitado para todos los hombres; una Iglesia llamada a ser fermento de vida y de unidad, de perdón y de paz, de justicia y de caridad entre los hombres y los pueblos; una Iglesia llamada a vivir desde Jesucristo, su Palabra y sus Sacramentos, la unidad en la fe y en la vida con un mismo pensar y sentir (cfr. Hech 4, 32). 

Con la mirada puesta en Cristo, en quien se revela plenamente el misterio de todo hombre, el Santo Padre ha sido un defensor incansable de la dignidad de todos los hombres. Su fe en el valor siempre actual del Evangelio de Jesús y su amor apasionado por todo lo humano le ha llevado a proclamar sin cesar los derechos inalienables de toda persona, el respeto a la vida humana en cualquier circunstancia, las exigencias de la justicia, la primacía del bien común y de la paz, basada en la reconciliación y el perdón, y la necesidad de favorecer la renovación espiritual y moral de los cristianos y de la sociedad en general.

El Santo Padre ha sido un hombre de su tiempo y de su mundo, sin dejar de ser un hombre de Dios, de Jesucristo y de la Iglesia. Viajero y misionero incansable, el Papa ha ido al encuentro de todas las personas, con las culturas y las instituciones sociales y políticas, con las confesiones y religiones. No ha rehuido los problemas más vivos del momento para ofrecer siempre la verdad del Evangelio de Jesús y la Vida nueva de su Espíritu.

Acción de gracias de nuestra Iglesia diocesana

3. Como Iglesia diocesana agradecemos al Santo Padre su entrega total y sin reservas al ministerio que el Señor le confió. Ha sido un gran hombre, un gran cristiano, y un gran Papa, servidor del Señor, de la Iglesia y de la humanidad. Todavía están recientes en mi memoria sus muestras de cariño de padre y pastor hacia todos nosotros en mi Visita ad limina. De modo especial, hacia los niños en su iniciación en la fe y vida cristiana; hacia los jóvenes -sus amigos predilectos-, a quienes hasta el final ha mostrado un amor sincero desde la verdad sin rebajas y la coherencia de su propia vida; hacia los matrimonios y las familias, a quienes siempre alentó a vivir lo que sois; y hacia los mayores y los enfermos en su edad avanzada y en su dolor. Todos sin excepción, estábamos en su mente y en su corazón: seglares y consagrados, sacerdotes y seminaristas, trabajadores y profesionales. 

Aunque su pérdida visible nos apena, hoy nos sentimos más fortalecidos en la fe, más alentados en la esperanza y más animados a vivir la caridad tras las huellas de Cristo al servicio de la Nueva Evangelización. Acojamos su herencia, verdadero don de Dios para la Iglesia y para cada uno de nosotros. 

El Santo Padre, testigo incansable de la esperanza que no defrauda, nos dijo al inicio de su pontificado y nos repite hoy: "¡No tengáis miedo! ¡Abrid vuestras puertas de par en par a Cristo!": las de nuestro corazón, las de nuestras familias, las de nuestros pueblos y ciudades, las de nuestra nación y las de Europa, las de toda la humanidad. Cristo resucitado es la Esperanza de la humanidad. Dichosos los que "esperan con amor su venida" (2 Tim 4, 8).

Exhortación final

4. Nuestra acción de gracias y las plegarias de toda nuestra Iglesia diocesana de Zamora se unen a las de la Iglesia Universal para que la esperanza de la Gloria se haga realidad para nuestro querido Papa, Juan Pablo II. ¡Que el Señor Resucitado, acoja a su siervo fiel y solícito por toda la eternidad en la asamblea de los Ángeles y de los Santos! Así se lo confiamos a María, Madre del Señor y Madre nuestra, la Reina del Cielo, a la que Juan Pablo II dedicó su vida y consagró su ministerio. En estos momentos elevamos también nuestra oración a Cristo Jesús, el Señor Resucitado, el Señor y Esposo de la Iglesia, para que nos dé pronto un pastor según su Corazón, que sea su Vicario fiel y guíe con entrega y generosidad a su Iglesia. Amén.

+ Casimiro López Llorente, Obispo de Zamora