Solemnidad de San José. José fue la sombra de Dios Padre para Jesús

Padre Alberto María fmp 

 

Anotaciones a las lecturas:

2 S 7,4-5a. 12-14a. 16; Sal 88,2-3.4-5.27 y 29; Rm 4,13.16-18.22; Mt 1, 16. 18-21. 24ª

Cuando encuentras el gran parecido que un hijo tiene respecto a su padre, viene a la mente aquel refrán: «De tal palo tal astilla». O aquél otro que dice: «Quien a los suyos parece honra merece». 
En este caso bien podríamos afirmarlo de José, referido a Aquél que tuvo como hijo en este mundo.

Realmente José supo ser astilla de un buen tronco y parecerse al Señor que lo había creado y en concreto al hijo que le había sido dado. Y todo ello siempre -como otras veces hemos indicado- todo ello siempre desde el silencio del corazón. O también desde el silencio y desde el corazón. Allí se encierra también toda la vida de José de Nazaret. En ese silencio admirativo con que, después de las primeras circunstancias, acogió la llegada de Jesús. Ese silencio admirativo con el que pasó su vida, sin duda conjeturando, enseñando a Jesús el oficio de carpintero.

En el silencio del taller de carpintería tuvo que quemar muchas horas con Jesús. Los dos, uno junto al otro, palabra tras palabra, minuto tras minuto, fueron consumiendo, gastando, para la gloria de Dios, cada uno de sus días. Ese silencio admirativo y también receptivo o receptor. Era José como una esponja que por estar próxima al agua, poco a poco se va empapando de las gotas que salpica y queda así de esa manera empapada del agua. Pienso que así quedó José empapado de Dios, conviviendo en esa proximidad con Jesús en ese enseñar al Maestro, con esa profunda timidez, con que sin duda tuvo que hacerlo reconociendo en su hijo al Mesías, al Señor.

Es como lo que pasó –en cierta manera- a Juan el Bautista cuando Jesús se acercó para ser bautizado. Juan dijo: «Soy yo el que debe ser bautizado por Ti». Pues así, José también tuvo que tener muy claro que él era el que debía ser instruido por Dios. Pero el Padre Dios conducía su corazón para que enseñara las cosas de este mundo a Jesús. Para que, gracias a él, Jesús pudiera hacer el recorrido que todo hombre lleva a cabo y para que, gracias a él y con él, estando debajo de él, sometido en obediencia a José, Jesús pudo aprender a recibir todas aquellas experiencias de vida por las que los hombres pasamos desde que nacemos.

José se convirtió así, como le honramos en el Icono: José, sombra del Padre. Porque José fue la sombra de Dios Padre para Jesús. José fue para Jesús la cercanía de Dios, el silencio amoroso de Dios, ese amor escondido que -como el manantial- brota constantemente y se derrama por todo su entorno.

José vivió su vida con un solo corazón con Jesús y a El le ofreció, no los mejores, sino todos los años que Dios le concedió vivir. Y tan particular fue su actitud, su entrega que, salvando estos primeros momentos del descubrimiento del embarazo de la Madre de Dios, la historia no nos ha dejado nada más. 

José se convierte en uno de esos prototipos, modelos a imitar en nuestra sociedad, porque la figura de José rivaliza notablemente con la figura del hombre que propende nuestro tiempo. Tiene notables diferencias evidentemente y notables objetivos. Notables diferencias también en los objetivos a alcanzados. José partió hacia el Reino con una vida plena y los hombres hoy pululan por el mundo infelices. José se nos muestra a nosotros como el modelo de cristiano que es necesario en este tiempo nuevo, en este tiempo en el que vivimos que, a pesar de los avatares, sigue siendo para nosotros un año de gracia de Dios, un tiempo de gracia. Y José se nos presenta como ese modelo silencioso, callado, obediente, feliz, responsable. Reúne en sí toda esa sombra de Dios Padre. Hace realidad de tal manera esa paternidad de Dios y una manera de ser y de proceder, que se intuye viendo al hijo y viendo a la madre, la esposa. Una manera de proceder que se intuye, y que ves que es la que nosotros necesitamos vivir. 

No hay datos, muy escasos, escasísimos. Pero: si «quién a los suyos parece honra merece». Y si «al árbol se le reconoce por sus frutos», y los frutos de la vida de José, de su forma de ser, de vivir, de tener, de amar a Dios, de vivir en el mundo son los que podemos colegir igualmente en Jesús y en María, y que son los que Dios nos propone, son los válidos para seguir a Jesús. 

Por eso la Iglesia quiso asumirlo como patrón, protector y guía de la Iglesia Universal, porque encierra el modelo de vida que Jesús anunció. Porque encierra la manera de vivir del propio Jesús. Siendo solamente un hombre. Para que no se nos desvíe la atención. Hombres capaces de amar, capaces de amar hasta la obediencia final, capaces de amar hasta la entrega plena, capaces de amar hasta –si se nos permite decirlo así- «instruir al propio Mesías», desde la pequeñez de la humildad. Sabiendo que uno no puede enseñar nada. Sabiendo que el discípulo (Jesús) en este caso era superior al maestro (José) desde el principio. Pero aún sabiéndo eso, hizo lo que tenía que hacer, desde el silencio de una vida unida a Dios.

Ahí tenemos todas las claves y todas las respuestas. Y José nos sitúa frente a Jesús, frente a frente, cara a cara para encontrarlo, para que aprendamos a vivir. Y, al mismo tiempo, se nos ofrece a nosotros mismos también, cómo no, como intercesor porque él es la sombra de Dios Padre. El es la proyección de Dios Padre como la sombra es la proyección de la figura, humana o del objeto. La sombra no puede existir sin estar unida a la persona o al objeto y al mismo tiempo a la luz. En la oscuridad no hay sombras, hace falta la luz para ver y reconocer la sombra. Si miramos a Dios reconoceremos también a José. Pero si miramos a José terminaremos viendo a Dios porque la sombra está unida siempre a la luz y a la imagen que la proyecta. 

Por eso José es importante en la vida de la Iglesia. Y por eso es también importante en nuestra vida. Aprendamos de él también a vivir tan cerca de la Luz, de tal manera que -siendo nosotros sombra- podamos ser referencia para los que nos rodean. Igual que nosotros viendo la sombra de José y siguiendo su ejemplo podemos descubrir la Luz y el encuentro con Dios, de esa misma manera que quien pueda un día contemplarnos no se quede en nosotros sino que fije su mirada en la Luz que hace posible la sombra y en la imagen de Aquél que la proyecta.