El mensaje de Juan Pablo II a España

Padre Juan Antonio Martínez Camino, S. J.

 

Más cierto que la luz del mediodía Juan Pablo II vuelve a España por quinta vez. Para algunos será la primera ocasión de encontrarse con él. Muchos otros tendremos la oportunidad de verle y escucharle de nuevo. Todos sabemos que viviremos un momento histórico. Han pasado más de veinte años desde aquella memorable visita de 1982. El mundo ya no es el mismo. España tampoco. El Papa que nos visita ha sido, sin duda, una de las personas que más ha contribuido a los grandes cambios experimentados por la Humanidad en los últimos decenios del siglo pasado. Pero la marcha del mundo no se ha detenido: la Historia parece estar lejos de haber llegado a su fin. Es necesario 
seguir buscando el camino del futuro. Por eso esperamos con tanto interés la palabra del Papa y agradecemos tan de corazón su presencia 
iluminadora en estos primeros y titubeantes pasos del siglo XXI, cargados de preguntas.

Entretanto, cuando faltan ya pocos días para que el avión papal tome tierra en Madrid, echamos la vista atrás para preguntarnos: ¿cuál ha sido el mensaje de Juan Pablo II a España en sus cuatro visitas? ¿Qué nos ha dicho el Papa?

El Papa nos ha dicho muchas cosas durante los casi veinte días que, en total, ha vivido en suelo español en ocasiones anteriores. Fueron jornadas muy intensas que le dieron ocasión de hablar a muchos grupos de personas y de muy diversos temas: se dirigió específicamente a los obispos, a los sacerdotes, a los religiosos, a los misioneros, a los laicos consagrados, a los seminaristas, a los catequistas, a los educadores cristianos y a los teólogos; a los profesores, a las gentes de la cultura, de la política, de la diplomacia y de la milicia; a los trabajadores del mar, del campo, de la industria y a los empresarios; a los enfermos, 
a los ancianos y a los jóvenes; a las familias y a los emigrantes; a los judíos, a los musulmanes y a los cristianos no católicos. La lista podría todavía completarse ¿Cómo resumir en poco espacio lo que el Papa ha dicho a los españoles? No es posible. No lo intentaré.

Pero he vuelto a leer y a meditar las muchas páginas que registran las palabras del Papa y he tratado de encontrar la palabra entre todas 
ellas; es decir: el hilo conductor de todas sus enseñanzas, la fuente de la que brotan los ríos de sus múltiples intervenciones. Y creo haber 
hallado esa palabra, ese mensaje. Se trata, naturalmente -huelga decirlo-, de mi lectura y de mi recepción personal del mensaje del Papa. Pero he 
procurado ser lo más objetivo posible, con la esperanza de que más de uno pueda reconocerse también en lo que he encontrado.

Certeza de la fe

Juan Pablo II ha lanzado a la España católica un paternal y fraternal desafío a la certeza de la fe. Desde ahí la ha invitado, una y otra vez, a la fidelidad y la ha movilizado para la evangelización. El Papa nos ha dicho: tenéis una roca sobre la que construir: la fe en Jesucristo; un criterio de vida que cultivar: la fidelidad; y una tarea urgente que 
afrontar: comunicar a la vida vuestra fe. ¿Eso es todo? Creo que sí, que es todo lo fundamental. Es también, tal vez, todo lo que el Papa ha venido proponiendo a la Iglesia universal. Pero, como vamos a ver, dicho a España y en España, este mensaje tiene sus particulares y emocionantes resonancias.

Juan Pablo II ha venido y viene a España a confirmar a los hermanos en la fe. Es la encomienda hecha por Jesucristo a Pedro. Pero viene también a encontrarse con una Iglesia en la que la fe católica ha dado al mundo el esplendor maravilloso de sus más grandes místicos y misioneros: Teresa de Jesús y Francisco Javier; Juan de la Cruz e Ignacio de Loyola; la misma Iglesia que, en pleno siglo XX, ha ofrecido a Cristo el testimonio supremo de la sangre de una pléyade inumerable de sus hijos.

El Papa polaco deseaba encontrarse con esa Iglesia a la que admiraba desde su juventud. Lo confesaba en el mensaje dirigido a España antes de llegar a pisar nuestro suelo por vez primera: las enseñanzas de esos santos -escribía- «conectan perfectamente con los anhelos de nuestro siglo. Yo mismo lo pude comprobar cuando, en las circunstancias difíciles 
de mis años juveniles, me acerqué al magisterio de Teresa y Juan de la Cruz».

Juan Pablo II es el Papa de las certezas. Es verdad. A veces se le etiqueta así con ánimo poco comprensivo. En estos tiempos en los que la 
razón ilustrada -tan segura ella- se ha vuelto con frecuencia una razón desengañada, débil o relativista, no siempre resulta de buen tono hablar 
de certezas. Es comprensible, si de lo que se trata es de certezas meramente ideológicas. La presunción irracional del racionalismo y, no 
digamos, de las utopías terrenas que han excluido sistemáticamente a Dios de la vida de los pueblos, han dado paso al escepticismo. Los frutos de 
tal irracionalidad han sido y están siendo muy amargos para la Humanidad. Juan Pablo II experimentó en su propia vida las oscuras 
consecuencias de tales proyectos.

Pero el Papa no habla de certezas ideológicas, sino de la certeza de fe. Se lo decía a las religiosas y religiosos en Madrid: «Cuando se trate de comunicar a los otros vuestro mensaje, procurad transmitir siempre las certidumbres de la fe y no ideologías humanas que pasan». San Juan de la Cruz le había ayudado a él a forjar en su alma tales certezas, capaces de brillar en la noche oscura del espíritu y de la cultura. En Segovia, junto al sepulcro del santo, se refería a la luz de la fe con los versos del poeta místico: «Aquesta me guiaba / más cierto que la luz del mediodía». La emoción del Papa se palpa, cuando habla allí mismo de 
su amigo y maestro, el de la luminosa certeza en la noche.

Pues bien, esa certeza de la fe que se refleja en las palabras de Juan Pablo II y que constituye su fundamental y amable desafío a la España de hoy, él la presenta como radicada en Dios mismo, en su asombrosa revelación en Jesucristo. No se trata, por ello, de un mero proyecto humano, sino de un don divino; no es fruto tanto de un discurso intelectual 
cuanto de un modo de vivir modelado en la virtud sostenida por el Espíritu. Parece como si el Papa quisiera devolverle a esta tierra de España 
las esencias de aquel modo de vivir desde la fe que le habían llegado, benéficas, hasta su propia tierra polaca: el ensimismamiento de Teresa con Jesucristo, del que habló a las monjas contemplativas en el monasterio de la Encarnación de Ávila; el amor evangélico a Dios y al hombre, 
que constituyó el resorte del dinamismo misionero de Javier, el cual -dijo en el castillo natal de éste- «tiene clara conciencia de que la fe es don de Dios y funda su confianza en la oración»; y «el misterio del los santuarios marianos», del que habló en Covadonga, recordando cómo «la oración con la madre de Jesús prepara, de una manera particular, los caminos de la venida del Espíritu».

Dios viene. La certeza de la fe se nutre en esos caminos por los que Dios mismo viene hacia nosotros. Los cientos de miles de jóvenes 
españoles y de todo el mundo reunidos en Santiago de Compostela en 1989, para la Jornada Mundial de la Juventud, lo captaron en las palabras vibrantes 
del Papa. El ser humano es incansable peregrino y buscador, pero al mismo tiempo es mendigo y es acogedor. No basta buscar la verdad, también 
es necesario y posible acogerla y amarla cuando ella se nos da. Y eso precisamente es lo más típico del mensaje del Evangelio: que la Verdad 
se nos da, porque el Creador no se ha quedado en su cielo, sino que nos ha salido al encuentro para entregársenos como alimento en el camino de 
nuestra peregrinación. La Verdad es Cristo: «Más cierto que la luz del mediodía». El Papa no ha traído otro mensaje sino ése: el de «Jesús, Hijo de Dios y de María», como les había anunciado a los jóvenes que desbordaban el estadio Bernabéu de Madrid en 1982. En la Universidad Complutense les hablaba a los universitarios del anhelo de plenitud y de la añoranza de salvación que embarga el corazón de los seres humanos; y añadía sin ambages: «Yo, servidor de Jesucristo, tengo la misión de afirmaros que esa salvación es cierta para quienes creen y confían en el nombre de Jesús».

Fidelidad

«Con ella (con Teresa de Jesús) os digo: ¡tened ánimo, vivid la esperanza, sed fieles a vuestra fe!» Esta invitación a la fidelidad era colofón del saludo enviado por el Papa a España antes de venir en su primer viaje. Al despedirse en el aeropuerto de Labacolla, diría a los españoles: «Seréis fieles a vosotros mismos y capaces de abriros con 
originalidad al porvenir» amando y purificando vuestro pasado cristiano. Tampoco en la despedida de 1989, en Covadonga, faltaría una alusión a la 
fidelidad.

La llamada a la fidelidad, música de fondo de las peregrinaciones apostólicas del Papa por España -en especial de la primera- resonó especialmente ante algunos auditorios: los religiosos, los sacerdotes y los seminaristas. Ahí encontramos la claves de su exhortación permanente a la fidelildad, que no debe ser entendida como mera llamada al orden, sino más bien al despliegue generoso y decidido de la potencia creativa de la 
fe, cuyos frutos son la caridad y la esperanza.

En efecto, a la fidelidad sólo se llama a quien se le puede remitir a un gran tesoro. Los consagrados a la causa del Evangelio han encontrado ese tesoro: ellos son los amigos fieles del Amigo fiel -según 
denominaba el Papa a los seminaristas y sacerdotes en el Seminario de Valencia-. 
Es la fidelidad del Dios-con-nosotros la que nos impele y obliga a la fidelidad. «La fidelidad no es, pues, una actitud estática, sino un seguimiento amoroso que se concreta en donación personal a Cristo, para prolongarlo en su Iglesia y en el mundo». Esta preciosa síntesis de lo que 
el Papa entiende por fidelidad -plasmada en el mensaje autógrafo dejado a todos los seminaristas de España- se desglosa en una triple dirección, bien jerarquizada: fidelidad a Cristo, a la Iglesia y al carisma de la propia vocación y misión.

En primer lugar, como fuente de toda fidelidad: Cristo. Serle fieles exige más que un mero recuerdo de sus enseñanzas; exige una vida en Él y para Él. La fidelidad a Cristo pide hombres y mujeres de oración vital, de Eucaristía en el corazón de la existencia y de sacramentos que marcan los hitos de su caminar. Es el único modo de poder ser testigos de la experiencia de Dios en un mundo tan marcado por el materialismo teórico y práctico. La fidelidad a Cristo pide también hombres y mujeres que no rehúsan la renuncia, la mortificación y la cruz que comporta su amistad: «No es el discípulo más que el maestro» (Mt 10, 24).

Fidelidad, en segundo lugar, a la Iglesia, porque en ella vive Cristo, en ella se halla ya presente el reino de Dios en misterio, como enseña el Concilio Vaticano II. Les decía el Papa abiertamente a los 
estudiantes de Madrid: «Acoged a Cristo en su Iglesia, que es su presencia permanente en la Historia. Porque Cristo más la Iglesia no es más que Cristo solo». Ahora bien, «la fidelidad a la Iglesia equivale a aceptarla en toda su integridad carismática e institucional». Lo cual incluye, 
naturalmente, la fidelidad al Magisterio. Lo recordó en términos técnicos a los teólogos y a los obispos, pero también con audacia paulina a las familias, a los jóvenes o a los empresarios y los obreros. No pasó por alto los aspectos más exigentes y, sin duda, menos populares de la doctrina de la Iglesia. No lo podía hacer quien estaba proclamando un mensaje de fidelidad a Cristo. «La fidelidad a la Iglesia entrena para una apertura a toda la verdad», les dejó escrito el Papa a los seminaristas. 
Sin tal entrenamiento acecha el peligro de perder la certeza de lo fundamental, de acomodar a nuestros gustos la verdad que nos salva e incluso 
de acabar perdiendo a Cristo. Fidelidad y creatividad son inseparables.

En tercer lugar, fidelidad a la vocación y a lamisión. Por este medio la fidelidad a Cristo y a la Iglesia se convierte «en la mayor fidelidad al hombre y a la sociedad de nuestros tiempos». Si cada cual ama y 
cuida el don y la misión recibidas, ¡qué maravilloso concierto de servicio religioso y humano! De ahí que a los religiosos y religiosas les insista el Papa en que la comunidad fiel necesita el testimonio de su fidelidad a sus carismas propios «para calcar en ella su propia fidelidad»; a los futuros sacerdotes les recuerda que el ministerio sacerdotal es 
insustituible para obrar como en persona de Cristo Cabeza, y como lazo de unión de todas las vocaciones; a los esposos cristianos les anima a 
la fidelidad a la maravillosa gracia del sacramento del Matrimonio, que les permitirá hacer de su familia realmente una «comunidad en la que el 
hombre es amado por sí mismo, por lo que es y no por lo que tiene». 
¡Qué bien nos viene recordar esta enseñanza de la fidelidad a la propia vocación! La sociedad de las prisas, del usar y tirar, y también las ideologías falsamente igualizadoras -desde la new age hasta el democratismo- nos hacen caer con frecuencia en trampas mortales: el cansancio de lo propio y la curiosidad por lo ajeno; la presunción de que todos podemos estar en todo; o la minusvaloración del valor específico de los diversos carismas. El Papa nos recuerda que de todos es, ciertamente, la 
vocación urgente a la santidad; y de cada uno, el camino propio para alcanzarla.

Evangelización

«¡Salid, pues, a la calle, vivid vuestra fe con alegría, aportad a los hombres la salvación de Cristo, que debe penetrar en la familia, en la 
escuela, en la cultura y en la vida política! Éste es el culto y el testimonio de fe a que nos invita también la presente ceremonia de la dedicación de la catedral de Madrid».

Así sonaba la llamada urgente a la nueva evangelización que el Papa reiteraba con palabras vibrantes en aquella memorable jornada de junio de 1993. Algunos las interpretarían torcidamente como una expresión de fundamentalismo y de intolerancia. Nada más lejano de la mente y de la 
enseñanza constante de Juan Pablo II. En realidad, la nueva evangelización no es más que el fruto natural de la certeza humilde de salvación que 
proporciona la fe vivida con fidelidad. Lo anormal es que la fe no salga a la calle: sería un claro síntoma de que está medio muerta. Quienes 
pretenden que la fe se quede en casa, recluida en el ámbito de lo privado, o no conocen bien lo entrañada que se halla en la persona humana, con 
su inevitable dinamismo social, o persiguen, de uno u otro modo, acabar por asfixiarla. No. La fe viva se comunica; no puede dejar de impregnar de la caridad de Cristo todos los ámbitos de la vida humana. 

«Yo, Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal, desde Santiago, te lanzo, vieja Europa un grito lleno de amor: vuelve a encontrarte. Sé 
tu misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces». 

Era en 1982, al concluir su primera visita, cuando Juan Pablo II lanzaba a Europa desde Santiago de Compostela esta invitación desafiante. 
¿Soñaba el Papa? ¿Era un iluso incapaz de comprender la situación del cristianismo en el nuevo orden de cosas, tan radicalmente marcado por la secularización? ¿Pretendía acaso volver a una política confesional o a una confesión politizada? En modo alguno. La nueva evangelización no puede ser confundida con ningún programa político-religioso, y menos de 
corte integrista. Si el pontificado de Juan Pablo no estuviera lleno de gestos y palabras en favor de la libertad religiosa y de los demás derechos fundamentales del hombre, bastaría, para no caer en tal confusión, no pasar por alto la afirmación hecha en Santiago a continuación de la que acabamos de citar: «Reconstruye (Europa) tu unidad espiritual, en un clima de pleno respeto a las otras religiones y a las genuinas libertades. Da al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Si 
miramos al pasado de este noble país -decía el Papa a los diplomáticos en 1993- vemos que, «durante un cierto período de sus historia, 
convivieron en la península ibérica el cristianismo, el judaísmo y el islamismo. 
Aquella página tan enriquecedora de la cultura española... podría representar también en nuestros días un elocuente y aleccionador punto de 
referencia».

La nueva evangelización es respetuosa de la autonomía del orden temporal tal como la entiende el Concilio y como el Papa recordaba en 1982, en el Palacio Real, ante los reyes y ante representantes de los distintos poderes del Estado. Por eso alababa en aquella ocasión la organización de la convivencia social en libertad y, por consiguiente, el pluralismo democrático.

Presencia católica

Pero, naturalmente, el pluralismo no es un fin en sí mismo, ha de orientarse según el principio superior de la dignidad de la persona, de la verdad del hombre. De ahí la exhortación del Papa en la catedral de Madrid: «En una sociedad pluralista como la vuestra se hace necesaria una mayor y más incisiva presencia católica, individual y asociada, en los diversos campos de la vida pública». ¿Con qué fin? Por supuesto, para que se respeten los derechos de los creyentes y, en concreto, de la Iglesia católica. Pero, ante todo, para promover un modo de vida acorde con la dignidad de la persona humana en todos los campos de su existencia, desde la familia, hasta el trabajo y las relaciones entre los diversos 
pueblos que configuran la nación española.

En la misa celebrada en el centro de Asturias en 1989, dos meses y medio antes de la caída del Muro de Berlín, Juan Pablo II habló del trabajo 
y del progreso. El trabajo -dijo- es un acto de la persona, no un elemento anónimo más en la maquinaria de la producción. El progreso puede 
ser entendido como expresión del mandato divino de dominar la tierra, es decir, como un modo del desarrollo de la persona. Pero el trabajo 
despersonalizado y el progreso desarraigado del sentido de la vida del hombre se convierten en realidades ambiguas y peligrosas para el ser humano. 
El Papa identifica la causa de este desarrollo en la falsa autonomía de una cierta cultura moderna que «separa el ora y el labora; se abandona a su voluntad de poder; y termina así por toparse con el hecho de que toda sociedad que se construye sin Dios, se vuelve posteriormente contra el mismo hombre, constructor de torres de Babel». Se trata -decía el Papa ya entonces- de un crecimiento cultural materialista que afecta no sólo a las sociedades regidas por el marxismo, cuyo fracaso se encontraba ya entonces a la vista de todos, sino también a la sociedad neocapitalista. 

En este contexto, la nueva evangelización tiene como misión fundamental el anuncio del Dios vivo, revelado en Jesucristo. Sólo así se podrá 
conformar el sujeto nuevo -del que hablaba el Papa en Asturias- que habrá de ser el portador de una nueva cultura no materialista, sino centrada 
en la persona. 

Con esto volvemos al lugar por donde habíamos comenzado. La certeza de la fe será la base de una vida fiel a Jesucristo y, por ello mismo, fiel al ser humano, a cada persona concreta. Aquí radica la esperanza cristiana, que, por ser trascendente, es también esperanza real para este mundo nuestro. Fe, amor y esperanza. He ahí el mensaje de Juan Pablo II, testigo de Jesucristo. Una invitación urgente a la santidad.

Publicado el 25 de abril de 2003.
Fuente: periodismocatolico.com